Una ciudadanía secuestrada sobre un solar en venta

Vista de los rascacielos del conjunto Madrid Norte, símbolo del nuevo diseño de una ciudad de negocios

Andrés Villena

Un vídeo promocional de la Comunidad de Madrid, lanzado el pasado mes de enero, muestra a una ejecutiva que está en la capital por razones de trabajo y que, deslumbrada, no puede evitar quedarse. Todos los tópicos de la sociedad de la autoexplotación enmascarada –trabajar desde una tumbona, vivir enganchado al móvil, los alegres afterworks– se encadenan mostrando unos rostros eternamente sonrientes sobre azoteas para personas importantes, extasiadas por noches de cielo hipnótico

El vídeo continúa. Venir a Madrid a hacer negocios, atender a los clientes con unas cañas de por medio, comprar joyas, jugar al golf y, si se tercia, recorrer algún paraje exótico fuera del mapa oficial constituyen puntos indiscutibles de la ruta laboral-turística de determinados sectores profesionales. Para estos, en Madrid, trabajar rima con disfrutar de la vida, uno de los mayores temores del filósofo coreano Byung Chung Hal –autor, entre otros ensayos breves, de La sociedad del cansancio– y algo que ya quitaba el sueño hace casi dos siglos a Carlos Marx

La historia culmina con la aparición de un camarero, verdadero homo economicus capitalino, encarnado por el showman de la nostalgia Mario Vaquerizo, esposo de la estrella de la Movida. Vaquerizo, que termina el vídeo entonando su canción Me da igual, asimilable al eslogan “Yo no soy tonto” de MediaMarkt, remata la promoción de una ciudad de postal que es en realidad una aspiradora urbana: más de seis millones y medio de habitantes de una comunidad autónoma identificada con un puñado de lugares comunes.  

Madrid está imparable y se ha hecho acreedora del “mejor estilo de vida del mundo”, según la presidenta regional y máxima mandataria del PP madrileño, la invencible e ilustre alumna Isabel Díaz Ayuso, que hizo de los peores meses de la pandemia una puesta de largo de su estilo thatcherista-joseantoniano; el alcalde de Madrid, José Luis Martínez Almeida, reafirmaba a su presidenta en la última edición de la feria de turismo Fitur con el lema “Del cielo a Madrid”, contribuyendo a este zumo de hipérboles que retumbarán sin cesar durante este mes de mayo. La euforia primaveral de estos jerarcas no solo refleja sus ganas de vencer en las próximas elecciones municipales y autonómicas; este júbilo impostado puede ser también una señal de que la próxima burbuja especulativa haya comenzado sus primeros pasos; su explosión se producirá, en unos años, en el mismo cielo madrileño del que nos lloverá por igual a todos.  

Vender y venderse

A las postales hay que pagarles los sellos. Ni siquiera vídeos como el mencionado al principio de este artículo pueden ocultar en qué se están convirtiendo las grandes ciudades, de las que Madrid nos sirve de ejemplo llamativo. La principal función de estas ha pasado a ser la de imán atractor de flujos financieros en continua competición mundial y que aspiran a ser seducidos por las facilidades fiscales, por las regalías urbanísticas o por la predisposición de unos trabajadores generalmente jóvenes que han aceptado comerse el mundo durante una semana de más de siete días. 

Se trata, en definitiva, de una atracción continua de inversiones que constituye la hegemónica cantinela española desde que, en 1959, la dictadura franquista decidiera abrir tímidamente sus compuertas para poder pagar por las materias primas que requería. El grito de un país pobre y enfangado en una sociedad de clases hipertrofiada en la que los que menos tienen apenas lo pueden ahorrar y los que más solo piensan en quiénes pueden guardarles mejor el dinero.  

Pero una ciudad configurada para vender y venderse, volcada en el exterior y bajo estas directrices financieras produce efectos secundarios en la vida de la mayoría que allí reside. En primer lugar, en su modelo productivo, en aquello que generamos y que exigimos de nuestros empleados. La eterna promesa del pelotazo, de la posibilidad de ganar mucho en poco tiempo, incentiva un tipo de maquinaria que invierte dinero para crear fortunas; desincentiva inversiones industriales avanzadas que necesitan un horizonte más amplio para mostrar sus rendimientos; y promociona, en suma, el hacer negocio por delante de crear empresas de bienes y servicios útiles. El turismo masivo que sufrimos desde hace años en casi todas las grandes ciudades españolas hace de manto atractor de población y de empresas que se supeditan a esta más que establecida división del trabajo: traigan su dinero a nuestra ciudad y generen aún más mientras nosotros permanecemos al cuidado de todo

En segundo lugar, este régimen económico repercute sobre el urbanismo local, que siempre ha sido un reflejo de la desigualdad, de las jerarquías y de los poderes dominantes, y que se vuelve más agresivo con la proliferación de las torres y rascacielos que albergan a las grandes corporaciones, a los bancos y a las consultoras; con una concentración de negocios y de servicios asociados en barrios que expulsan a los ciudadanos comunes; y con una inflación inmobiliaria que corroe el ahorro familiar y que nos conmina a alojarnos en inmuebles periféricos desde los que viajar al puesto de trabajo, estirando impunemente la jornada de cuarenta horas. 

De esta manera, y mientras en un afterwork de lujo varios consultores se toman una cerveza con un respetable bocadillo de calamares, cientos de miles de vecinos se convierten en nómadas y en residentes al mismo tiempo, experimentando una alienación propia de una etapa industrial en teoría superada. No es extraño que la confusión ideológica sea la principal resultante, y que los alaridos mediáticos y las amenazas y terrores sean los principales movilizadores en las periódicas convocatorias electorales. El votante, como determinados refrescos, debe ser concienzudamente agitado antes de que pueda ejercer su función.   

La estratificación y la subordinación geográfica, paralelas a una desigualdad salarial y de patrimonios que el castrado sistema fiscal no quiere ni cuestionar, recuerdan a aquella novela de ciencia ficción de Herbert George Wells, La máquina del tiempo, en la que los Eloi, los hedonistas e ignorantes habitantes de la superficie de la ciudad, contrastaban con los Morlocks, los peligrosos moradores del subsuelo y la noche, genéticamente envenenados por la sed de venganza

Una dualidad élite-masa ya sugerida por las repetidas películas y series sobre muertos vivientes y que nos aproxima al capitalismo de determinadas zonas del tercer mundo, en las que la libertad, e incluso la vida, son una propiedad de carácter privado. No es apocalíptico prever que la fuerte contaminación y las lesiones que esta produce, el creciente hacinamiento, la superpoblación y la exclusión social generada por esta ciudad de dos plantas encienda en pocos años una explosión de delincuencia, una guerra urbana que solo pueda ser sofocada con un uso creciente de la violencia oficial, que de difusa habrá pasado a ser concentrada.  

La ciudad global como estigma

Este dramático escenario no es precisamente el resultado de una conspiración promovida por el tándem electoral Almeida/Ayuso, sino la caricatura castiza y actualizada de un fenómeno mundial que lleva ya muchas décadas en desarrollo. En su análisis ha destacado la socióloga Saskia Sassen, profesora de la Universidad de Columbia y Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en el año 2013. Sassen describe el fenómeno de la ciudad global desde sus primeros estudios sobre las urbes de Londres, Nueva York y Tokio, megaciudades que han experimentado el turbocapitalismo con anterioridad y a ritmos más acelerados. 

El peso de lo financiero es en ellas cada vez más manifiesto. Sassen se refiere, por ejemplo, a la adquisición de grandes terrenos o de enormes edificios como operaciones especulativas que han transformado la manera de concebir la economía: el objetivo de estos negocios no es ya el de poner los inmuebles en alquiler, sino más bien el de utilizarlos como aval de ulteriores endeudamientos que persiguen la consecución de mayores beneficios. Gracias a ello, estos edificios, que podrían albergar casas en las que familias de distinta procedencia se cobijaran, cocinaran, se abrazaran o durmieran, se han convertido en activos financieros codiciados, en nuevos paquetes complejos de dinero para los que los algoritmos matemáticos buscan optimización constante. Un ejército de despachos de abogados, de consultores y de grandes bancos penetrados por fondos internacionales protagonizan las operaciones más relevantes de las ciudades globales. El corte de cintas para una parada reformada del Metro es al verdadero poder lo que un vasito de agua para un brunch en hora punta.    

Estos gigantescos e incorpóreos actores están por todos lados y eso conduce a que una ciudad como Madrid no pueda apenas ser gobernada por un alcalde o influida por un presidente gubernamental. Un buen ejemplo de ello lo representa el eje constructor e inmobiliario en torno a la Operación Chamartín, renombrada como Madrid Nuevo Norte. Sepultada bajo las vías del tren durante treinta años, Madrid Nuevo Norte abarca las distintas dimensiones institucionales que confluyen en una gran ciudad: el papel del Ministerio de Fomento del Gobierno de España para vender los terrenos de Renfe; la participación de la Comunidad de Madrid en todas las etapas de este poco transparente proceso, y del Tribunal Superior de Justicia autonómico para rechazar las últimas denuncias de los ecologistas; la connivencia de alcaldes como Gallardón o Ana Botella, la tibia reforma de la alcaldesa Carmena y la complicidad del regidor actual con este negocio estratosférico; la unión temporal de empresas entre dos grandes corporaciones, el BBVA y la Constructora San José –participadas a su vez por enormes fondos de inversión y soberanos–; así como la proliferación de otras fórmulas financieras internacionales atentas a obtener parte de los réditos de este megaproyecto. 

Madrid Nuevo Norte ha triplicado su superficie tras las continuas negociaciones con ejecutivos de distintas competencias y signos ideológicos en las últimas tres décadas; la construcción de viviendas ascenderá a 10.500, con una protección pública mínima. 5.000 árboles menos no evitarán que miles de familias e inversores adquieran, algunas, inmuebles, otras, activos para alquilar, y unos terceros, formas de incrementar aún más su riqueza. 

Se trata del sueño español que muchos han aprendido a perseguir y que otros creen que deben continuar con la lengua fuera so pena de caer en una trampa de pobreza o mediocridad económica. Mientras las jornadas se estiran más que los días y los sueldos se contienen para no herir la sensibilidad del margen empresarial, el horizonte de la vida cotidiana queda en un anhelado fin de semana en el que la vida familiar transcurrirá a buen seguro por unos centros comerciales en los que unos pasillos calcarán a los anteriores; en los que las franquicias determinarán el rango de nuestra sensibilidad culinaria y en los que el lenguaje, las palabras y los sentimientos se acogotarán en una muchedumbre solitaria que sigue buscando una felicidad que no crece en este suelo urbanizado.  

Más arriba, en las soleadas azoteas, habitan quienes deshojan la margarita de permanecer un día más o no en el Airbnb de conveniencia. La vida es dura, les dice un conocido camarero que sonríe, pícaro, a la cámara. Será por saberse icono patrocinador de una ciudadanía secuestrada, por la dulce cercanía de los próximos comicios, o incluso por el cielo de esta ciudad inabarcable.

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