El rincón de los lectores

El campo y la ciudad

Portada de 'Tres hermanos', de Esther Cross.

Irene Chikiar Bauer

En El campo y la ciudad Raymond Williams valora especialmente el plano de la experiencia y se ocupa de mostrar cómo la literatura articula estos dos espacios, siempre relacionados, intrínsecos el uno al otro. El binomio campo y ciudad no solo halló expresión, en la literatura argentina, en la fórmula de Sarmiento, “civilización y barbarie”, sino que podría considerarse el hilo conductor a través del cual acceder a sus orígenes y múltiples proyecciones hasta la actualidad. De hecho, mientras que Echeverría opuso el “desierto” a la civilización, para Sarmiento, el campo fue el lugar de la “barbarie”, un locus salvaje e inhóspito que debía civilizarse.

Pocos, a fines del siglo XIX, advertían que esas características podían resultar beneficiosas. Desde su exilio europeo, ante “la intervención de Inglaterra y Francia en la República Argentina” (1845), San Martín muestra perspicacia y conocimiento del terreno en una carta que fue publicada en periódicos ingleses y franceses en la que daba cuenta de que lo incivilizado podría significar un inesperado capital para derrotar a los agresores en caso de producirse una invasión. En pocas palabras, San Martín explicaba: “El primer alimento, por no decir el único, es la carne, y es sabido con qué facilidad pueden retirarse todos los ganados en pocos días a muchas leguas de distancia, igualmente que todos los caballos y medios de transporte… En una palabra, formar un desierto dilatado imposible de ser atravesado por una fuerza europea, la que correría tanto más peligro cuanto mayor sea el número”. Con claridad de estratega, San Martín sostenía que con siete mil u ocho mil hombres de caballería se podría detener a “un ejército europeo de veinte mil hombres”. En el campo argentino solo había ganado, era sencillo trasladarlo y dejar desabastecido al invasor.

Muchísimo ha cambiado el territorio desde entonces.  Con la modernización del siglo XX, la urbanización de las ciudades, el auge del capitalismo, el dominio de la técnica, la sensación del hombre de la ciudad de perderse en la masa, el campo resurgió como tópico literario en tanto apelaba a una edad dorada, a una visión idealizada de lo argentino por medio de la cual las elites culturales y políticas  implementaron un modelo identificatorio. Así, el campo paso  a ser símbolo de lo nacional y adscribir a lo nacional una manera de distinguirse de las masas de inmigrantes europeos pobres que comenzaban a poblar la patria, especialmente las ciudades.

El siglo XXI, hipercomunicado y conectado, en el que se avizora que en el 2050 cerca del 75% de la población mundial vivirá en la ciudades, ofrece nuevas perspectivas literarias del binomio campo y ciudad. Desde Buenos Aires, una megaciudad que hace mucho dejó atrás a la “gran aldea” (así la definió Lucio Vicente López en su novela de 1882), presento a los lectores de infoLibre dos nuevos libros que aproximan renovadas estructuras del sentir el campo y la ciudad. En principio, Tres hermanos, de Esther Cross, y sus relatos ambientados en el campo argentino. Luego, Usted está aquí. Crónicas de ciudades, en el que varios escritores comparten sus experiencias viajeras por grandes ciudades de Latinoamérica y de Europa “para que no se diga que leer no es, en el fondo, el viaje más intenso y más profundo”.

Tres hermanos, de Esther Cross (Tusquets Argentina, Buenos Aires, 2016)Tres hermanos,

“Tres hermanos andan solos por el campo. Descubren secretos y aprenden a callarse”, se dice en la contratapa de este libro de relatos conectados entre sí en el que la narradora, siempre la misma, magnifica, con la alquimia de la memoria, sus recuerdos del campo de los años sesenta donde pasaba el verano con sus padres y sus dos hermanos varones. Tres chicos de la ciudad de Buenos Aires se encuentran de pronto sueltos en el campo. Tanto dispuestos a la aventura como expuestos al aburrimiento, para ellos todo resulta novedoso o inquietante. En “Antes de llegar” es la hermana la que atisba el secreto de los puesteros, consigue ver a Abigail, su misteriosa hija, y comparte esa visión con sus hermanos. En estos relatos, los tres hermanos establecen cartografías guiados por sus padres, por algunos adultos y por otros chicos, suerte de “vaqueanos” que, como sucede en  “Los que volvieron”, introducen a los citadinos en una realidad de azares inesperados. Así, de una salida a caballo puede resultar la vuelta de tuerca que desdibuja extrañas simetrías entre los chicos del campo y de la ciudad, chicos que ya no volverán a jugar juntos cuando se quiebra “un hechizo” al tiempo que algo más fuerte los une para siempre.

A través de estos relatos de un tiempo perdido, Esther Cross trae a sus páginas “Fantasmas del Futuro”, la historia de un abuelo que pierde momentáneamente las coordenadas tiempo y espacio en una época en la que “no existían las tomografías computadas”. Cuestión que la narradora advierte como al pasar al mientras desliza: “Aunque hubiesen existido y el cerebro de mi abuelo, visto en rebanadas, tampoco hubiera registrado nada anormal”. ¿Se puede volver a ser el mismo después de esa experiencia? ¿No modifica cada nueva experiencia nuestra maleable subjetividad? La lectura de estos relatos abona el enigma. Pero no se trata solo de las nuevas experiencias vividas en la mítica llanura pampeana, sino también de las fantasías desencadenadas por los chistes del casero, o por las historias de los “mensuales” y los “crotos”, trabajadores del campo que cuentan historias como las “del lobizón y el caballo loco que esquiva rayos”.

Lejos de idealizar un bucólico locus amoenus pampeano, estas historias entretejen la vida cotidiana de los habitantes del campo con una realidad inquietante: la amenaza de un fugitivo, el ocultamiento de un perro que pudo haber transmitido la rabia a uno de los chicos, el padre que mata a su propio perro. “Había que decirse que eran solo animales para que no arruinaran, además del sueño y los oídos, la conciencia”. 

El campo es descubierto por niños voyeristas, niños sonámbulos, niños cazadores, niños que viajan solos, niños que abandonan la niñez, niños atónitos ante la mirada suicida de unos ojos “que brillaban con la fuerza de la vida”. Niños que advierten que se trata de una geografía con reglas propias en la que la naturaleza se impone, un lugar en el que todavía es posible toparse con versiones contemporáneas de algún gaucho malo, pendenciero o socarrón. Se trata de un campo, el de los años sesenta, habitado y encarnado  en que los “Indios” apenas han dejado algún que otro rastro arqueológico, un campo todavía poblado por personas y animales y que, se deja entrever, ya no es el mismo: “Hace poco, tuvimos que volver. Los campos de la zona ya empezaban a vaciarse. Vimos kilómetros sin gente ni animales, solamente verde y agua, máquinas y árboles”.

Usted está aquí. Crónicas de ciudades, con prólogo de Fabián Casas (Edulp, La Plata, 2016)

En el prólogo a estas crónicas, Fabián Casas se refiere “lo difícil que es separar la vida de una persona de la ciudad en la que vivió”. Cuando esa persona es un escritor, se da una conexión particular. A los autores reunidos en este libro puede inspirarlos la cita de Walter Benjamin: “Importa poco no saber orientarse en una ciudad. En cambio perderse en ella como quien se pierde en un bosque, requiere aprendizaje”. De lo que se trata, en estas crónicas, es de no sucumbir a la retórica de las guías turísticas o a la de los tours. Pensados como “relatos, ensayos y asedios a las ciudades”, estos textos evocan experiencias personales. La vocación de perderse o de encontrarse a sí mismo en las ciudades, o la de convertirse en una suerte de detective parece ser lo que alienta a aquellos que (en palabras de Casas) ven en “la ciudad el identikit de un desconocido, alguien que buscamos pero que no podemos observar completamente porque, como en los buenos relatos, siempre está en fuga”.

Y así como, desde la conquista de América, los relatos y crónicas de viajes europeos sirvieron para dar información acerca de un “otro” desconocido, los relatos y crónicas de viajes de los americanos que viajaron por el mundo, la más de las veces, encontraron en Europa modelos y contramodelos civilizatorios. Estas nuevas crónicas pueden leerse como síntomas de nuestro siglo, se desprenden de los antiguos relatos de viajes en cuanto a que el viajero contemporáneo, como dice Juan Villoro, escritor mexicano que escribe sobre Berlín, debe buscar modos “sutiles de ser modificado por su errancia”. Villoro sigue esas modificaciones en sí mismo y en la ciudad a la que viajó, desde 1981, en sucesivas oportunidades.

Los cronistas  de Usted está aquí se refieren a ciudades en las que nacieron, como Rafael Gumucio, escritor chileno autor de “La Luz de Santiago”, que se pregunta: “¿Cómo contar la nostalgia de lo que no nos echa de menos?”. O, como Alan Pauls en “El futuro anterior”, encuentran extraños paralelismos autobiográficos con ciudades que apenas conocen: “Estuve tres días en Brasilia, pero podría decir (sin alardear) que nací allí, que allí viví, vivo y quizás viviré de un modo singular…”. Por su parte, Leila Guerriero, escritora argentina, retoma en “Diario de Alcalá” su experiencia en la residencia universitaria de Alcalá de Henares con una mirada de latinoamericana y sorprendida: “Siempre me impresiona cómo, en Europa, se vive con naturalidad en ciudades que son monumento histórico”. Sergio Chejfec, escritor argentino, asume en “Canal Gowanus” (Nueva York)  la urgencia del viajero al que le “cuesta salir de algunos lugares sin un botín, aunque sea mínimo y de valor simbólico”. Giovanna Rivero, escritora boliviana que nació en Santa Cruz de la Sierra, asegura en “La paz, un resplandor” que “nadie vive en La Paz impunemente”. Luego Matías Capelli, escritor argentino que vivió en Ámsterdam, recuerda episodios y azares de su estancia allí en “Bendida perniciosa”. En “Las islas”, Jorge Carrión, escritor español, retoma sus recuerdos de la argentina ciudad de Rosario, enhebra personajes, lecturas, y duelos mediante frases que  dan forma a “heridas que pese a haber sido limitadas, formalizadas, traducidas, nunca acaban de cicatrizar”. Ercole Lissardi, escritor uruguayo, se ocupa de su ciudad natal, Montevideo: “Tendré que vivir con el odio, pero también con el amor, que siento por Montevideo” (ciudad que extrañó “hasta la angustia” durante su exilio). También se refiere a su ciudad natal Fabrizio Mejía Madrid en su crónica sobre Méxido D.F, “El último caminante”: “Esa es quizás la utopía de esta ciudad. Cuando parece ablandarse creemos que es porque ya la conocemos. En la siguiente mordida comprobamos nuestro error”. El escritor argentino Juan José Becerra indaga, en su crónica sobre Asunción, “Ciudad en el país de barro”, en “la actualidad móvil e ilegible de la ciudad, por la que se escurría sin ninguna precisión la historia del Paraguay”.  Otra suerte de desvío se da en el habla de los paraguayas, al punto que le parece que, en el interior de las frases, “el español es un vestuario mientras que el guaraní es un cuerpo”. En su crónica “Un desierto en la ciudad”, el escritor argentino Martín Kohan se refiere a Comodoro Rivadavia, a la que se llega “bajando, bajando, bajando”, una ciudad de la Patagonia en la que, dice, “muchas veces da la impresión de que la lucha está transcurriendo todavía: que no se ha saldado, que no se ha resuelto. Las ciudades parecen estar librando aún su pulseada contra el desierto.”. Cierra el volumen Daniel Krupa, escritor argentino oriundo de Berisso, provincia de Buenos Aires, con “Imperfecta luz otoñal”, una crónica en la que advierte: “Es tan rica la ciudad de La Plata en posibles escenarios que no resulta menester trasladarse varios kilómetros para ir en busca de otros rincones para ejercitar las elucubraciones de una psiquis afiebrada”.

A fin de cuentas, se trate de la ciudad o del campo, del centro o de la periferia, lo que nos anima como lectores es descubrir la visión de esos locus que con luz propia, personal, revelan y se ocultan a través del imaginario de los escritores.

*Irene Chikiar Bauer, argentina, es escritora. Su último libro es Irene Chikiar BauerVirginia Woolf. La vida por escrito (Taurus, 2015).

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