‘Votemos’ mezcla sin demasiada fortuna ‘Aquí no hay quien viva’ con ‘12 hombres sin piedad’

Fotograma de 'Votemos' (DeAPlaneta)

Por muy estadounidense que fuera originalmente su influencia, la comedia de situación de España ha acostumbrado a tener más en común con el teatro nacional que, pongamos por caso, con Friends. Es algo que se percibe desde la cantera de intérpretes que ha ido engrosando este género televisivo, la sitcom, a partir de los 2000 y que incluso sobrevivió a la eliminación de las risas enlatadas, cuando de entre el reparto de la primera generación de Aquí no hay quien viva destacaron nombres tan sólidos como Luis Merlo o José Luis Gil. En este último caso seguramente tuvo mucho que ver el vínculo familiar de los creadores con José Luis Moreno y Noche de fiesta, toda vez que ejemplifica algo más profundo en esta afinidad que un listado de nombres, y que nos lleva al tono.

Aquí no hay quien viva tenía las hechuras y el ritmo de una sitcom, pero la serie nunca se grabó en escenarios con público ni tampoco las actuaciones dejaron alguna vez margen para las carcajadas del espectador. Estas actuaciones, igualmente, eran exageradas y huían del naturalismo, por responder a una tradición tanto espacial —las tablas del vodevil y la zarzuela— como literaria —el esperpento—, dentro de la cual los responsables de esta serie modular de la cultura pop española habían hallado un encaje oportuno para sus objetivos. Sobre la idea germinal Iñaki Ariztimuño, cocreador de Aquí no hay quien viva, ha asegurado que quiso imaginar a sus vecinos como personajes cómicos, antes que limitarse a actualizar el 13 rue del percebe de Ibáñez.

Esto es interesante porque, incluso si Votemos no recordara tanto a Aquí no hay quien viva —que lo recuerda—, su origen habría reforzado igualmente este parentesco. Santiago Requejo, director y guionista, oyó hablar de una junta de vecinos donde se había votado para impedir el alquiler de un inmueble a un futuro inquilino. Hechos reales altamente casposos inspiraron tanto Aquí no hay quien viva como el corto titulado Votamos en 2021 —candidato al Goya a Mejor cortometraje—, y en ambos casos se abrió paso el influjo teatral. En el caso particular de Requejo, porque pocos años después de estrenar el corto la historia se adaptó como obra de teatro en Argentina, preparándose hoy una versión para España mientras su reconversión en largometraje llega a las salas.

El formato teatral parece, entonces, especialmente apropiado si hablamos de vecinos mezquinos. Puesto que hablamos de convivencia e intrigas corales dentro de un mismo edificio, es de lo más apropiado que el teatro las encierre en cápsulas de tiempo, donde los muros se metamorfoseen con el telón y amplifiquen el carácter de los habitantes. La claustrofobia de una obra de teatro en tiempo real, donde los personajes apenas se mueven de una única ubicación, logra que la exageración sea más orgánica y creíble, y así es como el humor negro ha fluido de Aquí no hay quien viva a La que se avecina en forma de estampas cada vez más misántropas. Un parque temático de la cutrez que, aún así, Requejo quiso matizar desde que escribiera aquel corto de apenas 13 minutos.

Votemos pretende emitir una enseñanza moral a partir de una miseria generalizada. En efecto, el personaje de Raúl Fernández de Pablo quiere —como ya quería en el corto Votamos— alquilarle una vivienda a un compañero de trabajo. La revelación de que el próximo inquilino tiene un “problema de salud mental” hará que salte la alarma entre el resto de vecinos, y durante una junta que se alarga lo indecible estarán empeñados en votar si aceptan que este tipo empiece a vivir con ellos o no. Entre dichos vecinos encontramos a Clara Lago, Tito Valverde o —reforzando la conexión de Votemos con la sitcom teatralizada de los 2000— Gonzalo de Castro, el de Siete vidas.

Puesto que la junta orbita en torno a diversos intentos de contar votos nos topamos con un paisaje muy estimulante, y es que Requejo ha querido fusionar el espíritu de la comedia vecinal con 12 hombres sin piedad: un clásico teatral que, a su vez, también ha circulado por televisión y originado una película. Como 12 hombres sin piedad, Votemos pretende examinar los prejuicios humanos en un escenario restringido, con la diferencia clave de que ahí había alguien (Henry Fonda) que inequívocamente llevaba la voz de la razón. En el caso de Votemos es más difícil determinar quién la lleva, pues el personaje de Raúl Fernández pronto accede a negociar con estos vecinos prejuiciosos. Si ellos le pagan el alquiler del piso, no le importará dejar a su compañero en la calle.

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La película se abisma por tanto en una negrura considerable; sus personajes son tan mala gente como en las ficciones televisivas mencionadas, solo que aquí hay una gravedad explícita en su conversación a gritos. A Requejo le impulsa de hecho una preocupación por la justicia social que ya ha brotado en otros instantes de su filmografía —@buelos se acercaba al desempleo, el mediometraje 24 siete a las familias de acogida—, y que desde luego dignifica sus esfuerzos, si bien la ejecución de los mismos deje que desear. Mientras que hace un gran trabajo a la hora de coreografiar el espacio donde tiene lugar la farsa —con un impecable uso del panorámico—, es en el guion donde encontramos las mayores debilidades, arrastrando a los intérpretes con ellas.

Actuaciones tan desajustadas como la de Neus Sanz —ya presente con Fernández de Pablo y Charo Reina en el corto— se extraen de un libreto demasiado cuadriculado a la hora de caracterizar a los vecinos y examinar sus dinámicas. Desde que bien al comienzo Clara Lago pugna por erigirse en Henry Fonda —revelando que ella misma sufre una enfermedad mental—, Votemos va aclarando con ritmo mecánico y en absoluto fluido las diversas taras de los protagonistas, apresurándose a lanzar la pregunta ‘¿quién es el verdadero loco?’ sin margen alguno para la ironía. Incluso la insistencia en mencionar con voz atiplada que el potencial inquilino tiene “un problema de salud mental”, sin especificar, habla más de contención diplomática que de escritura de personajes.

Como la única dimensión de estos corresponde bien a describir la causa de sus prejuicios, bien a un humor simplísimo —haciendo que Votemos maride con otra tradición mucho más agreste de la comedia española, que representaría Perfectos desconocidos de Álex de la Iglesia—, la película no dispone de mucha convicción para concienciar sobre sus motivaciones. El desenlace, al menos, es mucho más efectivo que el del corto, y aún así no deja de ejemplificar la necesidad que Votemos —film verdaderamente torpe y tembloroso— tiene de un público enfrente que le envalentone o le dé la razón con sus risas.

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