A la rave le ha pasado algo similar a la cultura hippie en el sentido de cómo, con el paso del tiempo, se ha ido convirtiendo en una especie de paraíso perdido. Un momento en la Historia en la que todo fue posible, al que los teóricos anticapitalistas no dejan de volver para examinar sus potencialidades sin consumar. El Verano del Amor, mayo del 68, el momento punk y más tarde —entre finales de los 80 y principios de los 90— la afloración de las primeras grandes fiestas a lo largo de Gran Bretaña, acicaladas de un simbolismo irresistible: surgieron en las postrimerías del gobierno de Margaret Thatcher, y sus seguidores hicieron cuanto pudieron por clausurarlas.
La conclusión es obvia: la rave fue, o debió ser, la última gran resistencia frente a la consolidación del neoliberalismo. Así se han acercado a ella Simon Reynolds, Mark Fisher o McKenzie Wark, con la particularidad de que esta última pensadora sigue teorizando sobre ella en términos contemporáneos. La diferencia definitoria entre la rave y lo hippie, en definitiva, es que la rave sigue existiendo sin haber variado en exceso su ideología antiautoritaria. Wark escribió un tratado definitorio sobre el tema hace tan solo un par de años, de hecho, inspirada por las raves ilegales celebradas en EEUU durante el confinamiento por covid-19. En Raving sostiene que “el problema de la humanidad en esta época es que nuestra subjetividad no termina de cuadrar”.
“El sujeto está siempre partido, siempre dividido, y siempre siente que le falta algo. Puede pasar años en terapia para trabajar en eso, o hacerse raver”. Wark defiende la alteración de la subjetividad según el modelo raver como estrategia revolucionaria, oponiéndose a la colonización psicológica del capitalismo neoliberal. “La rave disuelve el cerebro en el cuerpo. No hay yo, no hay cuerpo”. Y concluye su manifiesto remitiendo, acaso fortuitamente, al mayo del 68 con los situacionistas franceses: “En la rave lo único que existe es la situación”.
Este hincapié en la situación, en un presente continuo de hedonismo, se opone a rasgos claves del sistema imperante como puedan ser la productividad, el individuo y cualquier viso de relato biográfico con el que entenderse psicológicamente. Aboga por una disolución del yo en pos del otro y de un espacio inmune al tiempo, con lo que no es difícil —ni siquiera hay que parapetarse necesariamente en las drogas— conectar todo esto con una espiritualidad esencial. De ahí que sea tan apropiado que el cine de Oliver Laxe haya querido fijar como asunto a la rave en Sirat.
No solo es que la espiritualidad defina por entero la carrera del cineasta gallego —Sirat tiende un puente directo con Mimosas, su segundo largometraje, en cuanto a un viaje asediado por la muerte a través de las montañas de Marruecos—, sino que específicamente hay una preocupación palpable por esta disolución del yo. Su debut, Todos vós sodes capitáns, planteaba en 2010 el problema de acercarse con ojos foráneos a un estrato sociocultural, para a medida que se desarrollaba esta mezcla de documental y ficción Laxe decidiera echarse a un lado y dejar, bajo la apariencia de la libertad y el caos, que un grupo de chavales magrebíes descubriera el cine en sus propios términos.
No necesitamos un horizonte
En vista de cómo ha evolucionado el cine de Laxe desde entonces, Todos vós sodes capitáns parece erigirse como un ritual. O, mejor, como un exorcismo de la primera persona del singular. No es que esto suponga ni mucho menos un derribo de la categoría burguesa de “autor” —todos los films de Laxe han salido victoriosos de su paso por el Festival de Cannes, ganando Sirat el Premio del Jurado—, pero sí ha posibilitado una indagación estética muy nutritiva. Culminada, acaso, en Sirat, donde Laxe vuelve una vez más a Marruecos para divisar en la rave la clave de bóveda de la auténtica espiritualidad. En dicho marco trata de despojar su mirada del paternalismo, convierte en protagonistas a los propios ravers, y explora las reverberaciones políticas de su estilo de vida.
La diferencia —y el ángulo desde el que Sirat se conforma como el film más accesible de Laxe— es que recurre a ciertas convenciones narrativas para guiarnos por él. Sergi López y Bruno Núñez son los protagonistas, un padre y un hijo ajenos a esta cultura, que se involucran en la rave buscando a su hija y hermana. Empiezan una travesía con ecos crepusculares a Centauros del desierto —de forma análoga a cómo Mimosas rimaba con Werner Herzog—, acompañados por un grupo de ravers, y Laxe pasa a prodigarse en apabullantes planos de arena y rocas, empequeñeciendo a los humanos y vehículos que los recorren para allanar esa ansiada fusión con la “situación”.
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Una fusión que, de forma significativa, parece mucho más armoniosa cuando vemos a los bailarines en trance, o simplemente grandes primeros planos de altavoces retumbando en medio del desierto. Laxe podría entonces haberse limitado a trazar una simbiosis progresiva de los forasteros con la espiritualidad de la rave, depurando su entendimiento de un nuevo cine trascendental, y es más o menos lo que hace Sirat… aunque le preste una atención creciente a lo que hay más allá de la rave. Será el elemento más controvertido de Sirat y podría entenderse como una concesión al shock o al espectáculo. También como un repliegue hacia la urgencia. O hacia el sentido histórico.
El viaje espiritual de Sirat es cercado progresivamente por la violencia institucional —el ejército arruinando la fiesta que abre el film, los ecos de algo que suena como una Tercera Guerra Mundial— para que esta violencia luego vaya haciéndose, en sintonía a la inmanencia rave, más desquiciada y abstracta. Laxe coquetea con el suspense y la crueldad, y reubica la utopía rave en unas coordenadas que reconozcamos con dolor. Su lectura del fenómeno retrotrae entonces a la documentada absorción neoliberal así como a una barbarie más ligada a Joseph Conrad, poniendo contra las cuerdas a la doctrina raver. ¿Sigue siendo útil, en este mundo apocalíptico, la preocupación de la fiesta libre por expandir nuestra subjetividad e convocar la revolución desde ahí?
La respuesta final de Laxe, en los últimos minutos de su película, se limita a una serie de caminatas en planos que subrayan su horizontalidad. Planos que difuminan o directamente borran el horizonte —planos de un poder inédito en el cine español, también—, para en su lugar destacar a un cuerpo móvil y tembloroso, sustraído de cualquier relato que no pase por una primordial pulsión de vida. Sirat, que toma su título de un puente entre el infierno y el cielo, rechaza entonces la condición de la rave como paraíso perdido al seguir confiando en sus posibilidades. No de futuro, sino de presente feroz. Estamos aquí, proclama esta película monumental. Ahora puede pasar cualquier cosa.
A la rave le ha pasado algo similar a la cultura hippie en el sentido de cómo, con el paso del tiempo, se ha ido convirtiendo en una especie de paraíso perdido. Un momento en la Historia en la que todo fue posible, al que los teóricos anticapitalistas no dejan de volver para examinar sus potencialidades sin consumar. El Verano del Amor, mayo del 68, el momento punk y más tarde —entre finales de los 80 y principios de los 90— la afloración de las primeras grandes fiestas a lo largo de Gran Bretaña, acicaladas de un simbolismo irresistible: surgieron en las postrimerías del gobierno de Margaret Thatcher, y sus seguidores hicieron cuanto pudieron por clausurarlas.