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La historia de Jan, el óvulo fecundado y el espejo blanco

Eliseo García Nieto

Conocí a Bernardo Moll Otto hace casi veinte años, cuando la coincidencia como alumnos en un curso de dirección de cine en Madrid nos deparó mil y una peripecias de esas que acaban generando distanciamentos irreparables y apegos indisolubles. En nuestro caso, se impuso la segunda opción. Considero a Bernardo un buen amigo. Creo importante que conste, por ética profesional, ahora que voy a hablarles de su primer hijo cinematográfico de largo metraje, gemelo de su primer hijo carnal, Jan.

Jan y La historia de Jan son hermanos siameses unidos por el amor de sus progenitores. El cineasta Bernardo y la actriz Mónica Vic son tan apasionados de su oficio que se han atrevido a dar el triple salto vital de convertir su hogar en escenario. Plató para un rodaje continuo, que se fue gestando desde antes incluso de que la acumulación de filmaciones familiares les llevara a pensar en convertirlas en película comercial. Desde las grabaciones iniciales en móvil –tan ignorantes aún de su destino que eran en formato vertical en vez de apaisado–, el espectador tiene el raro privilegio de ver crecer el proyecto, a la par que al pequeño Jan. Afectado de síndrome de Down, el niño progresa poco a poco, como su biopic. De las grabaciones en móvil improvisadas a las secuencias planificadas para cámara profesional. Del Jan que era incapaz de gatear al que correteaba incansable por los cines Verdi de Madrid durante el preestreno.

Es Jan un muchacho afortunado. Sus padres, entusiastas de los Reyes Magos, le han hecho el mejor regalo infantil imaginable: poder ver en sesión continua sus seis primeros años de vida. Casi desde su concepción. Ese momento en que el espermatozoide logra fecundar el óvulo, tras una pugna tan dura, adversa e incierta que cada gestación es un milagro. Igual que el cine español, en el que cada filme es un prodigio y cada cineasta que despunta, un espermatozoide entre millones. Créanme, que lo sé por experiencia. De la veintena de embriones de director que compartimos cursillo con Bernardo hace ya dos decenios, únicamente dos han estrenado un largo y sólo La historia de Jan ha contado con productores y distribuidores sólidos detrás. Entre ellos Enrique Cerezo, presidente del Atlético de Madrid, el club de los amores de Jan y su padre. Un equipo cuyo amargo historial de frustraciones es fiel trasunto de lo que supone intentar dirigir cine en España.

Pero el caso es que ocurren los portentos. Mezclando atlético empeño, centenares de microdonaciones captadas mediante crowdfunding y ayuda invaluable de parientes, la familia Moll Vic arriba a los cines el 4 de noviembre. Una fecha nada casual: el cumpleaños de Jan. Ese pequeño milagro de carne, hueso, largo flequillo y gafas imposibles cuya historia, repleta de intrahistorias, llega a taquilla llena de esperanzas. Como el padre que espera dar a su hijo lo mismo que el suyo le dio a él. Como la madre atenta a que su niño pronuncie dos sílabas: mamá. Como el pequeño que le escribe su carta a Sus Majestades en Oriente. Ilusiones, penurias y peleas continuas, incesantes en el tiempo, que se cruzan hilando los tejidos de la trama invisible de la vida.

Dice la crítica que La historia de Jan es como Boyhood, la cinta de Richard Linklater que siguió el crecimiento de un muchacho durante doce años de vida. Inevitable recuerdo, por reciente, más que por afinidad entre ambos filmes. Puestos a evocar, esa epopeya de lo cotidiano que protagonizan Jan y sus padres recuerda, por ese abrir en canal la intimidad, al inquietante documental Capturing the Friedmans, mirilla al cuarto más oscuro de una familia real. O yendo a lo literario, a otro exitazo del micromecenazgo, Los Modlin, el libro de Paco Gómez.

Pero puestos a dejarnos llevar por la amistad, aunque hoy esté sobrio -cosa rara-, permítanme quedarme con otra virtud bien rara en las salas de cine: la candidez. La desnuda inocencia de una historia, la de Jan, que trae a la memoria a otro pequeño, el Apu de Pather panchali, en la que Satyajit Ray sentó la base de una trilogía convertida en obra de arte. Un edificio hecho de celuloide, como el que Mónica y Bernardo han construido día a día para que su hijo pueda vivir en él, tan niño eterno como ahora parece. Un Taj Mahal de sombras digitales y páginas perdidas en un blog. Un monumento hecho con amor.

Vayan a ver La historia de Jan. Háganse ese favor. Si es posible, este primer fin de semana. De su resultado económico en sólo estos tres días dependerá que otros puedan ir a verla la próxima semana, después de que ustedes se la recomienden. Porque la recomendarán, se lo aseguro. Ahora que vuelve a triunfar la serie televisiva Black Mirror, esa referencia al espejo negro que son los televisores, descubrirán un white mirror en la pantalla de una sala de cine.

Hay películas que son ventanas abiertas a un mundo imaginario. Otras, puertas entrecerradas a un universo hermético. Pocas, muy pocas, permiten que nos reflejemos en un espejo brillante en la oscuridad de un cine.

Vean La historia de Jan. El reflejo que contemplen al acabar el metraje será mejor que el que había al sentarse en la butaca.

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Eliseo García Nieto es socio de infoLibre

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