El PP hace un pan como unas hostias (y el PSOE debe hacérselo mirar) Jesús Maraña
Una semana confusa para el periodismo la que quedó atrás, en la que un medio decide ilustrar una filtración policial sobre el expresidente de la SEPI con una foto falsificada con IA y en la que un vídeo francés sobre un falso golpe de Estado, también hecho con IA, se viraliza hasta sumar millones de visualizaciones. Es evidente que la comunicación necesita redibujar sus contornos, revisar sus convenios con lo real, pero, sobre todo, entender qué hay de grave en los fenómenos a los que asistimos.
Como sensibilidades tiernas que tendemos a ser, la foto falsa que publicó El Español nos parece irrelevante al lado de aquella ilustración, del mismo autor periodístico, en la que aparecía dibujado el entonces vicepresidente Pablo Iglesias disparándose en la boca con un revólver, bajo el simpático título El tiro por la coleta. Y sin embargo, más allá de la tremenda obscenidad de ilustrar de tal forma los sueños húmedos del articulista y director, nada tiene que ver la violencia de un dibujo con el estatuto de realidad de una foto falsa. Porque la ilustración, por realista que sea, no disimula su naturaleza.
No estamos ante una mentira popular o subalterna, sino ante una mentira institucionalizada. No es un vídeo anónimo en Telegram ni un meme malicioso en X, es un medio de comunicación que se presenta como periodístico el que decide ilustrar una información con una imagen que no documenta nada que haya ocurrido, pero que simula hacerlo. Y eso es clave, la IA no se usa aquí para fabular —que siempre es tentador— sino para ocupar el lugar simbólico de la prueba.
La fotografía periodística, incluso cuando es banal, tiene una función casi notarial que sin excepción proclama: “Esto estuvo ahí”. El mismo director, treinta años atrás, se esmeró en colar una cámara espía para tomar la imagen, la única que existe, de Felipe González ante el Tribunal Supremo —cuando todavía la Sala Segunda no era la casa de Tócame Roque—, célebre foto que realizó de forma subrepticia Fernando Quintela. Semejante denuedo demuestra que no cabe pensar que el director desconozca el principio de autenticidad que rige la fotografía periodística. Cuando un medio introduce una imagen generada por IA —sin advertencia clara o con advertencia débil, insuficiente, como es el caso— no está mintiendo solo sobre el contenido, sino sobre la naturaleza del propio periodismo. Está diciendo que sigue trabajando con lo evidente cuando, en realidad, trabaja con lo verosímil. No con hechos, sino con escenas plausibles. Es un salto categorial, porque convierte al periodismo en una forma de ilustración narrativa, no de constatación. Dicho de otro modo, la mentira de El Español no es tanto “estos tres comieron juntos” como “esto es periodismo”. Y no lo es.
El caso francés del falso golpe de Estado es distinto, pero complementario. Ahí no hay institución, hay viralidad; no hay autoridad, hay volumen. Trece millones de visualizaciones no certifican verdad, pero simulan consenso. Y el consenso —aunque sea efímero— ha sido siempre uno de los atajos cognitivos de la verdad social. Si todo el mundo lo ve, si circula así, si se comenta así, algo habrá. La IA explota justo ese resorte: produce materiales que no necesitan ser creídos durante mucho tiempo, solo el tiempo suficiente para generar efecto. Como la sospecha que hizo dimitir al primer ministro portugués Antonio Costa. Solo lo suficiente. La mentira no busca perdurar, sino impactar, —y, ojo, con ello, evaluar el impacto: la mentira deliberada siempre tiene algo de experimento social, como sabemos desde que Orson Welles narró la invasión marciana—. No se trata de construir un relato histórico, sino de provocar una emoción política inmediata de alarma, indignación, miedo, deseo de orden. De algún modo, no es una mentira diseñada para engañar a la razón, sino para activar el cuerpo. Porque un cuerpo social activado es todo potencia.
Lo inquietante —y aquí es donde se conectan ambos casos— es que antes el periodismo podía equivocarse; ahora puede fabricar. Antes, la mentira requería un esfuerzo proporcional a su ambición; ahora basta con formular un titular convincente. De algún modo, el problema no es que la mentira sea más frecuente —siempre lo ha sido— sino que, a corto plazo, la verdad pierde su ventaja competitiva porque la verificación siempre requiere unos minutos que la viralidad no concede. Y sin embargo, el verdadero núcleo del problema no está en la tecnología, sino en la mutación cultural del receptor, en la audiencia, porque ambos casos funcionan no solo porque alguien los produce, sino porque hay una disposición previa a aceptar escenas que confirmen un clima, un prejuicio, una expectativa. La IA no crea la mentira sino que la ajusta como un traje a medida a lo que ya estamos dispuestos a creer.
Estas creaciones amenazan la verdad patente, porque fabrican evidencias sensibles que compiten con la experiencia, y a la verdad institucional, porque desacreditan los procedimientos. Y si todo puede ser falso, entonces nada merece confianza y el cinismo se vuelve una posición razonable.
Cuando un medio introduce una imagen generada por IA —sin advertencia clara o con advertencia débil, insuficiente, como es el caso— no está mintiendo solo sobre el contenido, sino sobre la naturaleza del propio periodismo
El riesgo último no es que creamos mentiras concretas, sino que dejemos de exigir verdad. Que aceptemos vivir en un régimen de plausibilidades útiles en el que el periodismo, en lugar de resistirse, decida subirse a la ola para no perder relevancia o influencia. En ese momento, ya no estamos ante un problema de IA, sino ante una renuncia ética, la de seguir ocupando el lugar incómodo de quien mantiene las reservas del oficio: “esto no lo sé”, “esto no ha pasado”, “esto no puedo probarlo”.
Esta hegemonía de las mentiras espectaculares tiene que ver y mucho con el espiritualismo neobarroco al que asistimos, pero no de manera superficial sino de forma estructural. No es que el “regreso de lo sagrado” coincida con la pérdida del estatuto de la verdad, es que ambos fenómenos son la misma cosa vista desde dos lados distintos. Lo que estamos viviendo no es un retorno de la religiosidad, sino del folclore, es decir de lo mágico premoderno, del rito sin teología. No vuelve dios, vuelve el encantamiento. Rosalía no propone dogma, propone atmósfera. Sirat o Los domingos no reinstalan una fe organizada, sino un clima de misterio, de sentido insinuado, de profundidad no verificable. No hay credo sino resonancia, como en el barroco, reacción propagandística del Concilio de Trento al cisma protestante.
Y eso es clave, porque la modernidad —y muy especialmente el proyecto ilustrado del periodismo— se funda justo en lo contrario: en la idea de que el mundo puede y debe ser desencantado, explicado, comprobado y contrastado. Weber llamaba a esto Entzauberung: la expulsión de la magia del espacio público, que es la característica principal de la modernidad. La verdad moderna no es revelada ni sentida, sino demostrada. Lo que ocurre ahora es que ese contrato se está rompiendo porque cuando el estatuto de la verdad factual se debilita —cuando una foto ya no prueba, un vídeo ya no garantiza, una evidencia ya no estabiliza el sentido— el espacio público entra en una situación muy parecida a la premoderna, volvemos a las sombras de la caverna platónica, el mundo vuelve a ser ambiguo, interpretable, incierto, atravesado por fuerzas invisibles. Y el ser humano, que nunca dejó de ser animista, rellena ese vacío con símbolos, relatos, rituales y afectos.
La imagen falsa de El Español no funciona solo como mentira política, funciona como icono. No importa tanto si ocurrió como si encaja. Produce una escena que “dice algo verdadero” en un sentido emocional o moral, aunque sea fácticamente falsa. Eso es pensamiento mágico pues la verdad ya no reside en el hecho, sino en la adecuación simbólica de un propósito y un destino. Y el falso golpe de Estado viral en Francia opera casi como una profecía apócrifa, se esconde ahí un profeta del Antiguo Testamento. No se consume como información, sino como señal y no responde a la pregunta “¿ha pasado?”, sino a la insidia “¿merecería pasar?”. Es el mismo mecanismo por el cual los presagios, los rumores o las visiones tenían poder político en sociedades premodernas.
La IA no introduce una magia nueva, restaura condiciones mágicas en un mundo que se había prometido racional. Algunos sostienen que este regreso del encantamiento no es necesariamente reaccionario ni estúpido, y que tiene una causa legítima: la modernidad prometió que la verdad, una vez establecida, produciría sentido, cohesión y orientación moral, pero lo que ha producido —sostienen— es frialdad, intemperie y cinismo, un mundo perfectamente explicado pero emocionalmente inhabitable. Es esa, en realidad, una mirada paternalista que incide en la doctrina religiosa: el mundo sin dios no es habitable, de modo que debemos devolver el poder a los obispos de lo sacro. Y ahí entra el folk, la espiritualidad difusa, la liturgia estética, la comunión orante, no como huida de la verdad, sino como sustituto del sentido que la verdad ya no garantiza. La hora de los hechiceros, cuya pulsión de poder yace detrás de toda esta operación.
El problema —y aquí vuelven a encontrarse periodismo e IA— es cuando la magia ocupa el lugar de la verdad, en vez de convivir con ella. La modernidad nunca desterró la magia, sino que la confinó en templos y hogares y la obligó a abandonar los Parlamentos, que debían ser habitados por la razón. Si el periodismo deja de aceptar que su función es limitada y decide competir en el terreno del encantamiento, deja de ser moderno, se vuelve chamánico.
Dicho de otro modo, nada hay a priori de peligroso en que la esfera cultural busque reencantar el mundo con lo inasible, lo peligroso es que la esfera informativa renuncie a desencantarlo. En una era en que las sociedades parecen necesitar ritual, mito y símbolo y en la que los ocultistas, cabalistas y espiritistas con sotana aspiran a recobrar su control sobre la humanidad, el periodismo y la ciencia han de ser instituciones que actúen en sentido contrario, que acepten ser prosaicas, antipáticas, desangeladas y metódicas. Que digan que aquí no hay misterio, sino hechos; no hay revelación, hay límites.
Debemos ser el último lugar público donde la magia no vale. El periodismo que se siga mirando al espejo, en este nuevo paisaje, no puede ni debe competir con la potencia visual de la mentira, sino reivindicar su propia fragilidad, su lentitud, su provisionalidad, su prosa sin imágenes. Incluso su silencio. Volver a hacer visible que la verdad no siempre es espectacular, ni viral, ni emocionante. A veces la verdad solo es resistente.
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