Los últimos párrafos de Poeta chileno nos iluminan sobre cómo algunos narradores (acaso los mejores) se sienten con respecto a sus criaturas. En esta novela, un clásico instantáneo, Alejandro Zambra escribía que los protagonistas “ojalá no se pierdan de vista”. “Eso sería lo más parecido a un final feliz, y me dan ganas de seguir escribiendo hasta llegar a las mil páginas solamente para asegurarme de que al menos durante esas mil páginas no se pierden de vista”. La novela parecía concluir de forma caprichosa. “No vamos a saberlo nunca porque esto termina aquí, porque esto termina bien, como terminarían tantos libros que amamos si les arrancáramos las páginas finales”.
Zambra había decidido terminar su historia en un punto concreto: aquél en el que los personajes pudieran contemplar el futuro de la forma más optimista. Era consciente de que dichos personajes habían cobrado vida propia y que, por eso, como escritor, solo podía aspirar a clausurar el relato de la forma que resultara más satisfactoria para él, antes de continuar y dar espacio a que todo se estropeara. Pues esa “vida propia” había nacido, a fin de cuentas, del amor que Zambra sentía por ellos. El amor es capaz, siempre, de engendrar vida, y esto es particularmente cierto en la ficción. Gonzalo y Vicente existen. Nadie podría negarlo convincentemente, sobre todo si se lo discute a Zambra o a cualquiera que haya leído Poeta chileno. El amor es así.
Los personajes que tienen vida propia, los personajes que han nacido del amor, no tienen que ver su existencia limitada a la historia que han poblado. Zambra admitía que él había perdido relevancia en tanto a demiurgo, y que lo mejor (para él) era dejar las cosas ahí, aceptando que todo podía continuar pero que, simplemente, no quería ser quien lo registrara. Es una actitud que puede parecer distinta, de entrada, a la de otro narrador como es Cesc Gay. El cineasta barcelonés ha sido más estricto en lo que se refiere a cerrar relatos. En algunas de sus películas, de hecho, los personajes solo pueblan viñetas. Se limitan a habitar frescos temáticos.
Aún así, la última película de Cesc Gay se titula Mi amiga Eva. Los amigos de la susodicha Eva tienen cierta importancia en la historia —sobre todo el que interpreta Francesco Carril, exhibiendo una gran vis cómica tras ejercer de antihéroe romántico en Los años nuevos y el cine de Jonás Trueba—, pero no poseen su punto de vista. El relato que cuenta Gay no se despliega según su perspectiva, son testigos en tanto en cuanto son secundarios de una comedia romántica cualquiera. Así que es inevitable asumir que ese “mi amiga” emana directamente de quien relata la historia. El guion está coescrito por el omnipresente Eduard Sola (Casa en llamas, La virgen roja) y es una nueva película dirigida por Cesc Gay. Eva, obviamente, es la amiga de Cesc Gay.
Personajes con agencia plena
Antes que una cursilada —que también, por qué renegar de esa palabra—, esto remite a una actitud similar a la de Alejandro Zambra. Creadores que otorgan plena agencia a sus creaciones y, manteniendo una cercanía inevitable, se maravillan de conocerlas, de verlas en movimiento. Un movimiento que es errático, apenas guiado por imposiciones estructurales. La Eva de Mi amiga Eva es una mujer torpe e insegura. Cambia de opinión, no sabe defender sus ideas con contundencia, no deja de equivocarse. Tartamudea. Hace el ridículo. Sus amigos se preocupan por ella a la vez que muchas veces menean la cabeza con desaprobación. Sus amigos de la ficción, puntualicemos. Hace tiempo que Gay dejó de mirar con desaprobación a sus personajes.
Fue más o menos al descubrir que lo que le interesa del cine es escribir, hacer partícipes a los intérpretes de cada mínima particularidad del papel que les entrega, y por último lograr que estos desaparezcan en los personajes que ha escrito. Con lo que a Gay, claro, no le ha quedado otra que rendirse al influjo teatral —Sentimental, en 2020, se basaba en una obra ya representada que él mismo había escrito—, mientras se iba despojando de aquellos elementos que consideraba superfluos. Eso no ha sido del todo bueno para su cine, porque ha disminuido drásticamente su preocupación por cualquier imagen convocada exteriormente a los personajes.
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Quizá Gay no vuelva a alcanzar la excelencia de aquel díptico (En la ciudad/Ficción) que acaso supusiera lo más estimulante que le ocurrió al cine español a principios de los 2000. Porque, además de las virtudes que nunca han dejado de acompañar a su obra —el guion, la dirección de actores—, aquí el barcelonés quiso además que el espacio dijera algo de los personajes, intensificó la vibración de su vida entre lo urbano y lo rural. Recabó una autoridad extra, exhibió una ambición que ha ido disminuyendo hasta extremos abiertamente televisivos. Le pasaba a Historias para no contar y le pasa a Mi amiga Eva. Gay se ha agazapado tras el guion, ha concretado sus objetivos, y en su última película ni siquiera palpitan las referencias cinéfilas. Hay un guiño a Nanni Moretti lanzado sin energía alguna, con el mismo descuido que domina la realización.
La cuestión es, ¿importa? ¿Importa cuando Eva, insistamos en el título, es lo más importante? La película de Gay se contenta con encontrar a Eva en un momento muy curioso de su vida. Esta mujer se acerca a los 50 años y quiere volver a enamorarse. A sumergirse en “el juego del amor”, como lo llama ella. Así que, aunque no tenga ningún problema con su marido (Juan Diego Botto), decide separarse, y emprender una búsqueda marcada por la confusión y la tontería. Gay le ha regalado a este personaje a Nora Navas tras su pequeña colaboración en Historias para no contar, y ha logrado lo que pretendía con ello: que Eva se haga carne en su cuerpo, y Eva sea tan irritante y egoísta como encantadora e ingenua. Como humana, sin más.
A Mi amiga Eva solo le importa esto. Hay tal transparencia en sus propósitos, tal nobleza en un dispositivo estético que Gay organiza sin preocuparse de dispositivo estético alguno, que solo queda aceptar la honestidad del conjunto. Algunos diálogos no son tan redondos, algunos chistes se estrellan, y en ocasiones todo transpira cierto olor a naftalina. Pero hay una humildad militante que lo anega todo. Que comunica los esfuerzos de Gay con la esencia de las historias y sintetiza por qué las necesitamos tanto. Acaben cuando acaben. Aunque si acaban bien, mejor.
Los últimos párrafos de Poeta chileno nos iluminan sobre cómo algunos narradores (acaso los mejores) se sienten con respecto a sus criaturas. En esta novela, un clásico instantáneo, Alejandro Zambra escribía que los protagonistas “ojalá no se pierdan de vista”. “Eso sería lo más parecido a un final feliz, y me dan ganas de seguir escribiendo hasta llegar a las mil páginas solamente para asegurarme de que al menos durante esas mil páginas no se pierden de vista”. La novela parecía concluir de forma caprichosa. “No vamos a saberlo nunca porque esto termina aquí, porque esto termina bien, como terminarían tantos libros que amamos si les arrancáramos las páginas finales”.