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'El rastreador'

Detalle de la portada de 'El rastreador'

Baptiste Morizot

Cada vez somos más los que deseamos establecer otra manera de vivir con los animales, los que soñamos con retomar viejas relaciones, con recuperar el auténtico contacto que un día tuvimos. Pero ¿cómo reaprender a convivir con otros seres que en su mayoría nos resultan por completo extraños? Rastreándolos. ¿Rastreándolos? Sí, porque rastrear es el arte de aprender sobre el modo en que habitan los otros seres vivos. Rastrear es reencontrar un mundo pleno y hospitalario, donde sentirse «en casa» no nos convierte en pequeños y avaros propietarios, dueños de la naturaleza, sino en cohabitantes maravillados. Rastrear es transformarse, metamorfosear el propio yo y activar en uno mismo las capacidades de un cuerpo distinto.

Y esto es lo que hace (y lo que nos enseña a hacer) con maestría incomparable Baptiste Morizot. De los bosques de Yellowstone —donde convive en armonía con osos que apenas unas semanas antes han matado y devorado a un médico de urgencias— a las cumbres de Kirguizistán —donde persigue incansable la pista de una pantera de las nieves— o a las estepas del Haut-Var —donde descubre entre los lobos comportamientos nunca antes conocidos—, Morizot nos invita a acompañarle en sus viajes y a seguir los pasos de estos seres extraordinarios que son, al fin y al cabo, nuestros parientes.

infoLibre publica un adelanto del nuevo libro del filósofo, profesor y escritor francés, El rastreador, editado por Errata Naturae, que llegará a las librerías el 4 de septiembre.

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- ¿Adónde vamos mañana?

- A pasear por la naturaleza.

Para nuestro grupo de amigos, la respuesta fue, durante mucho tiempo, evidente, sin riesgo ni problema alguno, incuestionable. Y luego llegó el antropólogo Philippe Descola, con su libro Par-delà nature et culture, y nos enseñó que «naturaleza» era un extraño concepto de los occidentales, un fetiche de esta civilización que, precisamente, mantiene una relación problemática, conflictiva y destructiva con respecto al mundo vivo que denomina «naturaleza».

De este modo, para organizar nuestras salidas ya no cabía decir: «Mañana nos vamos a pasear por la naturaleza». Nos habíamos quedado sin palabras, mudos, incapaces de formular las cosas más sencillas. La trivial cuestión de preguntar «¿qué hacemos mañana?» se convirtió en un tartamudeo filosófico: ¿qué expresión utilizar para referirnos a una forma distinta de salir afuera? ¿Cómo explicar adónde vamos esos días en que salimos con amigos, con la familia o solos, «a la naturaleza»?

El término «naturaleza» no es en absoluto inocente: es el distintivo de una civilización que se ha dedicado a explotar territorios vivos de forma masiva, como si fueran materia inerte, y a sacralizar pequeños espacios destinados al ocio, al deporte o al retiro espiritual (actitudes todas ellas, con respecto al mundo de los seres vivos, más pobres de lo deseable). El naturalismo, según Descola, es nuestra concepción del entorno: la cosmología occidental que postula que, por un lado, están los humanos, que viven en una sociedad cerrada, frente a, por otro lado, una naturaleza objetiva compuesta de materia que funciona como un decorado pasivo para las actividades humanas. Esta cosmología asume como evidencia que la naturaleza «existe»; es todo aquello que hay ahí fuera, ese lugar que explotamos o que recorremos en nuestras excursiones, pero no el espacio donde vivimos, eso seguro; porque, precisamente, sólo aparece «ahí fuera» en contraposición al mundo humano «de dentro».

Con Descola, nos damos cuenta de que hablar de naturaleza, utilizar la palabra y activar el fetiche, es ya una extraña forma de violencia contra esos territorios vivos que constituyen nuestra subsistencia, contra esos miles de modos de vida que habitan la Tierra con nosotros, y a quienes sería deseable hacer hueco no como meros recursos, como alimañas, como seres indiferentes o como bonitos ejemplares que escudriñar con los prismáticos. No es banal que Descola se refiera al naturalismo como la cosmología «menos amable». No obstante, a la larga resulta agotador, tanto para un individuo como para una civilización, vivir en esa cosmología menos amable.

En su libro Histoire des coureurs de bois, Gilles Havard explica que el pueblo amerindio de los algonquinos mantiene espontáneamente «relaciones sociales con el bosque». Es una idea extraña para nosotros y, sin embargo, por ahí es por donde pretende ir este libro: se trata de seguir esa pista. Con algún desvío, mediante relatos de rastreo filosóficos o de prácticas que nos sitúen en otras disposiciones con respecto al mundo vivo, la intención es avanzar en ese camino. ¿Por qué no intentar construir una cosmología más amable entretejiendo prácticas, sensibilidad e ideas (pues estas últimas, por sí solas, no cambian la vida con tanta facilidad)?

Pero, antes de coger la brújula y echar a andar, habría que encontrar una palabra para decir «adónde vamos mañana», dónde vamos a vivir, en definitiva, para todos los que quieran mudarse fuera de las ciudades. Esta pregunta lleva varios años asentada entre los amigos que compartimos la afición de la «naturaleza». Ya no resultaba posible decir: «Vamos a la naturaleza». Había que encontrar palabras que rompieran con las costumbres del lenguaje, palabras que hicieran estallar, desde el interior, las costuras de nuestra cosmología, esa que erige los entornos donantes en reservas de recursos o lugares de vuelta a los orígenes, y que coloca a distancia, ahí fuera, esos territorios vivos que, en realidad, están bajo nuestros pies y nos sustentan.

El primer hallazgo para referirnos a nuestros planes, para decir con otras palabras «adónde vamos mañana», fue «salir». Mañana salimos. «Comer y dormir con la tierra», como escribe Walt Whitman. Era una solución provisional, pero, al menos, ya habíamos descartado la vieja costumbre, aunque la insatisfacción con respecto a la nueva expresión nos empujaba a buscar otras.

Después, la expresión que se impuso entre nuestro grupo de amigos, debido a lo raro de nuestras prácticas, fue: «Al matorral». Mañana vamos al matorral. Allí donde, precisamente, no hay caminos señalizados. Allí donde, cuando los hay, no fuerzan nuestros desplazamientos. Porque nosotros lo que hacemos es rastrear (somos rastreadores dominicales). Por lo tanto, recorremos, en los sotobosques, desde sendas de jabalís a caminos de corzos: los pasos humanos no nos interesan, salvo cuando despiertan el deseo geopolítico de los carnívoros de marcar su territorio (zorros, lobos, linces, martas…). A ellos, como a muchos otros animales, les encantan, pues sus marcas, esos blasones y banderas, son más visibles en ellos.

Aquí rastrear consiste en descifrar e interpretar pistas y huellas para reconstruir perspectivas animales: indagar sobre este mundo de indicios que revelan las costumbres de la fauna, su manera de habitar entre nosotros, entrelazada con los demás. A nuestra mirada, hecha a perspectivas ilimitadas, a horizontes despejados, le cuesta al principio habituarse a este deslizamiento de terreno en el paisaje: de hallarse delante de nosotros ha pasado a encontrarse bajo nuestros pies. El suelo es el nuevo panorama, rico en señales, el lugar que llama ahora nuestra atención. Rastrear, en este nuevo sentido, es también indagar sobre el arte de habitar de los otros seres vivos, la sociedad de las plantas, la microfauna cosmopolita que conforma la vida de los suelos, y sobre sus relaciones entre sí y con nosotros: sus conflictos y alianzas con los usos humanos de los territorios. Centrar la atención no sobre los seres, sino sobre las relaciones.

Salir al matorral no es salir a la naturaleza: es marcarse como objetivo, en el paisaje, no la cumbre por la victoria, no la panorámica por la vista, sino la cresta que incita al lobo a pasar, el río donde sin duda encontraremos el rastro del ciervo, el abetal donde encontraremos los zarpazos del lince en un tronco, el campo de arándanos donde encontraremos al oso, la cornisa rocosa donde los excrementos del águila delatan la presencia de su nido…

Antes incluso de salir, intentamos localizar en los mapas y en internet la pista forestal por la que el lince alcanza esos dos macizos que le atraen, el acantilado en el que anidan los halcones peregrinos, la ruta de montaña que comparten humanos y lobos en distintos momentos del día o de la noche.

No buscamos los caminos ni las balizas de las rutas senderistas que terminamos cruzando por casualidad, extrañados de que existan, sin entender ya del todo sus señales. Nos volvemos lentos, dejamos de devorar los kilómetros, nos movemos en círculos para dar con los rastros, a veces incluso tardamos una hora en recorrer doscientos metros, como cuando en Ontario estuvimos siguiendo las huellas de un alce que deambulaba por un río: una hora de rastreo en la que perdimos y hallamos la pista, especulamos sobre dónde estarían las siguientes huellas, y acabamos otra vez en el punto de partida, junto al abetal en el que, probablemente, estaría echándose una siesta de nictálope, a juzgar por los excrementos recién depositados. Nosotros vamos «al matorral», y eso es ya una forma distinta de hablar y de actuar.

No se trata, por supuesto, de imponerle a todo el mundo un término para sustituir el de «naturaleza», sino más bien de construir, sólo entre nosotros, alternativas, múltiples y complementarias, para nombrar y poner en práctica de un modo distinto nuestras relaciones más cotidianas con los seres vivos.

La tercera expresión para inventar una alternativa a «la naturaleza» se me presentó una mañana mientras leía un poema, y encierra un poderoso encanto. Es la siguiente: «Al aire libre». Mañana pasamos el día al aire libre. Lo que me fascina en esta ocasión es que las restricciones de la gramática nos obligan, de forma poética, a oír algo distinto de lo que se enuncia. Nos obligan a oír el elemento más opuesto al aire y, a la vez, el más complementario: la «tierra», que se impone incluso aunque no haya, en ninguna parte, una t que la invoque, como si fuera el vigía en lo más alto del mástil («¡Tierra! ¡Tierra a la vista!»).

Estar «al aire libre» significa también estar en la tierra, convertido de nuevo en terrícola, o terrestre, como dice Bruno Latour. El aire libre que inspiramos y que nos rodea, a través del milagro antiguo de la fotosíntesis, es el producto de las fuerzas respirantes de las praderas y los bosques que recorremos, y que son el regalo de los suelos vivos que hollamos: el aire libre es la actividad metabólica de la tierra. El entorno atmosférico está vivo en un sentido literal: es el efecto de los seres vivos y el medio que cuidan para sí mismos, para nosotros.

Al aire libre: la tierra está oculta, pero el arcano se revela al oído. Una vez que lo escuchamos, no podemos ignorarlo. Y la fórmula mágica invoca, pues, otro mundo, en el que ya no hay separación entre lo celeste y lo terrestre, pues el aire libre es lo que respira la tierra verde. No existe oposición entre lo etéreo y lo material, ni cielo sobre nuestras cabezas hacia el que subir, sino que nos hallamos ya arriba, en un cielo que no es otro que la tierra, en tanto que está viva. Es decir, construida por la actividad metabólica de los seres vivos, que crean las condiciones que hacen posible nuestra vida12. Vivir al aire libre no es estar en la naturaleza y lejos de la civilización, puesto que ésta se encuentra en todas partes, excepto en los centros comerciales. No es estar en el exterior; es estar en casa en cualquier lugar, en los territorios vivos que fundamentan nuestra subsistencia y en los que cada ser vivo habita el tejido de los demás seres vivos.

Estar al aire libre, sin embargo, es un tanto exigente: la vida exclusivamente urbana, desconectada de los circuitos que nos ofrece la biomasa, desconectada de los elementos y de las demás formas de vida, hace muy difícil acceder al aire libre. En el corazón de las ciudades, se puede recurrir a rastrear aves migratorias o a practicar la geopolítica de los huertos de permacultura en un balcón. Es preguntarse de dónde viene este tomate, para ser consciente de qué suelo y de qué trozo de territorio que puedo localizar, que he visto con mis propios ojos, ha nacido. Es activar unas alianzas mutualistas con las lombrices del vermicompostador a las que damos restos de comida y cabellos, para ver y hacer circular la energía solar en las dinámicas ecológicas, en lugar de ocultarlas en cubos de basura inertes. Es más difícil, pero, incluso en la ciudad, se puede estar al aire libre. Con un poco de vigilancia ecosensible, el territorio vivo nos recuerda que está ahí. Resulta fascinante percibir la intensa conexión que tenemos con la primavera, cuánto asciende ésta en nosotros, hasta el corazón de las grandes urbes, a través de mil pequeñas señales vivificantes.

Estar al aire libre significa verse engrandecido por el espacio vivo circundante que se instala en el interior y, al mismo tiempo, con los pies en la tierra, tumbado en ella como si fuera un animal fantástico, un animal gigantesco resucitado, rico en señales, en relaciones sutiles, un entorno donante cuya generosidad se reconoce al fin, lejos de los mitos que nos animan a tiranizar la tierra para que nos alimente.

Estar al aire libre significa estar en esa atmósfera viva que producen las plantas al respirar; lo que ellas expulsan es lo que nos crea. Significa reconocer que el aire libre y la tierra son un mismo tejido, inmersivo, vivo —hecho por los seres vivos—, en el que nos vemos envueltos, mutuamente vulnerables (¿y abocados, así, a unas relaciones más diplomáticas?).

Estar al aire libre, apertura revitalizante y regreso a la tierra al mismo tiempo. 

La última opción, s’enforester, emboscarse, se nos presentó casi por casualidad y acabó por resumir toda esta cuestión. Proviene del francés antiguo y la utilizaban los llamados «corredores de los bosques» de Quebec (los primeros comerciantes de pieles de las colonias americanas durante los siglos xvii y xviii) cuando hacían sus salidas al aire libre, después de haber vuelto de la ciudad, adonde habían ido para llevar a cabo sus negocios. Decían: «Mañana me marcho, voy a emboscarme».

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