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Carolina Sanín: “Que no te censuren lo que escribes no significa que no te castiguen”
Si buscas en Google el nombre de Carolina Sanín, de los casi 75.000 resultados es bastante probable, que la mitad (o al menos, un tercio) sean furibundas diatribas contra la columnista y escritora colombiana. Al escribir, entre otras cosas: “Odio el norte [de Bogotá] con sus mujeres idénticas unas a las otras, de bluyín enmorcillado y bota encima del bluyín” disparó un dardo envenenado que volvió contra ella a buena parte de la opinión pública. La sentencia se recogía en la última columna que firmó para El Espectador, uno de los diarios más leídos de Colombia, que fue un adiós y un alegato contra todo lo que odiaba de Bogotá. Repartió a diestro y siniestro, dijo abominar los círculos intelectuales con “sus lecturas trasnochadas” y a su generación entera y su perica, “que es como tienen que decirle a la cocaína para que no se confunda con la misma sustancia que consagra la mentira y financia las masacres, y así no les entre la mala conciencia”.
Sanín no busca la complacencia de ningún público. “No me interesa provocar, pero tampoco adular. Critico lo que considero objetable, me gusta observar y tratar de analizar. Supongo que, a veces, he sido un poco ingenua. Desde que empecé a escribir pensaba que podía decir cualquier cosa porque di por sentada una libertad, pero que no te censuren no quiere decir que luego no te castiguen”, dice la escritora de la que han dicho que escribe “columnas de señora amargada”. Su actitud punzante recuerda a la del irreverente Fernando Vallejo, que renunció a su nacionalidad colombiana tras rebatir durante años la hipocresía de la sociedad de su país y la impunidad con la que convivía la sanguinaria violencia desplegada durante el gobierno de Álvaro Uribe.
Leyendo sus columnas se podría pensar que Sanín es altiva, elitista y, a veces, cae de manera inconsciente (o no) en la crítica arbitraria, porque qué más da cómo lleven los pantalones las mujeres de Bogotá. Aunque también se podría decir que mira a través de una lupa la sociedad colombiana y se recrea en los tabúes, en las sombras del machismo, por ejemplo, o en la frivolidad de las clases adineradas del país. Pero en las distancias cortas, Sanín (Bogotá, 1973) es amable, risueña y defiende con fundamento y sin pretensiones sus puntos de vista. Acaba de publicar en España Los niños (Siruela), una novela escrita a modo de cuento, con una estructura clásica de presentación, nudo y desenlace, que narra una extraña relación entre una mujer y un niño que aparece de repente en su vida.
Laura, como así se llama la protagonista, acoge a Fidel después de que una noche lluviosa éste se apostase bajo un ventanal de su casa. El niño, de edad indeterminada y carácter desdibujado, es un personaje inquietante y oscuro con el que el lector es incapaz de empatizar, construido así en la narración para que sea un símbolo de todos los niños y no la concreción de uno solo. Cuenta Sanín que la imprecisión deliberada de este personaje busca responder a la pregunta que subyace en todo el texto: ¿qué es un niño? “La experiencia de un niño es incomunicable, no te puede decir cómo vive, cuál es su mundo, cómo vive la realidad… porque no tiene lenguaje para hacerlo y, cuando ya lo tiene, ya no sabe cómo fue entonces”, argumenta. Ese recuerdo inefable es lo que perturba a Sanín, quien llega a asegurar que “todos somos huérfanos” porque buscamos a través de las relaciones sociales la hospitalidad radical y la sensación de pertenencia que perdimos al apartarnos de nuestras madres.
Profesora de Literatura en la Universidad de los Andes, Sanín escribe ahora columnas en la revista literaria Arcadia, después de pasar varios años opinando en El Espectador y la revista Semana. Un bagaje que le permite indicar cuál debe ser el papel de un columnista: “Tiene que señalar temas y opiniones que se puedan observar más profundamente”, es decir, más que la queja o el mero juicio el columnista debe poner sobre la mesa cuestiones que merecen una reflexión colectiva. Amenaza con volver algún día a El Espectador, aunque se arrepiente de algunas cosas publicadas, como una incendiaria columna contra el cantante Juanes, del que dijo que era “la mezcla perfecta de macho malhablado y conservador rezandero”. “A veces me enardezco por algo y luego me doy cuenta de que no me importa tanto”, confiesa ahora entre risas.
Esas críticas mordaces le han provocado sutiles “castigos” (entrecomillados no por ser una cita de la entrevistada, sino porque ella lo dice literalmente así) como cierto aislamiento de algunos círculos literarios en Colombia. Otras reprimendas, de peor gusto, utilizan su apellido como un arma arrojadiza, ya que su familia ha estado siempre vinculada a partidos de izquierda y su tía, Noemí Sanín, es una conocida política y activista feminista. “La sociedad colombiana es muy desigual y postcolonial y hay muchos resentimientos sociales –justifica la escritora-. Aun cuando eres una persona de izquierdas, como lo soy yo, los apellidos son una cosa más para descalificar”. Si volviese a la atalaya de El Espectador, Sanín lo haría, sin duda, con la misma voluntad de análisis, aunque eso le vaya a costar ser un blanco (más) de la inquina de cierta moral.