'Resentidos y resabiados': cómo las visiones dominantes fracasaron para darnos un mundo mejor
Todas las grandes visiones dominantes del mundo están siendo refutadas con el mismo argumento, ninguna de ellas ha logrado convertir sus ideales en realidad, fracasando en el intento. Al naufragio del llamado socialismo real en el siglo XX, simbolizado con la caída del muro, le ha seguido la caída en desgracia de tantas otras visiones. Incluso el liberalismo, que se creía a salvo, es cuestionado por no poder materializar sus pretensiones.
La sensación que inunda a la sociedad en general es que no disponemos de las herramientas teóricas necesarias para entender la realidad social, y tampoco encontramos la manera de relacionarnos con ella. El autor explica que dos adjetivos nos definen, en el mundo de las ideas estamos resabiados y en la practica estamos resentidos.
Manuel Cruz explica en Resabiados y Resentidos como las grandes visiones de futuro de la modernidad se dan de bruces con su incapacidad para crear un mundo mejor. infoLibre adelanta un fragmento de este ensayo, editado por la editorial Galaxia Gutenberg y que verá la luz el próximo día 8 de octubre:
A. He de confesar que mi primera intención fue la de titular esta introducción de una manera, aunque parecida, algo diferente. En concreto, «Del Gran Apagón a la Gran Decepción», fundamentalmente para subrayar desde el principio la profunda continuidad temática que mantiene este libro con el mío anterior. El Gran Apagón al que se pretendía hacer referencia explícita desde el mismo título introductorio habría sido el de las luces de la razón, cuya reivindicación definió el surgimiento de la Modernidad –ese periodo que se abrió explosivamente con la Revolución francesa e instauró el humanismo como una nueva religión frente a la fe tradicional, la convicción del progreso imparable de los logros mate riales del hombre y la expansión de la racionalidad– pero que hoy en día se encontraría en manifiesto declive. Sin embargo, pronto caí en la cuenta de que semejante título podía dar lugar a una interpretación errónea, por insuficiente, de la cuestión que pretendo plantear aquí, por lo que es preciso destacar la importancia de las causas que habrían provocado lo que había abordado en mi libro anterior, esto es, el eclipse de la razón en el mundo actual (tal es el subtítulo de dicho libro).
En efecto, es el fracaso de las dos grandes concepciones del mundo que han surgido de la Modernidad, la más conservadora y la más progresista, y que se encuentra en el origen del supuesto eclipse. Si resulta preferible poner el foco de la atención en la causa (la falsación) más que en el efecto (el apagón) es porque nos permite pensar de manera más completa y adecuada la naturaleza de lo que nos está pasando. De hecho, muy probablemente la extendida tendencia a considerar la situación actual como una fatalidad, cuando no como un destino ya inamovible, está relacionada en gran medida con el hecho de no introducir en el análisis la cuestión del origen. De ahí que en numerosas ocasiones muchos de los que supuestamente criticaron en su momento, desde la izquierda, las tesis de Fukuyama acerca del final de la historia parezcan haberse apuntado a las mismas, sólo que en clave negativa o pesimista. Y donde aquel celebraba el triunfo del modelo capitalista-liberal de producción de riqueza y organización de la vida política, estos ven una condena prácticamente irreversible, que no deja más actividad teórica para quienes lo impugnaban que la de lamerse las heridas.
Pero hablar en términos de falsación tiene una ventaja añadida, porque así como en el plano del conocimiento científico, en el que surge la popperiana categoría, el hecho de que una teoría se vea falsada no implica en modo alguno que no haya ninguna explicación para aquello que dicha teoría pretendía conocer, del mismo modo que si la propia realidad se ha encargado de refutar determinadas predicciones o ha echado por tierra las más bienintencionadas expectativas, tampoco implica que no se intente hacerlo inteligible. Si se me permite la grosera simplificación: que algo no resulte cognoscible con determinados instrumentos teóricos no significa que sea del todo incognoscible. Lo que sí significa seguro es que dichos instrumentos en concreto no son útiles para este propósito gnoseológico en concreto.
Probablemente buena parte del estupor y de la perplejidad en los que vivimos inmersos están relacionados con este «malentendido». Y siguiendo con el paralelismo: de la misma manera que la refutación de una teoría no llevaría a ningún científico a renunciar a la búsqueda de explicaciones alternativas a la teoría refuta da, tampoco las buscaría fuera del marco del conocimiento científico. Si aplicamos la misma lógica al asunto que aquí estamos tratando, podríamos decir que necesitamos discursos nuevos que, además de dar cuenta de todas aquellas dimensiones de lo real que los discursos heredados no fueron capaces de explicar, abran nuevos horizontes para la intervención en la realidad. Hay que acompasar el pensamiento y la acción, y tan erróneo resultaría identificar la dificultad de pensar con la imposibilidad de actuar, como interpretar que basta con desprenderse de las categorías y discursos heredados para que se muestren, espontáneamente, las nuevas sendas por las que debe discurrir nuestro obrar. No faltan elaboradas utopías a modo de requisito previo para ponerse a luchar, se trata de que sin una visión de conjunto de la realidad –al menos en grado de tentativa– sobre la que se pretende intervenir, lo más probable es que la mera politización del malestar que algunos proponen –como quien descubre el Mediterráneo– dé lugar, en el mejor de los supuestos, a una revuelta que quede finalmente en nada, como suele ocurrir cada vez con mayor frecuencia en los últimos tiempos (la denominada en su momento «primavera árabe» constituiría un clarificador ejemplo de ello). O, si se prefiere, podemos formular esto mismo de otra manera más sencilla: el problema no es que hagan falta utopías sino que hacen falta horizontes. Sin ellos, estamos condenados a un activismo desnortado que, en el peor de los casos, puede entrar en sintonía con nihilismos irracionalistas de infausta memoria y, en el caso menos malo, en una sucesión de palos de ciego sin perspectiva de futuro alguna. Pero afirmar que necesitamos algo tan potente y efectivo como aquello que pretendemos reemplazar, esto es, un modelo holístico capaz de mejorar lo que ahora hay, en modo alguno puede interpretarse en el sentido de que, en tanto no dispongamos de él, que damos condenados a la inacción. Por el contrario, estamos obligados a intervenir en lo existente porque si, en efecto, descreemos de concepciones hegelianas o hegelianizantes de la historia (las únicas capaces de darla por clausurada en algún sentido) hemos de asumir que la contingencia de lo histórico puede derivar tanto hacia lo mejor como hacia lo peor, y resultaría del todo absurdo que nos cruzáramos de brazos ante esta última posibilidad, con el argumento, por completo inconsistente, de que, en tanto que no dispongamos de una visión de conjunto alternativa, no hay nada que hacer, o poco importa cualquier cosa que hagamos.
De hecho, esto es lo que parece que está ocurriendo en nuestros días. Precisamente esa dificultad para formular una propuesta articulada acerca de aquel modelo de mundo que nos parece deseable, constituye un rasgo muy característico de nuestro presente. Ello no impide, sin embargo, que no podamos enunciar lo que nos parece indeseable, esto es, aquello en lo que vale la pena esforzarse para que no ocurra. Parafraseando las palabras que en 2002 hizo famosas en una rueda de prensa Donald Rumsfeld, el entonces secretario de Defensa de Estados Unidos, cuando enunciamos aquello que rechazamos estamos mostrando que hay cosas que no sabemos que sabemos, ya que dicho rechazo contiene una carga de lo que podríamos denominar conocimiento práctico, implícito, rigurosamente insoslayable.
Bien podríamos afirmar que, en nuestros días, ese rechazo, visto desde una perspectiva propositiva, está demandando un cambio en la forma de vida dominante. Forma de vida que, en el caso del neoliberalismo imperante, significa endeudamiento, consumo, expectativas sin esperanza, competencia desaforada, etcétera. Rebelarse contra todo eso puede ser considerado como la ex presión de una forma de vida no-nata, contenida en el presente, que compete a la razón intentar desarrollar. Es preciso tener en cuenta este aspecto, especialmente para no incurrir en el error de atribuir a los gritos de dolor una autoridad mayor que a unos elaborados argumentos. Ahora bien, para cumplir correctamente la tarea de desarrollar la mencionada forma de vida es una condición indispensable valorar con la máxima precisión posible el peso que tienen los diferentes elementos que constituyen nuestra realidad en la generación de los efectos que se ponen en cuestión.
En este caso tener en cuenta el planteamiento de la filosofía de la ciencia popperiana puede resultarnos de utilidad. Y lo que los pensadores, en la línea del autor de la Lógica de la investigación científica (fundamentalmente Imre Lakatos), han planteado es que prácticamente nunca se produce una falsación de la totalidad de una teoría científica, sino que son los propios científicos los que se encargan de minimizar los daños del fracaso y acotan lo falsado a algún elemento particular de lo sometido a control experimental (un cálculo erróneo, un problema técnico con los instrumentos utilizados, etc.). Sin duda, esa resistencia puede ser criticable si se utiliza para ocultar una voluntad –en el fondo, dogmática– de escapar a la crítica, pero también puede ser considerada positiva si llama la atención sobre la necesidad de no ex tender a la totalidad de una propuesta compleja una refutación que, en realidad, sólo estaría afectando a una parte de la misma.
B. Pues bien, si tenemos en cuenta todo lo dicho, resulta perfecta mente pertinente preguntarse qué ha quedado falsado y qué no en esa Gran Falsación a la que se está haciendo referencia. La advertencia es relevante porque a menudo podemos constatar cómo toda una visión del mundo –la de la izquierda de la Ilustración, para entendernos– queda descalificada con el argumento de que la forma política que adoptó a lo largo del pasado siglo xx, en el entonces denominado socialismo real, se saldó con un inequívoco fracaso. Pero inferir de ahí que tanto el conocimiento científico de la sociedad, en el que dicho modelo declaraba basarse, como el anhelo de emancipación en todos los órdenes que parecía animar le han quedado descalificados por dicho fracaso, resultaría abiertamente abusivo desde el punto de vista del discurso. Si bien debemos puntualizar que, con este proyecto histórico, se trata de adoptar la misma actitud que solemos mantener con el representado por la derecha de la Ilustración. Y así como en este último caso constituye casi un lugar común señalar que la deriva neoliberal adoptada por el capitalismo en los últimos tiempos no debería contaminar nuestro juicio sobre los antecedentes e impedirnos valorar los elementos positivos (incluso también emancipatorios) propios de la tradición liberal, idéntico trato, ponderado, habría que reclamar para quienes hicieron de la superación del capitalismo su máxima aspiración.
No es una introducción el momento procesal de desarrollar el contenido de tales matices, que ahora se presentan tan sólo en forma de anuncio de lo que se encuentra, ampliado, en el interior. Pero la referencia a ellos debería servir al menos a modo de advertencia de alguno de los peligros que se ha pretendido evitar. Uno de ellos, nada desdeñable, es el que, si partimos de la premisa de que nos encontramos ante dos modelos de sociedad antagónicos, por completo excluyentes, se da por supuesto que el fracaso de uno hace bueno al otro en alguna medida. Pero si sustituimos esta premisa por la del carácter necesariamente parcial de cualquier falsación, puede darse el caso de que ambos modelos se hayan visto falsados en gran medida (sin descartar que uno más que otro, como parece haber sido el caso), pero no por ello deben ser por completo abandonados.
Cómo desmontar las excusas del franquismo para justificar 'La hambruna española'
Ver más
Por supuesto que a los amantes de la brocha gorda (también conocida en ciertos ámbitos como polarización) tanta ponderación y matiz les habrá de parecer un melindre discursivo sin la menor operatividad práctica. Pero sólo si asumimos la actitud que proponemos podremos dar mínimamente cuenta de la complejidad poliédrica de nuestra realidad, en la cual se hallan tanto quienes pugnan por dar forma política y teórica a un profundo malestar ante la deriva del mundo, como quienes hacen suyo un discurso y unas prácticas que, de hecho, implican la aceptación, más o menos resignada, de toda una forma de vida. Y eso sin descartar la presencia de relevantes sectores que, de alguna manera, participan de los rasgos de los dos grupos mencionados. Pues bien, quizá sean estos últimos los más significativos y genuinos representantes de nuestro presente. Ni son fervientes activistas persuadidos de la bondad de su causa (y de la maldad del adversario) ni dóciles conformistas que dan por buena la realidad por el solo hecho de que es lo que hay. Son conscientes de su situación, pero profundamente escépticos con respecto a las posibilidades de transformar lo existente. Bien podría decirse que es a ellos –a esos resabiados y resentidos que aparecen en el título– a los que va dedicado el presente libro.
Esta parece ser, en efecto, la tesitura que nos define. La idea de Bloch, evocada en su momento entre nosotros por Javier Muguerza, según la cual no hay esperanza sin razón, ni razón sin esperanza, habría dejado de regir, y el desafío que nos tocaría afrontar sería –formulándolo con una rotundidad ciertamente exagerada–, el de cómo vivir sin razón y sin esperanza. Nuestra formulación es, desde luego, exagerada, ya que el autor de El principio esperanza había matizado la suya en su libro de manera significativa (literalmente se sostiene allí que «la razón no puede florecer sin esperanza ni la esperanza puede expresarse sin la razón»), pero cumple la función de señalar el calado de la crisis en la que vivimos inmersos.
Sin duda no es el caso, ciertamente, de que se haya producido un abandono absoluto de la razón. Si acaso, más preciso sería hablar de un profundo debilitamiento de la misma o, planteado de otra manera, la progresiva sustitución de la razón dialógica por una racionalidad puramente instrumental, de la misma forma que lo que se ha producido ha sido la derrota de una esperanza fuerte, relacionada con una transformación radical de lo existente, y su reemplazo por esperanzas e ilusiones de baja intensidad, vinculadas fundamentalmente al consumo, pero sin un horizonte utópico más allá del que ofrece en nuestros días la tecnología (y que suele sustanciarse en la promesa de una prolongación sustantiva de la vida o en la desaparición de toda forma de dolor físico). Pero, como veremos luego, tales ilusiones y utopías, tan venidas a menos que apenas parecen merecer ese nombre, en modo alguno pueden ocupar el lugar y desarrollar la función de las de antaño, y es la constatación de esta impotencia la que genera el resentimiento de los individuos.