Orgullo por qué, orgullo para quién: la representación LGTBIQ+ en el cine de ayer y hoy

Tom Hanks en 'Philadelphia'.

The Walt Disney Company tuvo unos meses particularmente horribles en 2022. Las inmediaciones de su sede en Burbank (Los Ángeles) se llenaron de manifestantes en paralelo a que los accionistas pidieran la cabeza del CEO, Bob Chapek. Chapek se había convertido en el mandamás de la Casa del Ratón dos años antes, mostrando velozmente una actitud homófoba que llevaría a la cancelación de una película animada de temática LGTBIQ+, Nimona, cuando la producción llevaba tiempo avanzada. No fue esta actitud la razón central para su inevitable despido —como sí lo fue su liderazgo de la empresa durante la pandemia—, y aún así de aquellas protestas multitudinarias se extraían varios aspectos centrales de los dilemas que atraviesa la representación queer en el mainstream.

Semanas antes de que los trabajadores portaran pancartas con el mensaje “Disney, protege a los niños LGTBQ+”, los animadores de Pixar —subsidiaria de la multinacional desde 2006— habían hecho pública una carta donde revelaban llevar años sufriendo presiones para no incluir personajes queer en sus películas. Frente a los medios gente del estilo de Chapek había presumido de estar comprometida a ir aumentando la representación en el amplio abanico de producciones de Disney, y su hipocresía era perceptible más allá de Pixar: de cara a exportar ciertas películas a países con una legislación hostil hacia el colectivo ya habían probado a editar el montaje, y además estaba lo de Ron DeSantis y Florida. 

Siendo un estado tan fundamental para las actividades de la compañía —por los parques temáticos, básicamente— Disney llevaba tiempo haciendo donaciones a políticos del Partido Republicano. Varios de ellos, incluyendo el que fuera el mayor rival de Donald Trump para liderar a los conservadores en las elecciones, habían estado tramitando por entonces la ley popularmente llamada Don’t Say Gay: esta prohíbe a los profesores hablar de identidad de género y orientación sexual en los colegios. Que Disney hubiera financiado esta iniciativa era lo que había movido a los trabajadores a echarse a las calles, en una crisis de imagen como la empresa no vivía desde los años 40, cuando la huelga de animadores.

La polémica del Don’t Say Gay aúna vigilancia a los artistas, intereses políticos, pinkwashing y complejas gestiones dentro de un sistema globalizado. Ofrece una imagen completa de gran parte de los problemas discriminatorios con los que ha de lidiar la representación del colectivo LGTBIQ+ a día de hoy en los medios audiovisuales, entendidos estos como distintas emanaciones de un capital que nunca pone las cosas fáciles. O lo que es peor: un capital con el que, si negocias, es posible que dicha representación termine irreconocible.

De la contracultura al pop

En su libro La conquista de lo cool Thomas Frank exponía su teoría de la asimilación según la cual, en los años 60, la contracultura surgida en EEUU habría sido absorbida y mercantilizada a través de las agencias publicitarias. Estas empresas convirtieron movimientos organizados y disidencias en marcas y productos, manteniendo unas líneas reconocibles pero vaciándolos de todo contenido político. El proceso no llega a ser paralelo a lo ocurrido con el colectivo LGTBIQ+ dentro de la producción occidental de imágenes pero está bien tenerlo en mente, sobre todo porque justo a finales los 60 la lucha por los derechos civiles había conducido a un hito como los disturbios de Stonewall.

Mucho antes de esto, evidentemente, el colectivo ya se había hecho un hueco en el cine, aunque no de forma primordial en EEUU. Una de sus primeras expresiones se dio en un mediometraje alemán de 1919: Diferente a los demás se posicionaba a favor de despenalizar la homosexualidad a través de un músico que sufría chantaje por su orientación sexual. Un planteamiento que resultaría ser de lo más influyente, pudiéndolo rastrear más tarde en la ebullición de un par de cinematografías al calor de grandes terremotos históricos. En Gran Bretaña, en 1961, Víctima replicaba este argumento en el marco del Free Cinema, movimiento donde buena parte de sus miembros resultaban ser queer. Más tarde en España, en 1978 y plena Transición, Eloy de la Iglesia trabajaba un drama similar en El diputado.

Siendo absurdo tratar de hacer un repaso pormenorizado de estas propuestas, lo que importa es que las más relevantes se enmarcaban en momentos de agitación política, guiando al cine hacia una modernidad que desafiara convenciones. Aun cuando la Nouvelle Vague francesa, como abanderada de dicha modernidad, no se preocupara mucho de este ámbito, alrededor de Europa tuvimos por la época a Reiner Werner Fassbinder en Alemania y a Pasolini o Visconti en Italia. Dentro de EEUU, ajustándose a este enclave alternativo, teníamos el cine experimental de Andy Warhol y más tarde a Kenneth Anger o Barbara Hammer.

Gerónimo Iván García Calderón, en su excelente trabajo Miradas sobre lo queer, acota un poco más esta modernidad revolucionaria, y asocia lo ocurrido en los 70 con la repentina conciencia de los cineastas de un nuevo potencial para su arte. “El cine crea espacios de aspiracionalidad e identificación de los sujetos ante la narración vista en pantalla, y se le reconoce como un poderoso generador no solo de construcciones semánticas sociales, sino también de subjetividades”. Este reconocimiento explicaría tanto el surgimiento contemporáneo de la crítica feminista, como la progresiva preocupación hacia el modo en que se desarrollan estas representaciones. Porque lo que no se representa, no existe.

El cine de Hollywood, supervisado durante décadas por un Código Hays que limitaba las representaciones del colectivo (en el mejor de los casos) a la caricatura, vivió en este sentido una suerte de eclosión en los 70. Dejada atrás la censura, la representación de identidades alternativas no tenía por qué ceñirse al underground, y fenómenos como The Rocky Horror Picture Show presagiaban un inevitable maridaje con lo pop. O, lo que es lo mismo, con la industria cultural. Aunque en los 90 habría un último estallido en forma del New Queer Cinema y el inicio de las carreras de Todd Haynes, Rose Troche o Gregg Araki, la película más representativa de la década sería seguramente Philadelphia con Tom Hanks, y es una que suscribe plenamente lo que Calderón define como la homonorma.

Con la homonorma hemos topado

La homonorma surge como una mutación de la heteronorma dentro de un paradigma occidental que por fin permite al colectivo LGTBIQ+ habitar su cultura, solo que manteniendo unos sesgos alérgicos a lo interseccional: hablaríamos de varones gays, atléticos, blancos y con posiciones económicas que les aíslan de los conflictos. Philadelphia, con su abordaje hollywoodiense de la epidemia del SIDA a través de un abogado interpretado por Hanks, allanaría el camino para “historias de homosexualidad ya liberalizadas bajo la idea de que no existe conflicto social que amenace la existencia de los homosexuales”. “Es el individuo”, sostiene Calderón, “el que se siente amenazado, pero no existe tal cosa”. 

Desde el New Queer Cinema, y volviendo sobre los terremotos políticos que atravesaron varias sociedades a finales de siglo, la homonorma se ha topado con multitud de espacios de resistencia. Pedro Almodóvar, sin ir más lejos, surgió en la misma Transición donde Eloy de la Iglesia aunaba la identidad queer con su crítica al viaje de nuestro país hacia la democracia. Y junto a Almodóvar, nombres más tardíos como Céline Sciamma, François Ozon o Levan Arkin, entre muchísimos otros solo dentro del circuito europeo. Sus voces, sin embargo, tienen menor alcance de lo que pueda generar Hollywood, que ha mantenido su compromiso con las operaciones de homogeneización desarrolladas a partir de los 90.

Las limitaciones de la homonorma hallaron una nueva expresión paradigmática en un film reciente, descrito como “la primera comedia romántica gay. Ana Jiménez escribió que Bros: Más que amigos lanzaba “una mirada despolitizada, ajena a la subversión de los géneros cinematográficos y solo preocupada por la representación individual de la identidad”. Llamativo, teniendo en cuenta que este film de tenía como protagonista a un estudioso de la historia LGTBIQ+. “Paradójicamente, la película sitúa a los personajes en un margen con el fin de hablar de ellos mismos en entornos cerrados, sin comunicación”. 

Esta expresión normalizada, desgajada de la historia y la lucha política, tiene un amplio abanico de consecuencias. Puede llevar a que Disney elimine a su “primer personaje LGTBIQ+” sin perjuicio para la trama, puede llevar a que hoy no haya estudio mayoritario sin su deseo por ganar nuevos consumidores con la publicidad apropiada o, incluso, puede llevar a otras tesituras aún más conflictivas, trascendiendo los medios audiovisuales. 

Adiós a Ventura Pons, un director clave del cine catalán y LGTBI (con Ocaña de fondo al principio y al final)

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El Ayuntamiento de Madrid, de cara a anunciar los festejos veraniegos normalmente asociados a las reivindicaciones del colectivo LGTBIQ+, utilizó como eslogan en 2023 “Muestra tu orgullo”. Ese “tu orgullo” acaso sea más definitorio que el “Madrid Orgullo 2024” de este último año, si bien en este caso sea notable la desaparición de la bandera arco iris y la afloración de dibujos de condones o cócteles. Más allá de un hedonismo consumista vaciado de significado este orgullo genérico, ese “tú”, ilustra el último extremo al que ha llegado la individuación y comodificación sistémica de las luchas. Afortunadamente, existen contrapesos. Miradas críticas, si sabes dónde buscar.

En 1985, ante la estigmatizante cobertura que de la epidemia del SIDA estaba realizando el New York Post, nació la Alianza de Gays y Lesbianas contra la Difamación (o GLAAD). Décadas después, en 2019, se fundó en España el Observatorio de la Diversidad en los Medios Audiovisuales, comprometido con publicar cada año un informe analizando qué rumbo está tomando esta representación, así como las posibilidades de que las imágenes hegemónicas empiecen a tambalearse desde un impulso colectivo.

… Continuará

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