El coste de la vida

Estación de servicio en la isla de Menorca durante una de las recientes subidas del precio de los carburantes.

Elvira Navarro

Desde hace un tiempo, antes de dormir, mi novio y yo vemos en Youtube vídeos apocalípticos. No es sólo por aquello de que mal de muchos, consuelo de tontos; lo que nos ocurre es que anhelamos una explicación y ya no encontramos ninguna tranquilizadora que, al mismo tiempo, concuerde con nuestras circunstancias. Estas no son malas si las comparamos con las de mucha gente: nuestros sueldos nos dan para llegar a fin de mes, tenemos un piso decente en una periferia (los centros hace décadas que dejaron de tener precios decentes para la clase media) y a veces incluso podemos ahorrar. No obstante, ahora miramos en qué supermercado es más barato hacer la compra. Antes nos daba lo mismo ir a Mercadona, a Alcampo o a Carrefour porque las diferencias no nos parecían sustanciales. Hace meses que sí nos lo parecen: todo ha subido tanto que lo barato se busca y se agradece. Asimismo, jamás habíamos hecho cola en gasolineras donde el diésel está unos céntimos por debajo de la media, ni habíamos esperado con el depósito del coche ya en la reserva a que el Gobierno aprobara medidas para bajar el precio del combustible. Tampoco, en los últimos días de invierno, habíamos escatimado a la hora de encender la calefacción, pero con el último y muy escandaloso recibo, acabamos poniéndonos tres mangas y una manta en las piernas mientras los radiadores sólo irradiaban frío. 

Las explicaciones sirven en primer lugar para darnos la impresión de que controlamos lo que sucede, y es por eso que mi novio y yo le damos al play de videos que he llamado aquí apocalípticos pero que no tienen que ver con ningún esoterismo o profecía ni con nada de lo que pudiera hablarnos un Jiménez del Oso resucitado, sino con investigadores del CSIC como Antonio Turiel, quien afirma en no pocas entrevistas que se nos viene encima una escasez global de diésel y que ya empieza a haber problema con este combustible en Europa. Sus palabras se nos antojan verosímiles porque coinciden con una realidad que nos afecta de manera directa y que origina, lógicamente, protestas sociales como la huelga de transportistas y agricultores que tuvo lugar el pasado marzo para reivindicar una bajada de los precios de los carburantes y de la energía. Estas protestas me recordaron a las de los chalecos amarillos porque, al principio, fueron despreciadas por no pocos de los que también se ven afectados por la subida de la luz y la gasolina. Pero ello no les impidió denigrar en las redes sociales a transportistas y agricultores como si sus camiones y tractores no fueran herramientas de trabajo, sino caprichos de facha. Quienes lo hacían le estaban comprando el cuento al Gobierno, a quien en un primer momento le resultó tentador el desestimar las movilizaciones con la excusa de que quienes estaban detrás eran la extrema derecha en vez de atender a su propio compromiso de izquierdas con los trabajadores, asunto este último, por otra parte, que resulta crucial para no regalarle los votos y la calle a la derecha. Aunque quizás el problema resida en que los gobiernos, tanto los de izquierdas como los de derechas, son solo lacayos del establishment porque no tienen más remedio. Recuerden lo que pasó en Grecia cuando Alexis Tsipras le plantó cara a Bruselas.

Escepticismo en el horizonte

Únicamente en la ficción la verosimilitud depende de las condiciones internas del texto. Para lo demás, y aunque estemos en la época de fake news, la realidad manda. Empezamos a ser muchos los que no comulgamos con las (escasas) soluciones que nos dan para hacer frente a una situación cada vez más dolorosa para nuestros bolsillos. Estamos enfadados y el escepticismo se ha apoderado de nuestro horizonte. Con motivo de las recientes elecciones en el país vecino, hubo en los periódicos analistas que se preguntaron por qué incluso en aquellos municipios donde la gente no ha notado demasiado la crisis hay disgusto hacia el sistema y hacia su máximo representante en Francia, Emmanuel Macron. No parece haber acuerdo a la hora de analizar las causas. La decadencia, dicen algunos. La ira ante el engaño, dicen otros. Muchos sienten que Macron sólo representa a las élites urbanas. La desafección de tanta gente habla de la desconfianza hacia una estructura que ya no tiene en cuenta a sus ciudadanos. Incluso quienes siempre han creído que este era el mejor de los mundos posibles arrugan ahora el entrecejo tras consultar su cuenta bancaria.

Las democracias occidentales funcionan rigurosamente dirigidas y vigiladas por los grupos de poder económico. Hoy sabemos que los derechos que creíamos conquistados para siempre, y que nos habían hecho pensar que vivíamos en una socialdemocracia (bastante mejorable: nunca fuimos Alemania ni Suecia) pueden desvanecerse de un plumazo cuando los poderes económicos lo decidan.

Pero nada de esto es nuevo. En el ensayo Sobre el parlamentarismo Carl Schmitt, ideólogo del Movimiento Revolucionario Conservador de Alemania tras la Primera Guerra Mundial, afirmaba que en el Parlamento ya no había discusión, sino negocio, y que el pueblo había perdido la soberanía en la medida en que ésta iba en contra de los intereses económicos de las élites: “Los partidos ya no se enfrentan entre ellos como opiniones que discuten, sino como poderosos grupos de poder social o económico, calculando sus mutuos intereses y sus posibilidades de alcanzar el poder y llevando a cabo desde esta base fáctica compromisos y coaliciones. Se gana a las masas con un aparato propagandístico cuyo mayor efecto está basado en una apelación a las pasiones y a los intereses cercanos [...]. Por ello, es de imaginar que todo el mundo sabe que ya no se trata de convencer al adversario de lo correcto y verdadero, sino de conseguir la mayoría para gobernar con ella”. Estas palabras son trasladables a nuestro contexto, donde al paripé político hay que añadirle una crisis económica que se ha hecho demasiado honda con el coronavirus y la guerra. 

Lo peor es que las propuestas para afrontar esta crisis pasan por seguir aumentando el coste de la vida de los que menos tienen: las clases humildes y las medias. A nosotros nos está tocando ver cómo la sanidad pública se va convirtiendo paulatinamente en una Beneficencia, también cómo se degrada la educación pública y sólo van a poder acceder a la superior quienes tengan dinero para pagar tasas y másteres. Seguiremos sufriendo la inflación y nos harán culpables del cambio climático por ir a trabajar en coche o poner la calefacción mientras que los ricos se comprarán esos automóviles que permiten sortear las limitaciones (la normativa española está diseñada para que las marcas puedan instalar un pequeño motor eléctrico y que así el coche pase por ecológico aunque siga funcionando con combustibles fósiles; de este modo obtienen la pegatina de bajas emisiones con la que acceder a los centros urbanos. Se trata por supuesto de coches muy caros que la gente que no tiene dinero no puede comprarse). Nuestros representantes políticos acudirán, con sus caritas compungidas, a cumbres del clima en sus aviones privados. Y siempre habrá un Josep Borrell de turno diciéndonos que si no hacemos sacrificios para que no ganen los malos entonces nosotros nos convertiremos en malos.

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