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Maletas de cartón cargadas de sueños

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Luisa Vicente

Ha pasado menos de un año y casi nos hemos olvidado, a excepción de sus familias, de que casi 30.000 ancianos murieron de manera escalofriante en sus residencias.

El 14 de febrero 2021, el voto que cada ciudadano puso en la urna, que no estuviera en blanco o fuera nulo, llegó a uno de los nueve partidos que forman el arco político. Dichos partidos aceptaron implícitamente que la autoridad competente en materia de salud redactara el protocolo que prohibía a los ancianos que estaban en residencias, ser trasladados a los hospitales.

A partir de esa orden, los ancianos de toda España tuvieron que recluirse en sus centros sociales, que no sanitarios, por lo que los responsables sabían que los estaban condenando a muerte.

Así fue. Parte de aquella generación de hierro y manos de esparto, ya no está.

Medias suelas en los zapatos le dieron para andar un camino difícil, que se acrecentó en los últimos días de su vida.

Pucheros de barro en su juventud, y luego platos de Duralex en su mesa, le sirvieron de poco para medir el tiempo de tranquilidad que le quedaba.

Vestirse con camisas de colorines en su vejez y de negro en su juventud, tampoco le dio muchas alegrías.

Los sabañones de sus manos no se le fueron, seguía con las manos congeladas al trabajar a la intemperie en la ciudad.

Trabajó 15 horas al día durante años para comprar un piso, y a los dos días de irse a la residencia se lo okuparon.

Daba a sus nietos un euro cada semana, el mismo dinero que le daba para vivir un mes, encima ahorrar, y comprarse una camisa a rayas cada 3 años.

Iba a trabajar con bocata de chorizo barato, envuelto en papel de periódico. Después comía sándwich con rodajas de tomate y salmón ahumado, y le diagnosticaron anemia.

Del abrigo viejo, pero calentito, que su mujer le cosía dando la vuelta para que durara más tiempo, pasó a uno de El Corte Inglés muy caro. Le aseguraron que era de pura lana, pero nunca le sacó el frío de los huesos.

Aterrizó en Barcelona en un tren de tercera con bancos de madera y lo llevaron en coche fúnebre al cementerio.

Llegó a Barcelona con maletas de cartón. Aguantó la guerra civil, la postguerra, el hambre y la dictadura, pero nunca imaginó verse frente a la parca en un sitio que pagaba 2.000 euros al mes.

De joven enterró a sus muertos a paletadas de cariño y de lágrimas. De viejo no tuvo ni brazos que lo abrazaran, ni ojos que lo lloraran, ni un alma que lo despidiera.

Quedó solo sobre la cama de la habitación de aquel lúgubre pasillo, mientras escuchaba los gritos de otros romperse contra las paredes. Aporreaban las puertas de las habitaciones suplicando salir.

Tras un instante, los gritos se apagaron. Su maleta de cartón cargada de sueños se vació para siempre.

Luisa Vicente es socia de infoLibre

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