Librepensadores

Libertad con ira

Librepensadores nueva.

Javier C. Fernández Niño

Eran otros tiempos. Tiempos en los que se respetaba al rival político a pesar de la sangre que aún emanaba de las heridas abiertas por la dictadura. O, quizás, precisamente por eso: por el espanto que suponía la visión de esas heridas. Hoy, olvidados los anhelos de convivencia en paz, se alzan ante y entre nosotros los mensajes de redivivos salvapatrias que usurpan para su uso exclusivo (y patrimonial) lo que tanto y a tantos les costó conseguir. Así las palabras se prostituyen y pierden todo su valor cuando son pronunciadas, manoseadas, sobadas y pisoteadas por quienes encuentran en ellas, tan solo, un infértil y mezquino vivero de votos. Palabras que están tan lejos de comprenderlas como de sentirlas en su total extensión: democracia, España, Constitución, libertad... Fueron años de concordia, de renuncias esenciales y de logros colectivos. Ahora, hay quienes, miserablemente, reclaman para sí la autoría única del pacto social, intergeneracional e interterritorial que supuso todo el proceso que culminó en la Constitución del 78.

Estos exclusivistas de hoy quieren borrar la historia y la memoria ignorando que fueron otros y no ellos (que ni estaban, ni querían estar, ni se les esperaba, ni querían ser esperados) los que lucharon porque ese anhelo compartido de libertad y democracia se materializara en una sociedad aun sujeta con los barrotes del franquismo intactos: socialistas, comunistas, demócratas cristianos, nacionalistas, incluso monárquicos cercanos a Juan de Borbón, se conjuraron para que, de una vez y por todas, nuestra España supiera solucionar sus problemas por la vía del voto y la palabra que, como la poesía, es un arma cargada de futuro. Vivimos días de elecciones, término al que, también, estos licenciadillos aspirantes al sillón de la Academia Madrileña de la Puerta del Sol (y las buenas constumbres), han dado un nuevo y equívoco sentido: esto es la guerra. No se trata ya de elegir un programa político u otro, una forma de gestionar lo público u otra o, cayendo en elemental simplificación, el candidato o candidata que más confianza nos infunda. Ya no se trata de eso. Hay que exterminar al enemigo hasta que, cautivo y desarmado, las tropas “neoliberales” alcancen sus últimos objetivos militares, perdón, electorales. Cierre la puerta, señor Iglesias, y váyase, porque si no lo hace de grado, lo tendrá que hacer por fuerza. Desde esta óptica, la libertad no es otra cosa que la potestad de elegir quién sí y quién no es merecedor o merecedora de tal privilegio. Y, hay también quien reduce tal derecho a un mísero remake de aquél famoso por ridículo “relaxin cap in café con leche in Plaza Mayor de Madrid” (sic), sustituyendo el estimulante cafeínico por excesos etílicos convertidos por arte y gracia del pensamiento isabelino en visitas culturales.

Quizás haya quien se crea que un tour por la galería de los escaparates de bares, restaurantes, tabernas, tascas y tugurios en los que luce imperial la efigie incomparable de “Libertad” Díaz Ayuso, es más, mucho más instructivo, bello e inteligente que un paseo por el Prado. Las incuestionables reglas neoliberales denigran la libertad convirtiéndola en almoneda, confrontándola violentamente con la igualdad: será más libre aquel que más libertad sea capaz de comprar. No dudan en blandirla en aras al derecho de elegir sanidad, educación o servicios sociales, y en apoyo de esa idea allegan recursos públicos que, inevitablemente, han de retraerse de algún sitio, que, casualmente, suelen ser los lugares y servicios más demandados por la mayoría de conciudadanos. Tanto monetarizan el concepto de libertad, que lo insultan hasta el punto de convertirlo en comida basura o en un bocadillo de calamares a la puerta de un hospital sin sanitarios. Allá cada cual con su conciencia.

En esta reedición de la antología del disparate, se confunde a los demócratas militantes (sirva de ejemplo la intervención de Àngels Barceló en su no debate) con secuaces o sicarios del comunismo nazifeminista progre y bienqueda que engloba a todos los enemigos de España. Hoy, el terrorismo que viaja en cartas, es justificado en público (jaleado en privado), o considerado como un exceso disculpable, pecadillo venial, de esos caballeros cruzados de nuevo (o no tan nuevo) cuño que van a librar a la patria de la tiranía podemita y alrededores, cuantificada por ellos mismos en unos 26 millones de españoles. Y la Justicia calla. No he escuchado, hasta el momento de escribir estas líneas, a ningún portavoz del CGPJ manifestarse al respecto, como si la amenaza a miembros del Gobierno no fuera una amenaza al Estado. ¿Es esa una manifestación explícita de la anhelada independencia del máximo órgano de la judicatura española? Y como hay quien cuantifica todo, hasta la superviviencia de unos menores, utilizaré esos mismos términos, los de la cuantificación, para intentar hacerme entender entre los suyos: ¿Cúanto nos cuesta a todos los españoles sufragar el odio y la sinrazón? Cada sueldo, cada edificio, cada acto de estos sujetos (y de quienes los disculpan) suma, y el monto es infinitamente superior a los famosos 4.780 euros mensuales que tanto les duele. Son las debilidades (o las fortalezas, según se vea) de la democracia, que sufraga a quienes combaten activamente contra ella. La España tranquila, la que trabaja o quiere trabajar, mira con miedo y espanto hacia Madrid, hoy y hasta el cuatro de mayo, centro de la preocupación de todo un país.

No quiero que sea Madrid ni la tumba del fascismo, ni la de nadie, sino la cuna de su olvido y, también del olvido de aquellos que le sonríen y tienden manos, invitándolo a una fiesta, la de la democracia, que no le corresponde, sean esas manos políticas, mediáticas, empresariales o sociales. Corren tiempos de pocos tiempos: no hay tiempo. Entre tanta serie que ver, concursos en los que sobrevivir o interioridades de famosos en las que opinar, no queda espacio para pensar. Las “ideas fuerza” reemplazan a la fuerza de las ideas, y la sucesión de tuits se impone a la reflexión y al razonamiento de una columna periodística. Así, el indignado de siempre, el descontento de todo, el incorfomista necesario, recibe inputs incompletos, medias verdades, o falsedades que adquieren la categoría de dogmas, se desplaza por el círculo político y torna su morada indignación en verde ira. Si levantara la cabeza el Viejo Profesor, se daría cuenta de que no tendría cabida en este Madrid de unos contra otros, en lugar del preferible todos junto a todos. En esta defensa de la democracia, retomo sus palabras: “Quien no esté aun colocado, ¡que se coloque!”.

Javier C. Fernández Niño es socio de infoLibre

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