Portada de mañana
Ver
La universidad recupera el espíritu crítico del 15M y toma partido por Palestina

El desprecio

Uno de los gestos desafiantes habituales de Donald Trump. En esta ocasión dirigiéndose a sus seguidores en un mitin en Topeka (Kansas), octubre de 2018.

Norbert Bilbeny

¿Quién no se ha sentido menospreciado alguna vez? Reconozcamos: ¿quién no ha menospreciado a otro en alguna ocasión? El complejo de superioridad está mucho más extendido que el de inferioridad. Y el narcisismo, en nuestra sociedad cada vez más individualista gracias a las redes digitales, ya le pisa los talones a la abundante baja autoestima.

Buscamos el agrado y el aprecio de los demás. Cuando no los obtenemos nos sentimos menospreciados y hasta nos desagradamos a nosotros mismos. Por una ley de las cargas emocionales, quien más necesita del aprecio o la admiración de otro más tiende a menospreciarle y denigrarlo si ve que este le falla. Como en tiempos del Barroco, fácilmente nos sentimos burlados. Hasta esperamos el agravio para poder responder con dureza a la supuesta afrenta. 

Repasemos la pasarela actual de líderes, celebridades, bribones y lechuguinos de medio pelo, y se comprobará como el tipo ansioso de poder, dinero o fama es, al mismo tiempo, el más deseoso y dependiente del aprecio de los demás, el más propenso a su desprecio. Él o ella se creen superiores y los desprecia por inferiores, aunque no le hayan hecho nada. Y no hay que mirar sólo al escenario público: basta tener presente a ese jefe, compañero o conocido, tan prepotentes y pagados de sí mismos.

Despreciar es tener a menos a otro por razón de cosas tan diferentes como la raza, nacionalidad, clase social, rango profesional, educación, sexo o edad. Aquiles, cuenta Homero, se siente menospreciado porque le tratan como a un emigrante, alguien “indigno de respeto” (Ilíada, IX). Y no sé qué más se puede decir después de Aristóteles acerca del desprecio, la oligoría. Se desprecian, según el filósofo griego, aquellas personas o cosas “que no son dignas de ninguna consideración”. Lo afirma en su obra Retórica (II, 1378 b), distinguiendo tres clases de desprecio, en grado de menor a mayor intensidad: el “desdén”, o hacer de menos a alguien; la “vejación”, cuando se le impide hacer algo, y el “ultraje”, provocándole la vergüenza. En el desprecio siempre se supone que el otro es más débil y que no se puede volver; de lo contrario, observa el filósofo, se le temería y ya no le despreciaríamos.

Siguiendo a Aristóteles y basándose en las neurociencias, la filósofa norteamericana Martha Nussbaum redescubre la importancia social de las emociones en su libro Emociones políticas. Recuerda que no existe una separación entre conocimiento y sentimiento: las emociones son siempre “cognitivas”. Además, toda emoción, sobre todo en lo político, va dirigida a algo o alguien. Y, por descontado, advierte que las emociones están relacionadas con las creencias. Nosotros pensamos que, en la escala de los fenómenos de incomprensión entre los humanos, se puede observar, por este orden sucesivo: ignorancia evitable, indiferencia, falsas ideas y prejuicios. Etapas que pertenecen en general a una incomprensión en el pensamiento. Pero el tramo siguiente es peor, porque son etapas de una incomprensión en la conducta. También, sucesivamente: infravaloración del otro, resentimiento, menosprecio y agresividad. Lo grave y llamativo es que se puede producir incomprensión en la conducta sin ser ello consecuencia de una incomprensión en el pensamiento. Una persona inteligente y culta, conocedora de la realidad del otro, puede, sin embargo, mostrarse discriminativa y agresiva con él. Y ahí entra también el desprecio, que es el umbral del conflicto manifiesto, la guerra.

Al mundo lo mueven las ideas, generalmente equivocadas, y a cada uno en particular las emociones, a veces malas. Las emociones no siempre son buenas. No son reacciones espontáneas ni instintivas, sino que están amasadas con factores que van de la opinión al estereotipo, del conocimiento a la ignorancia (“…desprecia cuanto ignora”, Antonio Machado). Ninguna emoción es neutral. En el mundo ni se llora ni se ríe igual, y lo que en unos es la ira en el ataque en otros es la ira en la defensa. Emociones malas son la ira, el terror, el sufrimiento, la ansiedad. Buenas: el amor, la paz, la compasión. Ambivalentes: la alegría, el entusiasmo, la indignación —criticar el mal no nos hace por ello buenos— y hasta el miedo, que ayuda a reaccionar ante el peligro, o la vergüenza, buena para no ser un sinvergüenza. Pero todas tienen un componente moral, o de amoralidad. Toda emoción es parcial, como el amor mismo, diferente si es a nuestro hijo o al de la vecina. Por eso los filósofos ya han tratado, desde el siglo XVII —paradójicamente, el siglo de la Razón—, de las diferencias en y entre las emociones, sus sorprendentes alianzas y su plasticidad. No es bueno fiarse siempre de la emoción, aunque la emoción esté siempre en los motivos de nuestra acción y de nuestro pensamiento. Y no parece que haya idea, por abstracta que sea, que no esté de algún modo teñida por ella. En la sociedad y en la ciencia predominan, por ejemplo, la idea de “orden”, y ello es porque nos sentimos mejor con las cosas bajo control que desordenadas a nuestro alrededor o en nuestro interior.

El respeto a la verdad 

La política sigue siendo un campo abonado para el desprecio, superando a veces el de los hooligans deportivos por el equipo contrario y sus seguidores. Antes de pasar a destruir al adversario hay que despreciarlo. Las redes digitales tienen ya un lado negativo que supera al positivo, por cuanto han introducido la ignorancia y el menosprecio hacia quien no es igual a nosotros y, por lo tanto, han debilitado el sostén fundamental de la democracia —hoy en retroceso— que es la coexistencia de diferentes opiniones y el respeto a sus portadores, aunque no compartamos su opinión. Las redes digitales son una escuela permanente del desprecio al diferente. Con ellas hemos perdido más que ganado y estamos ya empezando a pagarlo caro. Pues hoy no sólo se desprecia a las personas, sino a la verdad, prefiriendo vivir con mentiras, verdades a medias o silencios, en lugar de hacerlo en la verdad. Vivir con la verdad es fundamental para la democracia, pero vivir en la verdad lo es para la salud del alma. En el tiempo actual de la imagen y la emotividad, la ética y la democracia tienen las de perder si no educamos en el respeto a la verdad y en el sentido crítico.

En términos de personas, el desprecio forma parte de los fenómenos de repulsión, es decir, justo lo contrario de tener simpatía o sentirnos atraídos por ellas. El odio es uno de estos fenómenos. Odiar es lo opuesto a amar. Si el amor desea el bien del otro, el odio desea su mal. Así sucedió en Alemania a raíz del libro Mein Kampf. También hay que referir el asco como otra forma de repulsión. Ahora estamos ante lo contrario del gusto; disgusting indica en inglés algo asqueroso. Se trata de un sentimiento muy apegado a una sensación, la de desagrado o repugnancia, que en el asco se combina con ciertas ideas o prejuicios. Los gitanos provocaron asco en Europa y los irlandeses en Norteamérica. El desprecio es lo opuesto al aprecio (“El mejor desprecio es no hacer aprecio”), pero a diferencia del asco, no tiene un elemento físico, y en contraste con el odio, no implica que se desee el mal del otro. 

Aunque sí es cosa mala despreciar: se minusvalora (menosprecia) al otro o se le ningunea. Y no hay más motivo de ello que el creerse y sentirse superior a éste, al que se le tiene a menos o en nada. “Superior” en cosas tan distintas como en naturaleza, rango, inteligencia, glamour y tantas más. El otro no tiene un coche de gama alta o no viste a la última moda cara. El otro es visto como indigno de aprecio. La causa psicológica puede ser varia: desde el tener miedo a perder lo propio hasta el orgullo, desde el egoísmo a la soberbia, desde el creer tener siempre la razón a estar convencido de estar en el lado correcto. Pero en el fondo el despreciativo suele tener una flaca seguridad en sí mismo. 

Mírese alrededor nuestro, en el extranjero o en casa, y se comprobará cuánto desprecio hay de unos a otros, sin distinción de naciones, culturas, clases sociales o grupos raciales. En Uganda, los hutus despreciaron a los tutsis y viceversa. En Estados Unidos los republicanos dicen que el peor peligro del país son los demócratas. El judío conservador desprecia al palestino y éste a aquél. El fundamentalismo hinduista aterroriza a los musulmanes. Más cerca de nosotros, el derechista español desprecia al independentista catalán, y al contrario. Los corruptos y comisionistas, los evasores de impuestos y capital, los que colocan a su pariente en un despacho oficial, los espías ilegales: todos ellos desprecian al resto de los ciudadanos, a los que consideran que son tontos o simplemente que no son nada. 

Todo sería perfectamente ridículo y risible si no fuera muchas veces peligroso y trágico. Porque el desprecio, como el resto de los fenómenos de la repulsión, abre la puerta al rechazo moral del otro y al riesgo de eliminarle física o socialmente. Hace años, en una cena, una mujer muy de derechas, al oír que se hablaba de José Luis Aranguren, intelectual antifranquista, no hizo más que abominar de su físico y ridiculizarlo como persona. En un tiempo de guerra civil, quizás habría aprobado su fusilamiento. 

Más sobre este tema
stats