Trump y Netanyahu quieren rediseñar Oriente Medio, pero no buscan lo mismo
Hay señales sutiles. En primer lugar, el 3 de julio tuvo lugar la visita de Benjamín Netanyahu al kibutz de Nir Oz, en la frontera con Gaza, donde no había estado desde el 7 de octubre. El lugar se vio muy afectado por las masacres de Hamás y es el que cuenta con más rehenes: allí fueron secuestradas más de 75 personas y una treintena fueron asesinadas. Siguen detenidos en Gaza nueve, de los cuales cuatro aún estarían con vida. Desde ese lugar convertido en símbolo, el primer ministro israelí prometió traer de vuelta a “todos” los rehenes.
A pesar de que el día anterior había calificado de “inaceptables” las condiciones impuestas por Hamás al proyecto de alto el fuego en Gaza, Benjamin Netanyahu envió el domingo 6 de julio a su equipo de negociación a Catar. Pero, como cada vez que avanzan las negociaciones, los bombardeos israelíes en el enclave palestino fueron especialmente intensos la semana pasada.
Con una gorra blanca con la inscripción “USA” calada en la cabeza, Donald Trump también recordó sus deseos para la visita de Benjamin Netanyahu, la tercera desde su regreso al poder en enero. “Creo que estamos cerca de un acuerdo sobre Gaza. Podríamos conseguirlo esta semana”, declaró a los periodistas el domingo, añadiendo que también trataría de llegar a un acuerdo duradero sobre Irán.
Para el primer ministro israelí, sellar un alto el fuego en Washington le permitiría salir con la cabeza alta. Ni su ejército ni el poder político parecen tener una estrategia para Gaza, salvo la continuación del genocidio, por no hablar del día después.
Para Trump es otro “acuerdo”
La propuesta que está sobre la mesa prevé un alto el fuego temporal de sesenta días. Durante ese tiempo, continuarán las negociaciones para poner fin a la guerra. Se prevé la liberación de diez rehenes israelíes, el primer y el quincuagésimo día, y la devolución gradual de dieciocho cadáveres. Israel estima que aún quedan cincuenta israelíes en Gaza, la mitad de los cuales habrían muerto. Hamás se compromete a no escenificar estas liberaciones como lo hizo en anteriores treguas. A cambio, también serán liberados prisioneros palestinos.
Las conversaciones se encuentran estancadas por el momento en tres puntos. Los negociadores palestinos parecen querer más garantías de que el alto el fuego conducirá realmente al fin de la guerra. El otro escollo es el mapa de retirada de las tropas israelíes de Gaza. Por último, Hamás quiere cerrar la Fundación Humanitaria de Gaza (GHF), organismo que constituye la columna vertebral del nuevo sistema de distribución de la ayuda controlado por Israel en el enclave palestino. Desde su creación el 27 de mayo, han muerto más de 600 habitantes de Gaza al intentar coger un poco de harina. Los palestinos piden que la gestión de la ayuda vuelva a manos de la ONU y las ONG internacionales.
A su regreso al poder en enero, Donald Trump impuso una tregua en Gaza. Su predecesor, Joe Biden, había trazado algunas líneas rojas sin mayores consecuencias, dejando vía libre a la devastación de la franja costera palestina. El actual inquilino de la Casa Blanca no se anda con consideraciones morales, sino que quiere ser quien concluya un “acuerdo”. La visita a Washington de Netanyahu, objeto de una orden de detención del Tribunal Penal Internacional por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, se inscribe, por tanto, en el marco más amplio de la política general que Trump pretende aplicar en esta región comúnmente conocida como Oriente Medio.
El primer ministro israelí, por su parte, “viaja a Washington en un contexto en el que existe una convergencia esencial entre los objetivos de Trump y [los suyos] en Oriente Medio: la neutralización de los ‘actores malvados’ [regionales] según su visión, pero con objetivos diferentes”, explica Philip Golub, profesor de relaciones internacionales en la Universidad Americana de París y autor de Une autre histoire de la puissance américaine (Otra historia del poder americano, edit. Le Seuil, 2011). “Netanyahu quiere mantener su margen de maniobra, incluso en Gaza, mientras que Trump querría que Netanyahu se pliegue a la política de Estados Unidos”, añade.
El presidente americano, arrastrado a su pesar a la guerra de doce días entre Israel e Irán en junio, puso fin a la misma y pretende seguir siendo el amo del juego en la zona. Aspira a una “gran reconfiguración de Oriente Medio en torno a Arabia Saudí, los países suníes del Golfo e Israel”, bajo tutela estadounidense, para “crear una nueva zona de prosperidad” económica, resume Philip Golub. Muy alejado de la realidad política regional y a costa de la cuestión palestina.
Para Israel es una cuestión de poder
Con Irán y sus aliados, Hezbolá en el Líbano, Hamás en Palestina, Bashar al-Ásad en Siria y los hutíes en Yemen, todos ahora debilitados, el ejército israelí ha consolidado su hegemonía en la región. Pero Israel es un factor de desestabilización, bombardeando alegremente países soberanos y anexionando territorios en Siria y el Líbano, mientras continúa el genocidio en Gaza.
“La ambición de Netanyahu no es la paz, es el caos. Porque en el caos solo queda la fuerza bruta”, analiza el periodista Sylvain Cypel, autor de Un nouveau rêve américain (Un nuevo sueño americano, edit. Autrement, 2015) y L’État d’Israël contre les Juifs (El Estado de Israel contra los judíos, edit. La Découverte, 2020). El sector supremacista y mesiánico de la mayoría gubernamental israelí también impulsa la guerra perpetua. Sus acentos belicistas encuentran un amplio eco en la sociedad israelí, animada en los últimos meses por un sentimiento de omnipotencia gracias a la total impunidad de la que goza el país, tanto en la ONU como en otros foros.
“Es, por usar una expresión israelí, una alegría de pobres, es decir, que alegra a los israelíes, pero no los tranquiliza. El sentimiento de omnipotencia se ve acompañado de un sentimiento de vulnerabilidad. Eso justifica el genocidio y provoca un miedo arraigado. Netanyahu saca una conclusión: no hay que detenerse”, añade Sylvain Cypel.
El primer ministro israelí llegó a Washington reforzado por el ataque a Irán. El primer mandato de Trump se ha caracterizado por una línea decididamente proisraelí con el traslado de la embajada americana de Tel Aviv a Jerusalén, ratificando así la soberanía israelí sobre la Ciudad Santa; el fomento de la colonización; y la normalización de Israel en la región, mediante la firma de los acuerdos de Abraham. El presidente de Estados Unidos también retiró a su país del acuerdo sobre el programa nuclear iraní firmado por Barack Obama en 2015.
Pero esta vez el contexto es diferente. Públicamente, Trump apoya a Israel, pero muestra signos de exasperación hacia Netanyahu. Si tanto le importa un acuerdo de alto el fuego en Gaza, no es por razones morales o humanitarias. El presidente americano y el primer ministro israelí comparten “un desprecio absoluto por el derecho internacional y el derecho humanitario internacional”, señala Philip Golub. Donald Trump quiere ser quien traiga la paz y la prosperidad a la región. Pretende situar a Riad en el centro de esta pax americana, que tiene todas las características de un acuerdo inconsistente.
Europa, que pretendía erigirse en garante de la justicia y del derecho internacional, es insignificante
No tiene “mucho tiempo para cumplir sus ambiciones. Le gustaría llegar a un acuerdo con Arabia Saudí, ya sea por el Premio Nobel de la Paz o por su reputación histórica. Y eso pasa por el fin de la guerra total en Gaza”, añade el profesor de relaciones internacionales. Este proyecto carece de ambiciones concretas sobre el terreno. ¿Qué pasará con Gaza tras la guerra genocida? El enclave palestino es un campo de ruinas con más de 57.000 palestinos asesinados desde el 7 de octubre.
Arabia Saudí exige, por el momento, el reconocimiento del Estado palestino como condición sine qua non antes de iniciar oficialmente las negociaciones. Salvo algunos avances tecnológicos, la normalización con Israel no ha aportado gran cosa a los Estados árabes que se comprometieron a ella durante el primer mandato de Donald Trump.
Desde el fracaso de la Primavera Árabe de 2011, la región no ha visto ningún proyecto integrador. Un sangriento statu quo mantenía Oriente Medio en un precario equilibrio de poder entre Arabia Saudí, Irán, Israel y Turquía, que había sofocado todas las esperanzas de emancipación democrática. Situación que se hizo añicos el 7 de octubre y después con la caída de Bashar al-Assad, es decir, antes de que Donald Trump volviera al poder. Hoy en día, las visiones americana e israelí, basadas en intereses económicos o de seguridad, descartan cualquier ambición política, lo que alimenta el caos.
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Ya sea en Gaza, Líbano, Siria o Irán, ni Israel ni Estados Unidos tienen una visión real para la posguerra, salvo, para los ultranacionalistas mesiánicos israelíes, la de un “Gran Israel” cuyas fronteras abarcarían gran parte de los países vecinos. Europa, que pretendía erigirse en garante de la justicia y del derecho internacional, es insignificante. Se presenta como un apoyo casi incondicional a Israel, despreciando las vidas palestinas, libanesas o iraníes sacrificadas, lo que acelera aún más su marginación en la región.
Traducción de Miguel López