Mi madre nació en Madrid en 1918. De niña vivió con sus padres, su hermano, sus tíos y algún abuelo, en una pequeña vivienda en una corrala de la calle Almansa, cerca del hipódromo de la Castellana que tenía que rodear, a sus diez años, para llegar a su querido y lejano colegio. Al colegio, de monjas, femenino, gratuito para gente sin recursos, lo visitaban anualmente sus aristócratas benefactoras. Las señoras princesas, decían.
Contaba mi madre que las monjas aleccionaban a las niñas para que cuando vieran a una mujer con los labios pintados, señal evidente de su vida disoluta, debían acercarse y decir la jaculatoria Dios la ampare.
No previeron las monjitas lo que pasó cuando ese año llegaron las aristócratas de turno, bien vestidas, bien enjoyadas, bien perfumadas y bien maquilladas, con sus labios bien pintados. Y ocurrió: una nena, obediente, recordando las piadosas enseñanzas de sus monjas, se acercó a una de princesas y le soltó su jaculatoria: Dios la ampare.
Las monjas, avergonzadas, corrieron a pedir disculpas a las señoras y apartaron a la niña —que imaginemos que no entendería por qué— rápidamente. Pasado el trago y pasada la regia visita, abroncaron a la pobre niña por su impertinencia: confundir a la aristócrata con una cualquiera.
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Jesús Pichel es socio de infoLibre.
Mi madre nació en Madrid en 1918. De niña vivió con sus padres, su hermano, sus tíos y algún abuelo, en una pequeña vivienda en una corrala de la calle Almansa, cerca del hipódromo de la Castellana que tenía que rodear, a sus diez años, para llegar a su querido y lejano colegio. Al colegio, de monjas, femenino, gratuito para gente sin recursos, lo visitaban anualmente sus aristócratas benefactoras. Las señoras princesas, decían.