Así aplana ‘El cautivo’ el mito de Cervantes: el cine de Amenábar y su frívola comprensión de la historia
De Shakespeare enamorado indigna sobre todo que le quitara el Oscar a Mejor película a Salvar al soldado Ryan, aunque antes este film de 1998 había cometido una infamia mucho peor con el legado del propio Shakespeare. Desde luego nadie había querido sostener un mínimo rigor histórico dentro de esta producción de Miramax —que llegó donde llegó gracias a la despiadada campaña promocional de Harvey Weinstein—, porque Shakespeare enamorado buscaba ser ante todo una celebración de la obra del Bardo, recreando su vida como si fuera la del protagonista de una de sus obras de teatro. Así que hay que valorarla desde este ámbito. E indignarse igualmente.
Es entonces cuando el film se ofrecería como una esforzada banalización de los motivos por los que hemos celebrado durante décadas el talento de Shakespeare. Una comedia romántica que se ciñe a la supuesta creación de Romeo y Julieta como quien se limita a subrayar frases aisladas para hacer camisetas o forrar carpetas, privilegiando los versos amorosos y soslayando la comedia, la tragedia y, en resumen, la complejidad filosófica que esta obra desbordaba como tantas otras. Hoy nos acordamos de Shakespeare enamorado por la inminencia de un nuevo film que especula con la figura del autor —Hamnet, con Paul Mescal de protagonista, suena fuerte para los próximos Oscar adaptando la novela homónima de Maggie O’Farrell—, aunque sobre todo debemos recordarlo por la llegada a cines de una película que somete a un trato parecido a Miguel de Cervantes.
La cultura popular ha convenido en entrelazar los mitos de Shakespeare y Cervantes. Por sus carreras simultáneas —uno desde Inglaterra y otro desde España—, y sobre todo por su nutritiva expansión del conocimiento humano a través de la literatura. Se supone que a Alejandro Amenábar le empuja una mayor preocupación histórica que a los artífices de Shakespeare enamorado: El cautivo retrata la estancia de Cervantes en Argel, hecho prisionero entre 1575 y 1580 tras la batalla de Lepanto. El propósito de Amenábar es plantear dentro de este escenario la transformación de Cervantes en narrador, más de dos décadas antes de elaborar El Quijote. Así que, de nuevo, lidiamos con la fabulación y con la necesidad de interiorizar qué hizo grande a cierto autor, para celebrarlo mediante el cine. Y de nuevo tenemos un fracaso notable.
De 'El cautivo' a Don Quijote
Es previsible que El cautivo desate debates de carácter histórico por cuanto la película sostiene de forma unívoca que Cervantes era queer. Este rasgo de su identidad aclararía cierto enigmático conflicto que tuvo antes de enrolarse en el ejército y su posterior supervivencia en prisión gracias a una relación cercana con Hasán Bajá, señor de Argel. Y es un rasgo que ha sido estudiado profusamente, obteniendo pábulo variable según las declaraciones recogidas por Juan Blanco de Paz —un compañero de cautiverio que aseguró que Cervantes había hecho “cosas viciosas, feas y deshonestas”— o las invectivas extemporáneas de autores como Fernando Arrabal.
Vaya, que lo de la homosexualidad de Cervantes es algo tan probable como susceptible de desatar en 2025 la furia de la turba derechista, denunciando “inclusión forzada” o lo que toque. Solo que también hay opciones de que la sangre no llegue al río después de todo. Arturo Pérez-Reverte, una suerte de referente moral para la reacción —últimamente ha disfrutado de bastante casito de esta índole a cuenta de la publicación de un nuevo libro de El capitán Alatriste—, le ha dado su beneplácito a El cautivo. Es consciente de que “hay dos minutos polémicos”, pero admite que es una película “bien hecha”. Como guardián del rigor histórico se siente cómodo. Lo que supone, en sí mismo, una señal de lo tibia que en realidad es El cautivo. De lo poco molesta que es.
El cautivo difícilmente incomodará a nadie cuando traza un retrato tan prudente de la alteridad. Y quien dice prudente dice conservador. La bienintencionada escritura de la diversidad del protagonista contrasta con la de su némesis, el citado Blanco de Paz (Fernando Tejero), cuyo odio a Cervantes el guion justifica con una suerte de homosexualidad reprimida cayendo en un gran tópico homófobo. Algo parecido sucede con los musulmanes de la película, a quienes se insiste en describir de forma ecuánime —propiciando, al fin y al cabo, que Cervantes viva su sexualidad de forma más libre que en España— mientras el guion a la larga solo introduce a dos personajes construidos como tales pertenecientes a este credo. Siendo ambos cristianos conversos, y no siendo una presencia especialmente positiva —el citado Bajá y el traicionero personaje de Luis Callejo—.
Estos detalles son, por otra parte, bastante intrascendentes. Es más apetecible problematizar aquello de que la película esté “bien hecha”, o dilucidar si es un buen abordaje a la creatividad cervantina. En el primer apartado nos topamos con una película mustia y narrada sin vigor alguno; adoleciendo además de un diseño de producción muy pobre y unas interpretaciones flojísimas —el intérprete de Cervantes, Julio Peña, no logra disimular haber cosechado su fama a costa del fenómeno adolescente A través de mi ventana—, que igualmente podría aspirar a algunos Goyas técnicos. En el segundo está la auténtica clave del fracaso de El cautivo, pese a lo edificante que no deja de ser su conclusión: Cervantes habría vivido “mejor” de quedarse en Argel, pero necesitaba escribir en su lengua y compartir su obra con el mundo. Por eso volvió a España.
El problema radica en cómo Amenábar construye el incipiente idilio de Cervantes con la ficción. El cautivo le muestra en una especie de recreación de Las mil y una noches —encandilando los oídos del Bajá para sobrevivir— mientras que, jaleado por quienes les rodean, el protagonista descubre lo bien que se le da contar historias. La que centra la trama de la película se basa a su vez en La historia del Cautivo, que figura en la primera parte de Don Quijote de la Mancha y está ampliamente considerada como autobiográfica. Es decir, que no sería mala estrategia, si su relato no estuviera punteado por burdos cliffhangers propios de una serie de televisión y solo se enfatizara su carácter de entretenimiento: una vocación escapista, que Amenábar ensambla con abundantes referencias a la iconografía del susodicho Quijote. No se pudo resistir, ha dicho en las entrevistas.
De Argel a La Mancha
Los minutos más embarazosos de El cautivo son los dedicados a referenciar la obra magna de Cervantes: una ridícula saturación de guiños que van desde la repentina morriña de Cervantes por los molinos de viento de su país, hasta un barbero cuyo nombre cristiano es Alonso y utiliza una bacía muy reconocible, pasando por la presencia de dos personajes cuyo aspecto es idéntico al de Don Quijote y Sancho Panza. Todos estos guiños comparten —además de una vacua gramática que recuerda a cómo Hollywood administra las citas de sus blockbusters nostálgicos— su condición cosmética y eminentemente visual. No remiten al Quijote en tanto a obra literaria, sino a catálogo de iconos despojados de su sentido original.
A la película no le queda otra que emplearlos así porque lo sucedido con Cervantes en Argel no tiene mucho que ver con las inquietudes de Don Quijote de la Mancha en tanto a obra literaria. Entre muchas otras cosas El Quijote nos habla del idealismo y de la razón, empleando un tono paródico ajeno a los recursos de los que dispone Amenábar. También ajeno a la forma tan estrecha y anodina en que la película entiende la ficción, asumiéndola como un mecanismo de evasión que solo se ha de preocupar por seducir al receptor, en lugar de como un abordaje alternativo y libérrimo a nuestra realidad para enriquecer la comprensión de la misma. Es un entendimiento —la propia trayectoria de Amenábar lo demuestra— fácilmente recompensable y lucrativo, pero injusto cuando hablamos de Cervantes o cuando hablamos de nuestra relación con la historia.
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Porque acaso lo peor de todo es que no hay grandes diferencias entre cómo Amenábar entiende la ficción y cómo ha podido entender la historia, esa que podemos escribir con mayúsculas.
Amenábar ha firmado varias películas históricas y, salvo excepciones —algunos elementos de Ágora—, todas se han caracterizado por este abordaje simplón y presentista. No es tanto que se haya parapetado en ella como si fuera algo concluido —un pasado cerrado sin posibilidad de resonar en el presente—, pero sí como un lecho compartido que destilar cínicamente según los discursos más planos y facilones. Ninguno de los artífices de El cautivo parece saber de qué habla El Quijote o cuáles podrían haber sido las preocupaciones de Cervantes como autor —no es necesario para hablar de lo bonito que es “contar historias”, así, en el vacío—, al igual que nadie en Mientras dure la guerra se quiso responsabilizar de qué supone hablar hoy de la Guerra Civil española.
Con aquella película de 2019 Amenábar cometió una ignominia mucho peor que las que pueblan El cautivo, sintetizada por aquella escena donde dos amigos reclamaban el carácter de gran imagen aglutinante de nuestro país. Con dicha escena la película no solo insistía en su equidistancia, sino que se aferraba a un mito tan estúpido como es la “España cainita”; ese país donde los desacuerdos no se extraen de una experiencia fascista sino de algo ancestral y antipolítico que nos obliga a alargar la discusión hasta el atardecer. El cautivo no llega a ser tan irresponsable como Mientras dure la guerra —no deja de ser un film tonto y mediocre de tantos—, pero tampoco habría que desestimar lo perezoso, y en definitiva lo funcional al poder, que es considerar a Don Quijote una mera historieta de aventuras para echar el rato.