‘Romería’, el decepcionante final de la trilogía con la que Carla Simón ha cambiado el cine español

Fotograma de 'Romería'.

Es obligatorio entender Romería preseleccionada este miércoles como candidata a los Oscar— como la cumbre del proyecto artístico que inauguró Verano 1993 en 2017 y prosiguió Alcarràs en 2022. Pues este proyecto artístico está consagrado a la relación de Carla Simón con sus padres fallecidos y discurre por los obvios cauces de la autobiografía, sin que la directora barcelonesa haya pretendido nunca disimularlo. Verano 1993un absoluto terremoto para la cinematografía patria— retrataba el duelo inmediato de Simón cuando no era más que una niña y acababa de irse a vivir con su familia materna. Alcarràs mantenía el apego a este clan para explorar su convivencia dentro de un mundo rural en crisis, para que ahora Romería se gire a la familia del padre cuando su hija ha decidido estudiar cine, y se lanza a investigarla.

Así que en Romería la actriz Llúcia García interpreta a Marina, siendo Marina un álter ego de Simón. El campo catalán es sustituido por la costa gallega —de donde es oriundo su padre, y donde se consumó el romance de este con su madre— sin que a priori esto obligue a una renegociación de los términos en que hemos recibido hasta ahora el cine de Simón. La directora continúa haciéndonos partícipes de su periplo vital obteniendo grandes loas con ello —Romería compitió, junto a Sirat, en la Sección Oficial del Festival de Cannes—, así que el camino debería estar allanado para recuperar los adjetivos que acogieron las películas anteriores. Para celebrar lo “personal”, lo “honesto”, lo “cercano”, de la obra de Simón. Pero ya no resulta tan sencillo.

Romería es, de hecho, una película muy distinta de Verano 1993 y Alcarràs. El recorrido de Marina por Vigo, para empezar, está circundado por actores profesionales con diálogos milimétricamente perfilados. No hay lugar para la imprevisibilidad de las estrategias previas de Simón —felizmente concretadas en el trabajo con las niñas de Verano 1993— porque la narración ha de ser totalmente diáfana, casi un procedimental que aleje a Romería de aquellos ángulos del realismo con los que tanto nos gustó en su día citar a André Bazin. El teórico francés, al asumir la expresión cinematográfica desde su vínculo con la fotografía, estudió el valor del medio según su capacidad para ejercer de voluntarioso registro de la realidad, y esto era parte de lo que pretendía Simón con sus dos primeros largometrajes. Unos objetivos dejados totalmente de lado en Romería.

Es difícil entender Romería como una película “realista” por lo convencional de su entramado —que puntúan las revelaciones de sus familiares a la hora de aclarar un misterio— y, sobre todo, por su progresivo coqueteo con la fuga fantástica. A medida que Marina descubre cosas de sus padres Simón va redirigiendo su propuesta como directora y guionista, al punto de permitir que la película sea conquistada por una suerte de indagación poética en cómo pudo ser la vida de estos —ya podemos llamarlos así— personajes. Para ello se apoya en las pesquisas de la protagonista, claro, pero también en las cartas reales de la madre de Simón, que son leídas a lo largo del film.

La huida del cine de Simón de los encorsetamientos del realismo discurre entonces a través de lo epistolar y de la recreación imaginativa de algo que nunca se llegó a presenciar, y es lo que finalmente obliga a leer Romería no como continuación orgánica de sus dos primeros largometrajes, sino como explosión de lo planteado por Simón como cortometrajista. Exceptuando Correspondencia (2020) —donde tenía a la directora Dominga Sotomayor como destinataria—, los cortos epistolares de Simón han acostumbrado a girar en torno a la comunicación (imposible) con su madre: así fue en Llacunes (2016) y así fue en la obra que más fácilmente marida con Romería. Nos referimos a Carta a mi madre para mi hijo, que Simón también presentó en 2022 —meses después de Alcarràs— asegurando que quería evolucionar. Que el realismo se le quedaba pequeño.

Carta de Carla a ella misma

Carta a mi madre para mi hijo empleaba los escritos de la madre de Simón como relato destinado a su hijo a punto de nacer, hablándole de la abuela que nunca conocería y que ni la propia Simón había llegado a conocer del todo. Lo interesante del corto no residía tanto en sus cínicas condiciones de producción —formaba parte de las Women’s Tales, una plataforma creada por la marca de ropa femenina Miu Miu para “rendir homenaje a la feminidad del siglo XXI, sirviendo las prendas de Miu Miu de contrapunto al drama narrativo de cada episodio—, como en la patente de corso que le había ofrecido a Simón para, bueno, hablar de ella misma. Que desde luego era lo que nunca había dejado de hacer a lo largo de su carrera, solo que ahora sin disimulo alguno

El ensayo autobiográfico de Carta a mi madre para mi hijo se regodeaba entonces en las ocurrencias y asociaciones de ideas a vuelapluma de Simón, despojadas de esos ropajes sociales y narrativos que —admitámoslo de una vez— habían hecho realmente de Verano 1993 y Alcarràs dos películas tan excelentes y relevantes. Sin esos ropajes —que quisimos entender como el auténtico corazón de la obra de la barcelonesa—, la vocación de Simón se desvelaba como un simple monumento al ego, el vanidoso umbral a unas interioridades despreocupadas por aquello que les rodeaba. Los motivos por los que Carta a mi madre para mi hijo era un corto tan malo —tan caprichoso y ombliguista— son los mismos por los que Romería es la película más débil de la trilogía que nos ocupa.

No significa esto que sea un fracaso, ni mucho menos. Romería no es toda ella una huida arbitraria a aquello que Simón entienda por poesía pues también es, como Verano 1993 y Alcarràs, un recorrido por un paisaje y unas gentes. Un recorrido más lineal donde el guion flaquea a veces —la afinidad naturalista de Simón conduce paradójicamente a diálogos poco naturales a la hora de administrar información— si bien sabe delimitar un arco emocional y exhibir retratos potentes, como el del apesadumbrado tío Iago que interpreta el director gallego Alberto Gracia. Sigue habiendo preocupación por el entorno, en fin, que se las apaña para funcionar igualmente en algún segmento fantástico como aquel que ambienta Siniestro Total. En dicho segmento las imágenes de Simón pueden comunicarse con algo más allá de su propia subjetividad. Algo acaso colectivo.

Que no es, por otra parte, la norma en Romería. El film apenas sale del mundo interior de Marina, siendo su mirada una drástica coerción para cualquier inquietud que, sobre el papel, pudiera parecer abierta al mundo. La utilización de los recursos de la memoria familiar en conjunción a la alternancia de hasta tres formatos —la imagen de la cámara de vídeo de Marina, la nitidez digital de sus andanzas y el grano fotográfico de las andanzas de sus padres— emparenta a Romería respectivamente con dos películas tan decisivas de los últimos años como son Aftersun de Charlotte Wells y A la deriva de Jia Zhangke, si bien este parentesco sirve para subrayar sus limitaciones.

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Pues, ahí donde Wells sintetizaba un dolor insoportablemente contagioso dentro de una relación paternofilial y ahí donde Zhangke describía las mutaciones de la cultura china a lo largo del siglo XXI, Simón no tiene otra cosa que ofrecer que su propia subjetividad. Un relato sellado, que solo parece capaz de responder a sí mismo. A nivel superficial el viaje de Marina se sustenta en la necesidad de aclarar su vínculo paterno para poder ir a la universidad a estudiar cine, y lo peor que se puede decir de Romería es que el film no llega a esquivar una motivación muy diferente. Cómo va a hacerlo, si su recorrido por la Galicia asolada por el narcotráfico, la heroína y el sida solo llega a importar en la medida que le importan a la protagonista.

Romería es un ejemplo elocuente de los cauces tan estrechos del ejercicio autobiográfico o, más bien, de lo que puede suceder si la valía de ese ejercicio se entiende según el sujeto en lugar del objeto. Simón parece haber deducido que los aplausos se deben a quién es y no a lo que ha mirado, siendo un malentendido que se puede apreciar solo comparando las secuencias finales de Alcarràs y Romería. Ambas encuentran a la familia ficticia de Simón contemplando algo. En Alcarràs es el posible ocaso de su modo de vida, del que Elisa McCausland y Diego Salgado anotaban lo siguiente: “No existe equiparación posible entre unos y otros, no podemos hablar de una unidad de destino”.

“Sino, más bien, de una convergencia momentánea de sus miradas, antes de que el carácter de cada cual y la vida sigan haciendo de las suyas”. La grandeza de Simón radicaba en esa “convergencia momentánea”, aceptando que la realidad se construye a través de una miríada de subjetividades. La familia de Romería, por el contrario, coincide en admirar la belleza del paisaje marítimo sin darle más vueltas, sin la sospecha de la complejidad. Porque ahora es una mirada unívoca, que en su acrítica contemplación de lo “natural” exhibe un cariz reaccionario, y en su negativa a desbordarse certifica un ensimismamiento. Que también es, por supuesto, reaccionario en sí mismo.

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