Cómo no ser esclavo del sistema

'Cómo no ser un esclavo del sistema'

Alexandre Lacroix

El próximo 6 de septiembre llega a las librerías españolas Cómo no ser un esclavo del sistema (Arpa Editores), un ensayo de filosofía práctica sobre el sueño de muchos de nosotros: darle un sentido profundo a nuestra vida en comunidad; hallar un término medio entre la adhesión al sistema y la huída del sistema.

El autor, director editorial de la revista Philosophie y profesor de la prestigiosa universidad SciencesPo Paris, sugiere desentenderse del utilitarismo dominante (por agotador y alienante) y definir un ideal no negociable que oriente nuestras acciones para recuperar las riendas de nuestra existencia. Pocos días después de su publicación, Lacroix visitará Barcelona para participar el 18 de septiembre en el acto de apertura de L'Escola Europea d'Humanitats, en el CaixaForum Macaya.

A continuación infoLibre publica un adelanto de este ensayo.

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Antes, la lucha política solía significar el compromiso con los derechos, el reconocimiento y la mejora del grupo propio o elegido, ya fuera el proletariado, una minoría étnica, una identidad de género o incluso una corporación. Aunque estas formas clásicas de lucha no han desaparecido, la modernidad conectada ha creado un nuevo frente, ahora interno y, por tanto, menos visible. Que un conflicto de naturaleza política se produzca en el interior de la mayoría de nosotros, que su apuesta no sea sino el control de nuestra subjetividad, implica un riesgo y una oportunidad.

En caso de derrota, nos arriesgamos a abdicar de lo que somos, de lo que apreciamos. Después de tal capitulación, nuestra vida psíquica solo existe en cuanto que una prolongación de la red, nuestras conexiones neuronales se convierten en su apéndice natural, por así decirlo; ya no tenemos emociones ni pensamientos más que en función de la red, de los estímulos eléctricos que nos transmite. Nuestras sonrisas serán mercantilistas y estarán destinadas a ganarnos los favores de futuros clientes; nuestras satisfacciones se basarán únicamente en éxitos menores, cuyas ondas registraremos como una célula vibrátil; nuestra disponibilidad mental estará acaparada por la resolución de problemas socioprofesionales.

Cuando se ha perdido toda subjetivación, cuando se han limado las últimas asperezas de nuestra personalidad, cuando llevamos tanto tiempo con la sonrisa social que todo el mundo ha olvidado nuestro verdadero rostro, no somos más que una extensión del sistema de producción-consumo, y el término 'civilización poshumana' quizá no sea exagerado, a pesar de sus connotaciones de ciencia-ficción.

Además, cuando viajamos en el metro de una capital o deambulamos por un distrito financiero, surgen las dudas: ¿acaso el capitalismo globalizado no engendra zombis por legiones? ¿Acaso no son estos innumerables ojos vidriosos los que embeben los cristales líquidos de las pantallas? Los dispositivos que invaden nuestra vida cotidiana —desde la báscula con la que nos pesamos por la mañana hasta las pulseras inteligentes que llevamos por la noche para medir la duración y la calidad del sueño— están empujando en esta dirección, la de la interconexión. 

Nos maravillamos ante los avances de la inteligencia artificial, ante el hecho de que las máquinas asuman retos que antes solo podía afrontar el pensamiento humano, sin ver del todo que el proceso asociado a estos avances es la mecanización de los humanos, y que asistimos no tanto al adelantamiento de la tecnología a la humanidad como a su convergencia.

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Esa es la parte mala. Pero la interiorización de los grandes retos políticos de nuestra modernidad presenta también una ventaja extraordinaria: si el partido se juega en nuestro interior, nos queda algo de control. Nuestras elecciones, nuestras acciones, nuestros hábitos, la disposición que intentamos mantener, no carecen de eficacia.

Tomemos el caso de la política clásica, a la antigua: una fábrica se pone en huelga, el personal sanitario sale a la calle, pero el progreso de su causa se les escapa, depende de su determinación, pero también y sobre todo de la actitud de la parte contraria, la patronal, el Gobierno; la negociación es difícil e incierta. Participar en una manifestación es esperar que los números porten nuestras reivindicaciones, es embriagarse con la presencia de una multitud que comparte nuestras esperanzas, pero también es sentirse impotente, desagradablemente ligero, diluido en un proceso colectivo de resultado imprevisible. 

No hay nada equivalente a esto en la política interior (no es un juego de palabras): aunque no seamos dueños en nuestra propia casa, aunque parte de nuestra vida psíquica se nos escape, podemos ejercer nuestra lucidez y defender nuestra autonomía, podemos impedir que el dominante asfixie al dominado y que el optimizador racional estrangule al flâneur desinteresado.

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