La fiebre del YO

"Escribe de lo que conoces”, llevan aconsejándole a los aspirantes a novelistas desde siempre. ¿Y qué se conoce mejor que uno mismo, aunque después a lo mejor vengan las sorpresas? Prima el afán de tomarse como un buen punto de partida. Si los tiempos acompañan –y no se discute que la época nada en un feroz o atroz narcisismo– se hace difícil no verte a ti mismo como una de las personas más interesantes del mundo. Ya en su Diccionario del diablo, Ambroise Bierce definía al egoísta como “persona de pésimo gusto, más interesada en sí misma que en mí”. 

Los relatos autobiográficos, en los que los autores ofrecen un testimonio de su vida, forman ya una tupida capa por la que casi hay que avanzar como entre mosquitos, dando manotazos al aire. “Érase una vez yo” podría ser la primera frase de muchos de ellos, y solo representaría un paso más hacia el disparate. Desde que Fiódor Dostoievski lo escribió en Los hermanos Karamázov, “los disparates son imprescindibles en este mundo. El mundo reposa sobre disparates, y es muy posible que sin ellos no ocurriera nada”. 

Más que nunca antes, se constata toda una colección de autores empujados a escribir un libro con el que dar al mundo algo que, según ellos, el mundo no tenía: la historia sin igual de su vida, más o menos marcada por episodios, aventuras, heridas, que llenan páginas hasta conformar eso que con alegría llamamos novela. La necesidad del momento parece llevar aparejada la idea de un relato tomado directamente de la vida, de “la historia de mi vida” concretamente, en vez de un relato construido por la imaginación al margen de la vida de uno. O escribes de ti mismo o revientas.

Vivian Gornick destacaba que en todas las partes del mundo “hombres y mujeres alzan su voz para contar su historia, impulsados por la actual creencia común en que nuestra propia vida es significativa”. En cada una de ellas parece haber una historia y memoria personal que salvar. Ahora bien, la autora de Apegos feroces precisaba que esa memoria –y este ya es otro cantar– debe aspirar a ser una obra de “sostenida prosa controlada por una idea del yo obligado a extraer de la materia prima de su vida un relato que modele la experiencia, transforme los acontecimientos y proyecte sabiduría”. 

En un texto autobiográfico la autenticidad no se logra a través de una retahíla de hechos reales, sino cuando el lector se convence de que el autor se esfuerza por comprometerse e identificarse con la experiencia que aborda. Lo que importa no debería ser lo que le haya ocurrido al escritor, sino el amplio sentido que el escritor sea capaz de extraer a lo ocurrido. A los lectores, la obra nos hará conectar con ella cuando nos proporcione una información acerca de nosotros mismos que necesitamos “en el momento que la leemos”. Como en otras muchas facetas de la vida, desde el amor a la política o la amistad, la oportunidad lo es todo. La vida interior se alimenta solo si obtiene lo que necesita cuando lo necesita. Y para que eso pase cuando escribes además de ampliar el sentido de los hechos, se requiere imaginación literaria. Quizá al final tenía razón el escritor británico Victor Sawdon Pritchett cuando sostenía que “todo radica en el arte. Vivir no otorga reconocimiento”. 

El autor encaramado a personaje protagonista, por intentar rebajar el nerviosismo, no es una creación ni mucho menos reciente. Reciente es solo su exasperación, frenesí, paroxismo. Me gusta pensar que la fuerza hipnótica del yo del autor levantó vuelo con Jean-Jaques Rousseau, el primer gran egocéntrico, a raíz de Las confesiones (1782), obra con la que el pensador francés dejó claro que uno de sus temas favoritos era Rousseau, de modo que su proverbial egocentrismo contribuyó a fundar un género, o por lo menos a darle una vuelta de tuerca. Es común citar Las confesiones como la obra fundadora de la autobiografía moderna, en la que se alcanzó la coincidencia nominativa entre autor, narrador y personaje.

Pero todavía me agrada más pensar que, antes de que Rousseau abriese el frasco de las esencias, René Descartes derribó la puerta en 1637, con la publicación del Discurso del método. Libro clave en la historia de la filosofía moderna, resuena en sus páginas también una poderosa narrativa del yo, propia de la novela. Al tiempo que desarrolla un método con el que establecer con certeza los principios de la filosofía y el conocimiento de la verdad, Descartes nos va dando cuenta de la historia de su vida. Existe una carta de Paul Valéry en la que confiesa a André Gide: “Acabo de releer el Discurso del método. Es la novela moderna tal como podría hacerse hoy. Es de señalar el hecho de que la filosofía posterior haya rechazado la parte autobiográfica. Ese es sin embargo el punto a retomar, de modo que habría que escribir la vida de una teoría del mismo modo que se ha escrito demasiado de la de una pasión”. 

El yo invencible

Rousseau empujó un siglo después el experimento más lejos, hasta las aguas trasparentes en las que el mismo Narciso, al verse reflejado, quedaría fascinando por su belleza. No en vano, la obra comienza con su autor señalando que no hay ni habrá ser humano que pueda decir que ha sido mejor que él, y que al escribir Las confesiones emprende “una tarea de la que nunca hubo ejemplo y cuya ejecución no tendrá imitadores”. 

Pero transcurrieron los años, que se convirtieron en siglos. Y un día llegó el Romanticismo, donde de un modo generacional el artista se convirtió en el objeto de su propia obra. Oscar Wilde se significó por encima de cualquiera al convertir su imagen en un icono, y construir su obra alrededor de la vida de escritor. La egolatría y la fascinación por el yo no dejaron de crecer, salvo las épocas bajas de los años sesenta del siglo XX, cuando Roland Barthes anunció “la muerte del autor”, por cuanto este era una expresión del individualismo burgués, que habría que combatir con lo anónimo, lo colectivo, lo neutro. 

Pero el yo de un escritor es invencible. Y quizá solo estaba tomando carrerilla, presto a someterse a las derivas de los nuevos tiempos, pasando de lo profundo a lo banal, de lo original a lo vulgar, y más narcisista que nunca. El individualismo regresó con más fuerza que nunca antes a partir de los ochenta del siglo pasado. Hasta el punto que de la mezcla de dos grandes géneros narrativos, como novela y autobiografía, salió un tercero: la autoficción, una propuesta ya demasiado recurrente y ambigua con la que se rompían las fronteras entre lo real y lo inventado. 

A saber, si Karl Ove Knausgard se erigió a partir de 2009 en el punto culminante, porque antes o después a todo hay quien gane. Los seis volúmenes y más de cuatro mil páginas de la serie Mi lucha constituyeron un hito. Ahí cupo todo. Todas las nimiedades de su vida que podamos imaginar. Desde lo que opinaba de Dostoievski, Joyce o Heidegger, al relato de sus visitas al supermercado, las rabietas de sus hijos, los cigarrillos que se fumaba en la terraza, la limpieza del jardín o los entresijos de su divorcio. La obra vendió más de medio millón de ejemplares en Noruega, fue traducida a más de veinte idiomas y abrió un debate sobre los límites de la escritura privada y hasta dónde contar para no herir a terceros o para no matar de aburrimiento a los lectores. Digamos que, después de Mi lucha, difícilmente cabrá más yo en una novela, aunque la historia de la literatura es la historia de cómo empujar los límites continuamente, sin descanso.

Años atrás, afirmaba Marcos Giralt Torrente que “es normal que al ser las luchas que la sociedad contemporánea nos reserva casi en exclusiva individuales, la novela de hoy se centre en el individuo. Vivimos en una sociedad individualista y los conflictos, las contradicciones y fricciones de los que la novela de hoy da cuenta, aunque sintomáticos de la sociedad, tienden a ser ejemplificados y visualizados en los efectos que tiene sobre el individuo a través de la exploración de la subjetividad. Involucrar al individuo escritor con todos sus espejos es tan solo un paso más”. 

Muchos novelistas han ido dando por hecho que su vida, o una parte de ella, quizá mezclada con sus invenciones, o sus recuerdos –que a la postre se van inventando también poco a poco, como efecto natural del paso del tiempo– constituían un material digno de verterse en primera persona, no pocas veces dando al personaje su nombre. Por supuesto, aún cuando no pretende convertirse en objeto de la obra, el escritor siempre deja partes de sí mismo en sus libros, fragmentos a lo largo de ellos, como objetos perdidos. En cierto sentido, el yo lo impregna todo. Es insoslayable, connatural a la literatura misma. “Un escritor no desperdicia nada”, sostenía Scott Fitzgerald en una carta a Sheilah Graham. Un recuerdo, una anécdota, un trauma, un vestido, un paisaje, una imagen, un gesto que el autor conoce bien, porque lo vio o lo protagonizó, pueden ser atribuidos a cualquiera de sus personajes en un momento dado. 

Vivimos unos tiempos en los que algunos escritores se vuelven hacia sí mismos y piensan: “Soy un hit, soy el gran tema de la novela”. Suena solo relativamente humilde. El individualismo exacerbado que experimentamos desde hace décadas ha multiplicado, entre otras cosas, los deseos de realización personal. Perseverar en la persona que somos, conocernos a través de un texto, son algunos de los efectos que esa realización genera en un escritor. Somos una gran aventura. Cada vez somos más nuestros propios ídolos.

En un mundo cuyas relaciones globales se explican a través del consumo, un consumo enfocado a producir experiencias únicas, muchos escritores consumen su propia existencia. Esa existencia tiene –consideran– todo lo que un lector, o un cierto tipo de lector, puede pedir a un libro. La búsqueda de lecciones dentro de uno mismo, el valor cardinal que el autor está dispuesto a conceder al personaje que lleva dentro, representan un paso más en la realización de la esfera íntima. Estamos –paciencia– ante otra revolución individualista. El autor que se convierte en narrador, que a su vez se despliega como personaje, a menudo protagonista, está lanzando, a su modo, un mensaje al mundo: “Los grandes relatos ajenos desfallecieron, perdieron interés y credibilidad: les presento uno más pequeño, próximo y auténtico: yo y lo que me rodea”. Este escritor mantiene la esperanza de que algo tan próximo como una vida corriente y pese a ello significativa –la suya, mismamente– conecte con lo que representan miles de lectores, si es que no todos, también a su vez existencias comunes. Más paciencia.

En plena fiebre narcisista, al autor le gusta pensar que, en el fondo, no está más que haciendo pequeños y reveladores descubrimientos sobre quién es, y que quizás eso resuma el primer deber de todas las criaturas. La novela explora el verdadero ser, con la esperanza de que el hallazgo permita a los lectores descubrir también quiénes son ellos. Porque, ¿acaso no somos muy parecidos unos a otros? De lo íntimo, de lo particular, a lo universal a través del desnudo literario. Toma ya.

La imagen pública del escritor ha evolucionado hasta ser considerado en algunos casos más una celebrity y menos un referente intelectual, un ejemplo ético, un sabio, destacaba hace unos años Vicente Verdú. El escritor vivo está absolutamente expuesto a los embates de la época (tiene redes sociales, quizá jefe de prensa, colabora en medios de comunicación, da conferencias, participa en mesas redondas, protagoniza retiros literarios en hoteles con encanto, imparte talleres, enseña a otros a escribir una novela), así que, como consecuencia de ello, quizás se siente especial. Capaz es. Se tiene por alguien absolutamente normal, y a la vez absolutamente único, al menos en su cabeza. Tan especial se ve que cree que su vida merece ser contada, hasta volverse no solo autor sino también personaje de sus libros, en los que se plasma una auténtica orgía de revelaciones sobre sí mismo, que a menudo cumplen la misión de martirizarnos.

*El último libro de Juan Tallón es Mil cosas (Anagrama, 2025).

"Escribe de lo que conoces”, llevan aconsejándole a los aspirantes a novelistas desde siempre. ¿Y qué se conoce mejor que uno mismo, aunque después a lo mejor vengan las sorpresas? Prima el afán de tomarse como un buen punto de partida. Si los tiempos acompañan –y no se discute que la época nada en un feroz o atroz narcisismo– se hace difícil no verte a ti mismo como una de las personas más interesantes del mundo. Ya en su Diccionario del diablo, Ambroise Bierce definía al egoísta como “persona de pésimo gusto, más interesada en sí misma que en mí”.