‘Dialogando con la vida’, un viaje hacia el abismo a ritmo de 'synth pop'

Fotograma de la película 'Dialogando con la vida'

A Le Lycéen, la última película del director Christophe Honoré que llega esta semana a las salas, le han puesto de nombre en España Dialogando con la vida. Se entiende la intención —quizás la traducción literal al castellano, el bachiller, deja demasiado al azar—, pero lo que hace con la vida Lucas, el estudiante de secundaria de diecisiete años que protagoniza la historia, no es precisamente dialogar. Según lo describe él mismo en un momento de la cinta, su vida se ha convertido en un animal salvaje al que no se puede acercar sin que le muerda.

Desde una misteriosa y abstracta habitación, Lucas (Paul Kircher) rememora mirando a cámara, como si estuviera en una sesión de terapia grabada o declarando en un juicio que se televisa, los meses fatídicos que siguieron al fallecimiento de su padre en un accidente de tráfico. El mismo Honoré hace del padre del chico, que muere dejándolo lleno de espinas y truncándole la adolescencia, como le pasó al propio realizador a los quince. Tras la tortura del protocolo funerario, Lucas decide, animado por su madre (Juliette Binoche), tomarse unas vacaciones del internado donde estudia para ir a pasar una semana al piso que su hermano (Vincent Lacoste) tiene en París.

La interpretación catártica de Honoré es solo una invitación a que Binoche, Lacoste y especialmente Kircher se expandan por la pantalla y la dobleguen. En ese híbrido entre pregón y ensayo que es Un brindis por San Martiriano, el cineasta catalán Albert Serra clama por la recuperación de actores como estos tres, performers que existan más allá de los diálogos, los puntos de giro y los arcos dramáticos marcados en el guión. Esos arcos diseñados para sostener a los actores —que el afrancesado Serra sin duda tildaría de vulgars— corren el peligro de venirse abajo si no los refuerza la carne densa de los gestos, los aires, los tics y la propia presencia de figuras tan poderosas como estas.

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En ese trocar el pueblo de infancia en pleno corazón de los valles de Saboya por los excitantes paisajes parisinos, Lucas se encuentra con una ristra de traumas, opresiones y heridas: el duelo, la ansiedad, la depresión, el suicidio… Más: racismo, misoginia, masculinidad tóxica, violencia sexual. Honoré encadena sus temas algo deslavazados, escrutando la intimidad de la familia protagonista como un narrador polizón y retratando lo que el crítico Matías G. Rebolledo ha definido inequívocamente como un “viaje de descubrimiento hacia el abismo de la mierda”.

Al final, los breves extractos confesionales que atraviesan tanto descubrimiento, tanto abismo y tanta mierda terminan dando igual. De hecho, ni siquiera se los llega a anclar a un tiempo y un espacio; si toda la película es un flashback contado desde la consulta de un psicólogo o no importa poco. Lo que realmente rescata de ahí Dialogando con la vida es otra cosa, algo intangible: la voz. En concreto, la de unos sujetos que cantan en las duras y las maduras y que, de tanto sufrir, terminan por dejar de cantar. El secreto de la trama, en efecto, está en la música.

De hecho, se puede explicar perfectamente la película desde las premisas tonales del tema que domina su lista de canciones licenciadas: Electricity, de la banda Orchestral Manoeuvres in the Dark. La extraña ambivalencia del pop ochentero, ese oxímoron de sintetizador que nunca es del todo oscuro ni luminoso, es lo mismo que mueve a Honoré en Dialogando con la vida. Lejos del sambenito de época de músicas blancas, planas y sin aristas que a veces se les cuelga, los ochenta dejaron, entre otras sensibilidades, un torrente de synth pop apasionado pero con singular potencial para perturbar. Los Maoeuvres, mismamente, publicaron con Enola Gay —otro tema suyo— algo que es tanto una canción sobre el holocausto nuclear de Hiroshima como un himno de liberación LGBTQ. Las percusiones de sonido máquina y los teclados espectrales dan mejor cuenta de Dialogando con la vida que cualquier otra nota crítica, pues consiguen dibujar en el ambiente viciado las dos caras —el descubrimiento y, recuerden, la mierda— de una película que, más que verse, se baila. Pero qué baile más triste.

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