Documentales
Una excepcional mirada a la vida en el gueto

Da cuenta Claude Lanzmann al principio de la película de las razones que le han llevado a sacar a la luz El último de los injustos, de estreno hoy en cines e internet. A sus 88 años sentía que no podía ni debía guardarse para sí lo que representa un documento histórico de características únicas: la extensa entrevista, fraccionada en varias sesiones, que en 1975 realizara al austriaco Benjamin Murmelstein, último de los tres presidentes del consejo judío del gueto de Terezin, en la República Checa, sórdido hogar y eventual estación de partida hacia Auschwitz de cientos de miles de judíos y gentiles entre 1940 y 1945. Al cabo de décadas de infatigable vocación, completa así el director francés su tan empecinado como descomunal trabajo sobre la barbarie, una incesante búsqueda en pos de un atisbo de comprensión de una de las matanzas más graves y pavorosas de las muchas perpetradas por la raza humana.
Embarcado en el monumental proyecto de Shoah (1985) -el celebérrimo documental que en algo menos de diez horas recoge decenas de testimonios y pone con ellos rostro a los recuerdos de víctimas y verdugos del Holocausto-, Lanzmann consiguió acceder al en principio reacio Murmelstein casi nada más comenzar su trabajo de campo. Aquel material nunca llegó a incluirse en Shoah,Shoah y ha permanecido durante décadas en la oscuridad de sus archivos. Se intuye concebido El último de los injustos como apéndice de su obra mayor, a la manera de otras de sus películas posteriores como Sobibor (2001) o El informe Karski El informe Karski(2011). Vista la rareza de la entrevista, la sagacidad del entrevistado y la fascinación que por él parece sentir el entrevistador, súmese a esto el trasfondo de lo revelado, parece lógico e incluso necesario que haya contado con su propio espacio de desarrollo.
En un estado de indefinición entre la figura del redentor y la del ejecutor, en ese limbo entre la luz y la sombra que parece atraer irremediablemente a Lanzmann a la hora de localizar a sus personajes, Murmelstein da testimonio desde su exilio romano de su papel como último en el tiempo y único superviviente de los tres líderes de aquel campo de concentración levantado a pocas decenas de kilómetros de Praga. Tras presiones del gobierno danés, ya que cientos de judíos de aquel país fueron allí recluidos, el enclave fue elegido por los nazis como escenario en el que representar la patética función de la propaganda.
Allí se creó la película Theresienstadt, que hablaba de una cotidianidad de sus habitantes embellecida por el teatro y las artes, por la música y los juegos, regalada por los pequeños placeres. Reconoce Murmelstein que no pocas veces se sentó frente a frente con el gerifalte nazi Adolf Eichmann, quien le nombró personalmente, con el fin de garantizar que la vida en aquella antigua fortaleza, aun alejada de esa torticera imagen de ensueño, transcurriera en orden. Si las mujeres, niños y hombres a su cargo eran vistos por el mundo, no podían hacerlos desaparecer, razona. Si de allí se llevaban a muchos en trenes que partían siempre en dirección al este, solo fue sobrevenido el final de la pesadilla cuando él tuvo conocimiento de su fatal destino, asegura.
La banalidad del mal, en entredicho
Se define a sí mismo Murmelstein, en un juego de palabras con el título de la obra de André Schwarz-Bart El último de los justosEl último de los justos, como el último de los injustos; se imagina tras el tremebundo papel que le tocó interpretar en la historia como un “dinosaurio sobre una autopista”, un recuerdo casi mitológico de tiempos pasdos. Juzgado tras el final de la Segunda Guerra Mundial, hallado no culpable de colaboracionismo, el líder judío nunca pudo encontrar descanso en la Italia que le acogió y donde falleció en 1989, rechazado por buena parte de su comunidad. Él no lo niega: en sintonía con el lema del Arbeit macht frei (Trabajar hace libres) que coronaba la puerta de entrada al gueto, llegó a instaurar semanas laborales de 70 horas.
Entre todos tenían que preparar una ficción de ciudad modelo para la visita que, a instancias de los nazis, realizó la Cruz Roja en 1944. Luego, muchos de aquellos que tan esforzadamente allí trabajaron y sufrieron, que albergaron quizá esperanza y, en fin, existieron, dejaron de hacerlo encerrados en cámaras de gas. Pese al ingente dolor acumulado -o tal vez precisamente por él-, se extrae del documental una conclusión que recorre subyacente las casi cuatro horas de metraje, y que Murmelstein llega incluso a mencionar expresamente: Hannah Arendt se equivocaba. La banalidad del mal que la filósofa proponía no existe. El concepto, la mera idea de que facilitadores de la solución final como Eichmann actuaran movidos por los simples instintos de los burócratas, que fueran peones insertos en un sistema en el que no podían intervenir, se le antoja incluso ridículo. Todos sabían lo que se hacían. También él actuó bajo el dictado de su conciencia.
Lanzmann, el otro protagonista
El Lanzmann de mediana edad y el anciano se dan cita también en esta película con doble protagonista. Porque la impronta del director y entrevistador es innegable tanto en la vital y apasionante conversación que mantiene con Murmelstein en Roma como en su posterior repaso de algunos de los lugares del horror. Grabados en Israel, Polonia, Austria y la República Checa, el documental incluye diferentes extractos en los que el director recorre –a día de hoy- espacios vacíos, viejas construcciones y edificios otrora usados por los nazis, llenos ahora de muerte y embargados por el pánico al olvido. Intercalando esos pasajes presentes y pasados, se barrunta la meta de un cineasta con una causa: recordar para construir un nuevo futuro.