‘El reino animal’, un drama familiar mutante para pasar la resaca de Sitges

Fotograma de 'El reino animal'.

El reino animal es una película en plena mutación. Y bien pensado, es de lo más elocuente: si retrata un mundo golpeado por una pandemia que transforma a algunos humanos en animales, ¿por qué no iba a transformarse la cinta misma también? Después de inaugurar la sección Un Certain Regard de Cannes, este drama familiar francés vestido de fantasía llega a las carteleras españolas para amenizar la resaca del Festival de Sitges, donde ha ganado el premio a los Mejores Efectos Especiales y Visuales en el Festival de Sitges.

Los dos estados entre los que se metamorfosea El reino animal son el retrato melodramático de las relaciones humanas y el juego despreocupado con su premisa fantástica. Como les pasa a los híbridos de la película con sus lados humano y animal, lo uno y lo otro hacen alternativamente de meollo de la trama y de mero telón de fondo.

Unas veces, lo que parece importar en El reino animal es la condición mayor que define ese mundo separado entre humanos y bestias, una que se infiltra en el funcionamiento de los sistemas sociales como cualquier otra violencia estructural. Y otras, destaca sobre todo ello la relación de un padre (Romain Duris) y su hijo, Émile (Paul Kircher, el protagonista de la muy recomendable Dialogando con la vida), que lleva rota desde que su madre y esposa contrajera la enfermedad y fuera ingresada en un centro de internamiento para infectados en un pueblo del sur de Francia al que el hombre y el joven se mudan.

En su primera secuencia, la cinta anuncia de forma sagaz que su mundo mutante no se construye desde la sorpresa, sino desde el anticlímax: como Émile y su padre, los habitantes de esta Francia animalizada llevan años conviviendo con la mutación, que se presenta ante ellos más como un problema social enquistado que como el inicio de ninguna clase de viaje heroico.

El viaje, en todo caso, es iniciático para Émile y catártico para su padre. No sin chapotear en abundantes clichés de la bildungsroman de instituto y de los relatos sobre un hombre caduco ante un mundo que ya no comprende, El reino animal insiste respetablemente en convertir su fabulación pasada de vueltas en el marco para el estudio de una relación paternofilial. Porque la ecocrítica ni está ni se la espera.

Es en esas grisallas de drama familiar mutante cuando tiene más sentido que El reino animal esté escrita y dirigida por Thomas Cailley, que debutó en 2015 con Les combattants, ganadora de tres premios César de la academia francesa, entre ellos el de Mejor Ópera Prima. Tras aquella primera película, Cailley se zambulló en los modos del fantástico creando la teleserie Ad Vitam y porfía en el mismo camino con El reino animal.

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Pretendiendo contar a la vez el coming of age del adolescente y el duelo de su padre, la película se adentra en cavilaciones que nunca son muy inteligentes ni están demasiado inspiradas. La escuela del cine de género en la que se inscribe —por gusto o no— El reino animal no siempre persigue mucho más. Prefiere la exploración conceptual practicada desde lo háptico, desde las miradas mudas que se posan sobre texturas alienígenas y cuerpos imposibles.

Solo al final la cinta atina a tensionar realmente, por esa vía, las categorías de lo humano y lo animal. Lo hace con un puñado de apuntes casi lanzados al aire: los animales feroces frente a los animales consumibles, la relación histórica entre los monstruos del cine de terror y las sexualidades normativas y disidentes, la función policial del lenguaje, que lo dice todo y nada a la vez con el calificativo criaturas…; pero son solo eso, apuntes.

Ese estado transformativo de El reino animal no deja de producir de vez en cuando destellos de desvergüenza que —por una alquimia difícil de concretar fuera del marco mental de Sitges— se disfrutan. Sin embargo, por efecto de esa misma alquimia, la indecisión que mueve enérgicamente la película durante más de dos horas acaba por solidificarse solamente en planteamientos no satisfechos y desafíos autoimpuestos e incumplidos. Una mutación hacia la nada termina por perder la gracia.

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