Todo comenzó una luminosa y cálida tarde del primer día de julio en la Ciudad de México, el taxi recorría las calles ataviadas de la belleza de una veintena de enormes árboles de jacaranda, las copas espumeantes de color violeta y las aceras decoradas como alfombra infinita de pequeñas flores aterciopeladas recibían el paso de caminantes abstraídos por el estrés cotidiano, mientras yo pensaba en la caótica hermosura y vitalidad de esa ciudad en que nací y pasé mis primeros veinte años de vida. Miré el reloj, mamá me esperaba en casa ansiosa de que le explicara los detalles de nuestro plan secreto. Ya habían pasado dos semanas desde que salió del hospital y, a pesar del pesimismo de los médicos, ella estaba sonriente e ilusionada porque nada más que la muerte podría detener su búsqueda de la felicidad y yo estaba de acuerdo con ella. Habríamos de vivir un verano inolvidable.
Sentadas en la que fue la habitación de mi adolescencia, como dos chicas ilusionadas por un viaje épico, revisábamos los documentos de la agencia de viajes. Sobre la cama, mi madre había colocado el libro de un mapa de Europa, en él señalaba cada paso que habríamos de seguir durante veinte días por España, Portugal y Francia. Sus ojos irradiaban una luz que tres semanas antes parecía malograrse en una fría cama de hospital; ahora mamá sonreía y pedía que me asegurara de que el plan fuese a la perfección, no había razones para que fallase, excepto la miedosa rabia de papá, indignado por la locura que habíamos fraguado en lo que él consideraba las peores condiciones del mundo para un viaje entre madre e hija. La decisión estaba tomada y no había poder humano para detenernos. Ella tenía 65 años, yo 38 y sería la primera vez que viajaríamos juntas al continente en que nació. Había decidido usar mis ahorros para que fuese el viaje más cómodo y relajado de nuestra vida.
Una vez sentadas en el avión con destino a Madrid, la sobrecargo nos ofreció champagne y mamá dijo que por supuesto, que debía comenzar la celebración de la vida. No dormimos más que un par de horas en las once que duró el viaje, ella revivía su infancia y adolescencia con la capacidad narrativa propia de toda buena novelista frustrada convertida en psicóloga excepcional.
En algún momento en que fue al baño, mientras miraba el océano desde la ventana del avión, pensé en lo poco que conocemos sobre la niñez de nuestras madres, porque de alguna injusta manera la mujer llena de sueños y vida propia desaparece ante nuestros ojos para convertirse solamente en la materna, que cuida y nutre día y noche. Casi siempre lo que sabemos de su distante infancia y juventud son un puñado de anécdotas repetidas en reuniones familiares, que terminan perdiendo importancia, y luego los hitos obvios de su vida, en el caso de la mía fue su nacimiento en Lyon, Francia, en 1936, su salida hacia el exilio llevada por sus padres portugueses hacia México en plena Segunda Guerra Mundial, rodeada de amigos españoles perseguidos luego del golpe de Estado franquista que rebautizaron como Guerra Civil. Y claro, su casamiento con ese mexicano que es mi padre. Mamá recordaba todo su viaje infantil en barco, a las amistades de mi abuela y a quienes conocieron en el atiborrado navío que cruzó desde una desquiciada y violenta Europa hasta la paz de México. Años después pudo volver y estudiar en Portugal. Su adolescencia es una historia de amor frustrada y una amistad para toda la vida con una chica llamada Nina. Entendí antes de bajar del avión que mamá añoraba volver a ser la mujer de antes, la joven que no era esposa ni madre, recuperar el alma de la niña que jugaba fútbol con sus amigas en 1940, la que escribía poesía y cuentos, la que quería ser bailarina de ballet, y lo fue por un tiempo. Íbamos en busca de la mujer libre llamada Paulette Ribeiro.
El taxi nos dejó en la Puerta del Sol, en Madrid, desveladas y felices nos hospedamos en el hotel, dormimos toda la mañana y al salir, la esquina de la plaza estaba tomada por una manifestación, veladoras encendidas y retratos de un joven concejal que cumplía ese 12 de julio tres años de haber sido asesinado por la banda ETA. Ella decidió que comprásemos el diario El País para entender lo que sucedía y luego fuimos a por una veladora que encendió mientras hacía una silenciosa oración contra la violencia armada que aprendió a entender desde la niñez. Yo, con mi Nikon analógica colgada del cuello, comencé a documentar lo que se convirtió en el último viaje de mamá.
Me llevó por las callejuelas de Madrid que recordaba de su juventud, en el barrio de Las Letras me contó de sus libros favoritos, bebimos un vermut con gildas, comimos jamón de bellota y tomamos vino tinto, todo lo que el médico le había prohibido. Conforme pasaron los días ella revivía, comenzó a verse más sana y fuerte, estaba revitalizada y feliz. En el Museo del Prado las exposiciones eran secundarias, su viaje emocional transitaba por aquella primera vez que caminó el museo al lado de mi abuela, una mujer memoriosa, historiadora autodidacta. Recordaba cómo iban vestidas, la manera en que su madre narraba las vidas de los pintores, los momentos en que algunos cuadros fueron pintados, todo estaba teñido por el amor y el asombro compartido. En El Retiro se comió un helado mirando las barcas mientras ambas estábamos tumbadas en el césped contemplando a una pareja que se besaba; entonces mamá dijo que le encantaría ser besada con esa pasión de la primera vez, cuando los labios tiemblan, la entraña descubre el deslumbramiento del deseo, la sangre se ilumina como si hubieses renacido.
En Barcelona fuimos a un restaurante en que había comido la mejor fideuà de su juventud, pidió una escudella i carn d´olla pero no tenían porque era verano. Todo estaba planeado para llegar al monasterio de Montserrat a escuchar al coro de niños que nos conmovió hasta las lágrimas y después fotografié a mamá poniendo una veladora en el santuario, pero antes ella pagó a un dibujante de las Ramblas para que hiciese mi retrato a lápiz que aún conservo. Ya en la cena le pregunté de dónde había salido esa nueva intensidad religiosa que yo desconocía, respondió que cuando la gente sufre tanto dolor físico y sabe que la muerte es inminente busca algo en qué creer para que sus hijas e hijos estén bien después de su partida, que saber que tus seres amados serán felices sin ti es otra manera de permanecer viva en ellos. Entonces no pude evitar adivinar que esa veladora roja que había encendido era por su salud, me equivoqué, dijo que era para que yo me volviese a enamorar algún día. Así que, si sucede, le dije riendo, se la deberé a la virgen de Montserrat, pensé en la ironía como buena agnóstica que soy.
En Oporto, Nina, su mejor amiga, la esperaba a la puerta de la casa en la que vive y pasó toda su infancia; después de un aperitivo, ellas salieron tomadas de la mano como cuando eran adolescentes, las seguí capturando imágenes de su risa e incesante conversación, llegaron a la casa donde tomaban clases de piano y luego al lugar en que estaba la escuela de su juventud. Esa noche Nina le organizó una fiesta a la que asistieron sus amistades de entonces. Mamá parecía haber sanado del todo, me había pedido que la llevase a comprar un moderno traje azul y blanco con zapatos nuevos. Ya en la fiesta descubrí a una mujer que no era mi madre, sino la chica libre y aventurera que fue antes de casarse, de que mis hermanas y yo existiéramos. En la fiesta me contó con lujo de detalles cómo se había enamorado perdidamente de un poeta con el que pensó en casarse y que, además, era hermano de Nina. La historia dio un vuelco porque mamá volvió a México a ver a mis abuelos, conoció a mi padre y el amor a primera vista hizo que abandonara al poeta que murió muy joven sin volver a verla. Bailando, me relató un secreto: cuando tenía 17 años y estuvo por última vez en esa casa con el poeta, iba vestida de azul, bailó con él y le dio el beso más dulce de su vida.
Unos días después caminamos con Abilio, el tío de mi madre, por las orillas del mar en Matosinhos, mamá pidió unas sardinas asadas, un arroz caldoso de mariscos con un vaso de vino verde y brindamos por sus padres. Más tarde bailamos en casa de los tíos y sus amigos, cenamos los platillos portugueses preferidos de mamá y no podíamos dormir por miedo a una indigestión, así que la pasamos metidas en la cama varadas como ballenas barrigonas, hablando de sexo, amor y pasiones inconmensurables. Ese día tuve la inmensa fortuna de reconocer como amiga a la mujer multifacética e idealista que, entre otras cosas, me había parido.
El último paseo después de un clásico tour por París sucedió en Rhône, en la villa de Lyon, frente al hospital en que mi madre nació; derramó entonces por primera vez algunas lágrimas de añoranza, lloré abrazándola con la extraña sensación de que ahora era yo la que acunaba a esa pequeña niña recién nacida. Ella traía consigo unas fotografías en blanco y negro que aun conservo en las que estaba con sus amigas a punto de jugar fútbol como su padre (que era centro delantero en el Oporto) y otra imagen en que está llegando a Portugal para su último encuentro con el poeta. Mirando ambas fotos me aseguró que fue una niña, una joven feliz y bienamada.
Buscamos entonces la casa de su bisabuela, una francesa que casó con un portugués apasionando que le cantaba fados. La casa ya no estaba, una vecina de noventa y cinco años dijo que en algún bombardeo de la guerra desapareció aquel barrio. Yo le pregunté a mamá qué se siente al crecer en un continente en guerra, sentir que el mundo está a punto de desaparecer. Ella respondió que su madre y su padre, de izquierdas como sus amigos, le decían que el mundo solo se acaba cuando la gente buena se rinde, así que cuando era niña siempre creyó que vencerían a Hitler, a Franco y a Salazar y que Europa volvería a ser libre y a estar en paz, como estaba México.
Mamá decidió que, antes de volver a casa a comer asépticamente como una enferma terminal, quería disfrutar en los bouchons de Lyon. Pidió quenelle de pescado, untó sin parar pan campesino con queso cervelle de canut, se comió una andouillet de cerdo acompañada de un Beaujolais barato que en México sería impagable. Nos reímos de tonterías, le conté anécdotas de mi vida sexual y laboral, le dije cuánto la amaba y lo agradecida que estaba de cómo me educó para ser libre, gozadora y fuerte. Se hizo amiga de un camarero de nombre André, que estuvo a nada de sentarse a la mesa a beber con nosotras. En algún momento temí por su salud, en ese viaje que se acercaba a su fin; mamá había roto absolutamente todas las reglas impuestas por sus médicos, quienes ya la habían desahuciado hacía más de tres años, pero la terquedad de Paulette para gozar la vida era de tal calibre que puso a prueba toda evidencia científica. Cuando compartí mi preocupación con ella me respondió, sonriendo, que no me tomase tan en serio esa absurda sensación de que tenemos control sobre la vida o la muerte, que no pensaba morir lejos de sus hijas, hijos, nietas o de mi padre, y que, si así fuese, pues la muerte llega cuando es tiempo y si tienes la fortuna de morir feliz, ese es el obsequio más grande de la vida. Así que le pidió a André que le trajese su postre favorito: una tarta de praliné que acompañamos con un café y el chupito de licor de yerbas que a mí me supo tan asquerosamente mal que me fue imposible beberlo y mamá aseguró que era lo mejor para la digestión, así que se lo empinó como si fuese la mismísima cura contra el cáncer.
De vuelta en Madrid, antes de ir al aeropuerto, quiso caminar por Ópera, nos tomamos una sangría fresquecita en el Café de Oriente mientras gozábamos de un día soleado en la terraza rodeada de la espectacular belleza del Teatro Real y sus deslumbrantes jardines. Una pareja española de unos cincuenta años en la mesa de al lado se quejaba sin parar del calor, de lo atiborrado del metro, de su vida, de sus hijos, mientras les servían un arroz negro acompañado de un delicioso Rioja. Mamá de pronto se puso de pie, se les acercó y les dijo, sonriente, que les proponía un juego de imaginación: si este fuese el último verano de sus vidas, cuáles serían los detalles más bellos que recordarían. Se dio la media vuelta y volvió a sentarse. Sentí por ella un amor desmedido, una admiración estremecedora, estaba frente a una mujer comprometida y realista, que supo arrancarle felicidad a toda su vida, incluso en las peores circunstancias.
Siete meses después de ese viaje mi madre murió en mis brazos en la casa de la Ciudad de México, acompañada de mis hermanas y hermanos, con mi padre asustado encerrado en su habitación incapaz de aceptar la realidad. Escribo este texto desde el exilio, en la calle Moratín del barrio de las Letras de Madrid, a punto de ir a la Feria del Libro. No puedo dejar de sonreír, mi madre vive en mí, tal vez por eso cada verano es una celebración del amor, del gozo de la vida, una historia para ser recordada.
*Lydia Cacho es periodista, actualmente exiliada en España, y autora del libro ‘Cartas de amor y rebeldía’ (Debate, 2022).
Todo comenzó una luminosa y cálida tarde del primer día de julio en la Ciudad de México, el taxi recorría las calles ataviadas de la belleza de una veintena de enormes árboles de jacaranda, las copas espumeantes de color violeta y las aceras decoradas como alfombra infinita de pequeñas flores aterciopeladas recibían el paso de caminantes abstraídos por el estrés cotidiano, mientras yo pensaba en la caótica hermosura y vitalidad de esa ciudad en que nací y pasé mis primeros veinte años de vida. Miré el reloj, mamá me esperaba en casa ansiosa de que le explicara los detalles de nuestro plan secreto. Ya habían pasado dos semanas desde que salió del hospital y, a pesar del pesimismo de los médicos, ella estaba sonriente e ilusionada porque nada más que la muerte podría detener su búsqueda de la felicidad y yo estaba de acuerdo con ella. Habríamos de vivir un verano inolvidable.