Ni justicia ni hostias

Ya hemos conocido la sentencia que condena a Álvaro García Ortiz. La lectura del fallo que castiga al fiscal general produce varios efectos. Primero incita al escándalo y después invita a la melancolía. No deja rastros de angustia pero sí produce mucha pereza. Que nadie se engañe, la desconfianza que teníamos en el Poder Judicial ya era absoluta mucho antes de que se juzgara al caballero sin espada. Venía de serie, al menos, desde el 1 de octubre de 2017. De modo que no conviene alborotar el bodegón ni encolerizarse. Como hemos anticipado en esta guillotina, el fallo será anulado por el Tribunal Constitucional y, a peores, nos veremos todos las caras en Estrasburgo. No me cabe la menor duda de que habrá una estupenda guerra de togas, entre la gurullada del Supremo y los del máximo órgano de control y garantías, o sea, entre Marchena y Conde Pumpido. Guerra de titanes. Atentos. 

Reconozcámoslo. Marchena se ha vuelto a salir con la suya. Ha hecho bien su trabajo. Conviene aceptarlo con el ánimo sereno, pulcro y sin aspavientos, como a quien le ha robado la cartera y sabía de antemano que a donde iba, la Sala II del Supremo, sólo le podían pasar este tipo de cosas. El Napoleón del Poder Judicial nos la ha vuelto a jugar, pero en esta ocasión, tras leer la sentencia que, aparentemente, redacta el presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, el señor Martínez Arrieta, tengo que decir que el mastín de José María Aznar ha perdido la elegancia de la perversidad a la que nos tenía acostumbrados. La redacción resulta grosera, aburrida y previsible. Todo ello es, cuanto menos, imperdonable. Porque a Marchena, en su argumentación, lo único que le exigimos es que esté a la altura del momento. Que sea el sofisticado autor intelectual del crimen al que nos ha malacostumbrado. En cambio, nos ha entregado una sentencia faltosa y ramplona, estúpida, casquivana y ridícula. Ha sido, sobre todo, una enorme decepción. 

Qué duda cabe que esta sentencia, querido y desocupado lector, lleva la firma de M. M de Marchena, M de Moriarty, M de Mierda y que pasará a la historia como un insulto a la inteligencia antes que como un golpe judicial

El Tribunal ha decidido invertir la carga de la prueba, suspendiendo la presunción de inocencia del Fiscal. Afirma que el interrogatorio del acusado no pudo ser sometido al principio de contradicción porque sólo contestó a su abogado durante el juicio y que esto le resta credibilidad al Caballero Blanco. Conviene recordar que es la acusación quien debe demostrar la culpa del reo. Pero Marchena ha pretendido darle la vuelta al Estado de Derecho como quien le da la vuelta a un calzón manchado de mierda, en un ejercicio de cinismo, aquí sí, diabólico, que no impide que la sentencia luzca como una zurrapa. Los huevazos de Arrieta, el ponente (nunca mejor dicho), aún dejan hueco para la hipocresía cuando afirma que el acusado ha impedido que su testimonio sea prestado bajo las exigencias del principio de contradicción. Cree el magistrado y los cuatro que le siguen, que el valor probatorio de sus respuestas se resiente. En ese sentido, lo acusan de desleal. La conducta del Fiscal sólo ha reforzado los prejuicios políticos del Tribunal. En este siglo XXI, nos dan lecciones de lealtad los garulleros.

Mención aparte merece la valoración que hacen de la fiscala Almudena Lastra, a la que han vestido con ropajes de virgen, santa y mártir, si bien todos sabemos que ha sido la verruguilla de un juez que, entre los dos, se la tenían jurada al Fiscal: “no parece reticente, ni resentida, por su situación o trato dentro de la cúpula fiscal. Por el contrario, lo que denota es que, fiel a su superior, alertó a este de lo que estaba ocurriendo y convino con él en cómo se debía proceder”. Pelillos a la mar, los del bigote de Marchena y los de la fiscala, que caerán al lecho marino de la infamia con el valor que hacen del testimonio de Miguel Ángel Campos, del que afirman, mantuvo contacto, al menos de 4 segundos, suficientes para que el periodista de la Ser, maestro de la crónica de tribunales, le contara por teléfono a García Ortiz lo que, en sentido literal, no está en los escritos. 

Qué duda cabe que esta sentencia, querido y desocupado lector, lleva la firma de M. M de Marchena, M de Moriarty, M de Mierda y que pasará a la historia como un insulto a la inteligencia antes que como un golpe judicial. En realidad, todos sabemos, incluidos ellos, que se trata de la misma cosa. Para Marchena, Martínez Arrieta y los otros tres magistrados, nuestro caballero sin espada filtró secretos, bien directamente o a través de su entorno, sin saber muy bien ni quién ni cómo ni cuándo. Lo que Arrieta y Marchena nos dicen es que no hubo otra alternativa que el Fiscal y que si la hubiera tampoco les gustaría. Efectivamente, lo peor que le puede pasar a la justicia española es verse sustituida por una canción de Izal. Las garantías procesales de este país acaban de disiparse a golpe de puñeta. Ni justicia ni hostias.

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