El fuego y el hacha

'Los sirgadores del Volga (1870-73)', de Iliá Repin, el gran clásico del realismo pictórico ruso del siglo XIX.

Marta Rebón

Una de las frases más citadas de la literatura rusa es aquella que asegura que los manuscritos no arden. En los primeros bombardeos sobre Ucrania, la tierra donde nació quien la escribió, Mijaíl Bulgákov, volví a pensar en su significado. Si algo hace que los manuscritos no ardan (es decir, que sobrevivan de las maneras más insospechadas), es la verdad que contienen, pues por esa condición siempre habrá alguien dispuesto a arriesgarse por ellos: resguardarlos de las llamas, ocultarlos, copiarlos, compartirlos, memorizarlos, microfilmarlos, traducirlos, pasarlos de contrabando, publicarlos. Quizás esto mismo, aplicado a literaturas de otros ámbitos geográficos, sonaría grandilocuente, pero, en el caso de las letras rusas, familiarizadas con la censura y la persecución, hay que recordar que gran parte del pensamiento, la filosofía e incluso la conciencia democrática sobrevive en sus obras literarias, y son además un reflejo de eso que Nabokov, por encima de todo, calificó de genio individual. La biblioteca del país eslavo —el autor de Lolita dijo que lo que tenía de cómodo es que cabía “en el ánfora de un siglo redondo”— destaca por haber sido un foro alternativo de debate. Para fundamentar su fuerza enigmática, igual de atractiva que incomprensible, desde este lado del continente a menudo se menciona el escurridizo concepto del alma rusa. Eugène-Melchior Vogüé, introductor de la novela rusa en Francia, acertó a formular una analogía entre esa abstracción colectiva de gran poder evocador y los ingredientes dispares que bullen en las sopas autóctonas: “El ruso es como la sopa que come… Hay de todo metido en ella: pescado, verduras, hierbas, cerveza, crema agria, mostaza, qué sé yo… Y así es el alma rusa; un caldero donde se fermentan ingredientes confusos: tristeza, locura, heroísmo, debilidad, misticismo y sentido práctico; ¡sacarás de ella lo que quieras, y siempre lo que menos esperabas!”. Para el diplomático francés, por esa misma razón la influencia de los rusos sería un revulsivo “para nuestro arte agotado: nos ayudaría a volar de nuevo, a redescubrir la emoción”.

El alma rusa no data de una fecha tan antigua. Asomó en la primera mitad del siglo XIX, ensalzada por su “inconmensurable riqueza” en Las almas muertas, y luego el crítico literario Visarión Belinski acuñaría la expresión en relación con esa misma novela de Gógol. Este le dio una dimensión mística —que Dostoievski desarrolló en Diario de un escritor como sinónimo de “genio del pueblo ruso”, dotado de cualidades universales, en contraposición a la occidental—; Belinski, por su parte, subrayó el componente de realidad social, que deja traslucir esa otra oposición tan propia entre poder autárquico y pueblo llano. Para mí, la mezcla de adjetivos que orbitan en torno a este concepto —desenfrenada, melancólica, impenetrable, misteriosa…— tiene que ver con una leve variación de su punto de partida, y, para explicarme, me sirvo del apartado sobre Anna Karénina de Diario de un escritor. En él, Dostoievski argumenta que la naturaleza humana es incorregible, a pesar de que, en Occidente se tenga una fe exagerada en la observancia de las leyes —“el mal y el bien han sido definidos, sopesados, sus dimensiones y sus grados han sido determinados según una indagación en alto grado científica”— como panacea de todos los males. Por eso, concluye, “en el juicio del autor ruso sobre la culpa y las transgresiones humanas queda perfectamente claro que […] ninguna abolición de la pobreza ni ninguna organización del trabajo librará a la humanidad […] de la culpabilidad y la transgresión. Todo eso se expresa en una monumental exploración del alma humana, con una profundidad y una fuerza terribles, con un realismo en la representación artística inédito hasta la fecha entre nosotros”. Para Dostoievski, Anna Karénina era una prueba de que las leyes del alma nos son desconocidas, misteriosas, deslizadizas. Por eso, al escribir, hay que soltar lastre y zambullirse hasta alcanzar el fondo, por muy oscuro que sea.

Adiós Europa

Pero he aquí que hace un mes nos sobresaltó un estruendo inesperado, como el que hace el vaso cuando se estrella contra el suelo en una habitación contigua. Esa misma palabra rusa se vació de vida en circulares gubernamentales, leyes parlamentarias, reportajes y debates televisivos, comunicados institucionales para justificar la invasión del país vecino. “Los sueños sobre catástrofes son comunes en lo que antes se llamaba mundo postsoviético; seguramente pronto aparecerán otros nombres. Y en estos últimos días y noches, los sueños se han hecho realidad, una realidad más terrible de lo que nunca creímos posible, hecha de agresión y violencia, un mal que habla en lengua rusa”, ha escrito en FT la poeta Maria Stepánova, autora del ensayo memorialístico Pamiati pamiati (En memoria de la memoria). El vaso, por supuesto, llevaba un tiempo cayendo a cámara lenta. La cuestión era saber cuándo impactaría. Me acordé de lo que, en 1964, dijo Yuri Dombrovski, cuando terminaba de escribir de La facultad de las cosas inútiles, acerca de que era imprescindible abrir las ventanas de par en par “o moriremos a causa de esta neblina tóxica”. Los manuscritos se resisten a arder sobre todo allí donde se agotó el oxígeno. La escritura es respiración. La libertad, llenar los pulmones del mismo elemento necesario para la quema. Qué oportuno recordar estos días aquel poema de Adam Zagajewski, de 1985, en el que imagina una historia contrafáctica de Rusia: “¿Y si la odesita Anna Ajmátova hubiera sido su fundadora? ¿Y si un poeta disidente como Ósip Mandelstam hubiera redactado las leyes? ¿Y si Stalin hubiera quedado relegado a comparsa de una epopeya georgiana ya olvidada? ¿Y si Rusia viviera en la palabra y no en el puño?"

Siempre nos quedará Camus (o el periodismo)

Siempre nos quedará Camus (o el periodismo)

La primera novela que traduje del ruso fue Sinceramente vuestro, Shúrik de Liudmila Ulítskaia. El Shúrik del título es un joven moscovita cuya abnegación, inoculada por la madre y la abuela, lo convierte en un Casanova soviético de mujeres desvalidas a las que consuela con fruición sexual. Luego me zambullí en los archivos literarios del KGB de la mano de Vitali Shentalinski. Y se sucedieron otros títulos en los que la descripción de la neblina tóxica y el puño hacían que efectuara mi trabajo (demasiadas veces) conteniendo la respiración. En 2014, cuando se produjo la anexión de Crimea, Ulítskaia, se despidió de Europa desde las páginas de Der Spiegel: “Ahora mi país está en guerra con la cultura, los valores del humanismo, la libertad del individuo y la idea de los derechos humanos… Mi país está enfermo de ignorancia agresiva, de nacionalismo y de megalomanía imperial… La cultura en Rusia ha sufrido una dura derrota, y los artistas y escritores no podemos alterar el rumbo político suicida de nuestra nación. Adiós, Europa: me temo que nunca formaremos parte de la familia europea de naciones…”. Al escribir estas líneas se sabe ya de varios escritores rusos que han dejado atrás su país por el nivel de hostigamiento y la criminalización de la libertad de expresión. 

Los manuscritos no arden, pues, por el vigor de la palabra rusa, aunque se sustente en un material tan combustible como el papel. Gógol lo expresó así: “no hay palabra tan intrépida y vivaz, que estalla del mismísimo corazón, que hierva y palpite con tanta vitalidad como una palabra rusa bien dicha”. La sentencia de Bulgákov me conduce por último a Yásnaia Poliana y hasta un escritorio capital de la literatura rusa: el de Lev Tolstói. O, mejor dicho, en plural: escritorios, porque el despacho principal compartió esa función con otras cuatro estancias de la hacienda. La sala bajo las bóvedas, que en otro tiempo sirvió de bodega, fue el escritorio que utilizó al principio de su matrimonio, y luego de 1887 a 1902. Después, según el libro, se mudaba de un lugar a otro, pero siempre llevando consigo la vieja mesa persa de su padre, en madera de nogal, cubierta con un viejo tapiz verde. Allí escribió los primeros capítulos de Guerra y pazResurrección o Hadjí Murat. Luego, en la habitación de invitados, de 1873 a 1877, hizo lo propio con Anna Karénina. Y ante él, regalo de un campesino, una inscripción tallada en un tintero de madera: chto napisano perom, togó ne vyrubish toporom, “lo que está escrito con pluma no lo destrozará el hacha”. 

Marta Rebón (Barcelona, 1976) es escritora y eslavista. Conocida por sus numerosas traducciones al español de los grandes autores rusos (Vassili Grossman, Gógol, Tolstói, Nina Berbérova, Chéjov, Bulgákov).

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