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Volver a una manera de vivir

“Ser de aquí, y eso sí que es una sorpresa, es por fin algo más que un inconveniente”, escribe la autora sobre su nueva vida de regreso a Zamora.

Este verano cumplo tres años de vuelta en Zamora y todavía la gente me pregunta si estoy aquí. Me los encuentro en el supermercado, en el médico, en la puerta del colegio de mi hijo, y dicen siempre:

—¿Qué estás, de visita?

—A ver a tus padres unos días, ¡estarán contentos!

—¿Qué sigues, para Barcelona?

—Ahora estabas en Colombia o por ahí, ¿no?

—Ay, ¡con lo lejos que estás!

—Pero aquí no estás, ¿no? Aquí no, hombre, aquí no, cómo vas a estar aquí.

Acabo de subir en el ascensor con una vecina a la que ya le dije hace dos navidades que estoy de vuelta, que vivo como siempre dos pisos por encima de ella, que teletrabajo. Creo que hoy por fin lo ha interiorizado y quizás este diciembre nuestra conversación se resuelva con un ¡felices fiestas! La verdad, lo deseo. —De vuelta… que estás aquí… pues hija, ¡qué tranquilidad! Y la he subido, sin querer, al cuarto, porque tengo tantas conversaciones como esta que se me activa el piloto automático.

Ella venía con maleta, de ver a la hija en A Coruña. Eso es lo normal en Zamora: tener una hija que por lo menos esté en A Coruña, en Madrid, no aquí. En los lugares como Zamora nunca ha habido mucha gente, pero antes había por lo menos un poco de cada. Ahora hay muchos mayores, se ven grupos de adolescentes y todavía hay niños que te hacen pensar quiénes serán sus padres porque personas de entre 25 y 45 años cuesta ver. Debería ser más comprensiva con quienes piensan que no estoy aunque me vean. Mi presencia es un fallo estadístico.

Un tiempo estuve muy triste en Estados Unidos. La gente pensó que era por un chico, diagnóstico clásico. Yo estaba pasando un duelo mucho más grave: el duelo anticipado de una manera de vivir que no veía cómo recuperar. Trabajaba en el National Press Building, iba al State Department, vivía en un edificio altísimo de Arlington, Virginia. Habitaba un sueño lleno de espacios fríos. Cuanto más se cumplía, más bajaba la temperatura. Pero quién renuncia a un sueño que no estaba prescrito en la genealogía.

Aparentemente, yo. Y con reincidencia. Por eso alguna gente no me pregunta si estoy en Zamora, sino si todavía sigo aquí. Piensan, me lo dicen, que alguien que fue corresponsal en Washington o press officer en la OEA no puede quedarse mucho en una ciudad minúscula que no tiene ni universidad propia. Pero alguien que fue capaz de dejar una corresponsalía en Washington y un trabajo volando de elección en elección por América es exactamente una persona que puede residir quizás el resto de sus días en una ciudad como Zamora.

Los rigores de Estados Unidos se pueden tolerar si te importan muchísimo el éxito y el dinero. A mí no me disgustan ni el éxito ni el dinero, pero no necesito quedarme a vivir en ellos. Cuando cumplí 25 años, un amigo que lo ha visto todo me escribió un texto donde decía que parezco desconocer la existencia de los ascensores. Que lo que me gusta no es el final de la escalera sino subirla. Y buscar nuevas escaleras incansablemente. Quizás volver a Zamora sea un nuevo peldaño de ese empeño y no el descansillo que puede parecer.

Me gustaría haber sido periodista en otro tiempo. Cuando ser corresponsal no incluía hacer noticias de tuits que puede ver cualquier persona desde cualquier sofá del mundo. Recuerdo el apuro con los tuits nocturnos y madrugadores de Donald Trump como la señal definitiva de que estar allí ya no merecía la pena. Un corresponsal sin el valor del estar allí puede irse perfectamente por donde ha venido. Los dos primeros años de vuelta en España escribí sobre Estados Unidos para un gran medio estadounidense desde una casa en medio de un campo de cereal.

Pero a mí me gusta traducir mundos. Contarle a alguien que Salamanca, coma, tiene la mayor cabaña de vacuno de España. Que en Salamanca, coma, la prevalencia de la tuberculosis bovina sube a pesar de los estrictos controles. Explicar que el intento de un tropel de ganaderos de entrar por la fuerza en una sede de la Junta no ha ocurrido en Salamanca por azar. Por eso en septiembre dejé la silla y los dólares (aquí cabe un suspiro) y empecé a convertirme por la fuerza de los hechos en corresponsal de esta España vacía, sobre todo olvidada, en la que crecí.

Los protagonistas de este rincón del mundo no suelen hacer tuits. Hay que encontrarlos, convencerlos, ir a sus fincas, a sus casas de piedra, saltar cancillas, dejarse invitar a una ronda en el bar. Leer, buscar, ir, ver, escuchar, hablar y escribir. Hacer periodismo artesanal, viejo periodismo, el periodismo por el que nos metimos en esto. Estar aquí tiene valor. Ser de aquí, y eso sí que es una sorpresa, es por fin algo más que un inconveniente. Algunos lectores me escriben para agradecer la aproximación al mundo rural “sin prejuicios”, la “sensibilidad” para contar lo que apenas se cuenta. Es lo mínimo que puede hacer una hija, nieta y bisnieta de trabajadores del campo que no sabe ni arrancar un tractor.

¿Qué era tan terrible de vivir en Estados Unidos? Pagar por todo. Pagar todo el tiempo, aunque no me faltara el dinero. Allí lo que me afligía era su presencia constante. Para quedar con gente, dinero. Para tomar un café o una copa, ridículo dinero. Para ir a urgencias, cruel e injusto dinero. El dinero es su forma de vida. Es el qué y el cómo y el por qué y el quién y el cuándo. Se necesita mucho dinero para vivir en Estados Unidos y el mucho dinero, como dice siempre José Mujica, lo pagas con el tiempo de tu vida. Yo entregué seis años allí y doce en total lejos de casa.

También fueron años increíbles, pero no pasaron sólo para mí. Cuando más envejeció mi padre fue a los cincuenta años: la primera vez que lo dejé de ver seis meses. Entonces entendí el precio, la realidad. Irse significa también no estar aquí. Tengo un primo hermano de 13 años que me da la medida: mi ausencia ha sido del tamaño de un adolescente. Ahora que tengo un hijo empiezo a entender lo generosos que han sido mis padres: nunca me dijeron vete, pero tampoco vuelve. Jamás me han preguntado si me voy a quedar.

Nunca pensé que volver a Zamora era una posibilidad. Llegué a ver imposible regresar a España, a esta manera de vivir que tanto echaba de menos, porque creía que eso sólo pasaba por Madrid. Y Madrid ya se parece mucho a lo peor de Estados Unidos sin nada de lo mejor: pagar por todo, pero sin los sueldos ni las oportunidades ni los estímulos de allí. ¡Menudo negocio! La verdad es que si esperas una razón material para volver a España es probable que no vuelvas nunca. Estoy convencida de que España es el mejor país para vivir, pero también de que es uno bastante pésimo para trabajar.

Las dos veces que intenté irme de Estados Unidos acabé más lejos: en Buenos Aires, en La Paz, en Guyana, en Quito, en Guatemala. Técnicamente nunca volví a España, me repatriaron. El 11 de junio de 2020 en el vuelo WAL529 de Titan Airways, un chárter británico que iba recogiendo jubilados y yoguis pudientes por Centroamérica cuando el covid parecía para siempre. Los días previos a la llamada del consulado español en Guatemala estábamos hablando con alguien que nos iba a cruzar por carretera la frontera hasta Tapachula, México. Ese asiento en ese avión se parecía bastante a un milagro.

Estaba embarazada de tres meses en un país con todos los hospitales colapsados. Un país donde también hay que pagar muchísimo por todo y sólo muy pocos pueden hacerlo. Un país que, como Estados Unidos, echo de menos constantemente, pero donde sé que nuestra manera de vivir es impracticable. Nuestra manera de vivir es sencilla y lo sencillo es cada vez más raro. El capitalismo va de generar necesidades y hacerte pagar –con tiempo y con dinero– por ellas.

La Arcadia no existe

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En Zamora lo puedo burlar. Camino a todas partes, me encuentro con personas a diario sin necesidad de consumir; ayudo y me ayudan sin transacciones. No siento tanta necesidad de viajar para cambiar de escenario: no pasan dos semanas sin que vayamos a esa finca de cereal que nos cobijó durante la pandemia. El pueblo es el exponente más puro de la manera de vivir española que tantísimo eché de menos. Mesas compartidas, sobremesas eternas, noches al fresco sin más intercambio que la palabra.

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Cristina García Casado (Zamora, 1987) es periodista y escritora, fue corresponsal en Washington, Argentina y Guatemala, actualmente escribe desde su provincia natal.

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