Los hombres de mi vida - Piedad Bonnett
Visor (Madrid, 2025 - 49 páginas)
"Corazón, corazón, si te turban pesares
invencibles, ¡arriba!, resístele al contrario
ofreciéndole el pecho de frente, y al ardid
del enemigo opónte con firmeza […]
Comprende que en la vida impera la alternancia"
Arquíloco de Paros
En todo su imaginario reciente la creadora Piedad Bonnett, poeta, pero también novelista y ensayista, explora con delicadeza y desgarro a un tiempo, no solo lo inevitable y la dignidad de la muerte por voluntad, con la huella de dolores, sensaciones y emociones –"miedo", "parálisis", "asco", "impotencia", "lástima", "tristeza"-, sino la búsqueda infatigable, parcialmente infructuosa también, de un significado o sentido en el duelo, en ese "amargo de la herida" que no cesa, en esa cicatriz, bella y terrible, que deja la pérdida para quien queda. Para la colombiana, que ha sabido tejer con esmero, precisión y sutileza palabras y las ha hilvanado o entrecruzado, en conjunción fraterna, con otra espléndida poeta, Chantal Maillard, "los días se añaden a los días / sin rima ni razón", como afirma citando a Sartre. Nada más lejos, parece, del espíritu que alienta el poema de Arquíloco de Paros. Y, sin embargo, el intento de fijar un olor que se olvida, de retener una voz a la fuga, de capturar una imagen luminosa, un tenue destello epifánico, "una pequeña chispa" bastan, bastarían, en esa fragilidad extrema del yo que intenta reconstruirse, para justificar toda una vida: la vida de después, la vida que sigue, precaria e insuficiente, pero vida al fin. El gesto es, finalmente, audaz y de toda la resistencia firme que puede oponer un corazón vulnerable, vulnerado.
La poesía de Bonnett, seca y cortante, áspera y sin complacencias, interroga, reflexiona, indaga, perturba, conmociona, remueve, hace pensar. Se queda siempre con las palabras justas, las necesarias. Ni una más. Interpela con ellas y no da respuesta unívoca. La respuesta en este libro es, quizá, el deseo de reconciliarse con la de antes, esto es, cierto asomo de aceptación de que todo ha cambiado, de que una es otra ya para siempre y sin remisión. Y disfrutar de lo minúsculo. El diálogo aquí es entablado, como dice el título juguetón, con interlocutores masculinos fundamentales: el hijo, el padre, el compañero. Es siempre una conversación de tú a tú, no polifónica ni coral, pues el intimismo, una discreta reflexión sotto voce es distintiva de la poética de Bonnett, que huye del ruido, del bullicio y la exposición, para conversar, sobre todo y a partir de seres tan queridos, consigo misma. La pérdida, así, adquiere otras dimensiones y se refiere, en sentido amplio, a la filiación, al amor, al paso del tiempo y la vejez, pero los poemas al hijo siguen siendo el núcleo sustancial.
Kübler-Ross señala en su modelo clásico cinco etapas del duelo, que pueden ser simultáneas o ir en otro orden: negación, ira, pacto, depresión y aceptación. En los poemas de Los hombres de mi vida percibo todas las modulaciones, pero sobre todo un gran suspense melancólico (Kristeva, Butler) para abordar lo fatal, la implacable y sorpresiva muerte, presagiada ya de antes, pero igualmente despiadada y, sobre todo, el tiempo sin forma ni sentido aparente que queda después. En Mecanismos psíquicos del poder Butler enuncia la dificultad de desprenderse del objeto perdido, de ahí la necesidad de negociar con el pasado idealizado para digerir el presente árido del pathos. Esta paradoja o vacilación entre el dolor y la tristeza presente y la luz de antaño atraviesa el libro y las formas verbales, los adverbios, los sustantivos apuntan hacia ello: querer quedarse en el antes para hacerlo ahora, aunque sea un instante idealizado, inventado, es la baza: "una vacilación, / que confunde lo que ya fue con lo que nunca ha sido".
La apatía y desgana, la falta de sentido en el sujeto que extraña al otro aparecen en imágenes cotidianas poderosas, limpias, fuertes, como la del alimento intacto en el plato frente al hueso pulido vorazmente que se contempla casi desde la abyección de lo no reglado y escatológico: "En la piel erizada hay puntitos de grasa" (Bajtin, Kristeva), como en la genial serie de poemas titulada Domingos. Hay algo casi bárbaro o salvaje en la pulsión de vida que acompaña la enumeración de lo carnívoro –conejo, cerdo, oveja, faisanes-, en el festín de animales muertos y en el rechazo del placer humano, "metódico" y frío, de comer carne. Incluso desagrada el civilizado rito previo de la cocina. Ese plato vacío es la metonimia del dolor y la ausencia y es obvio el contraste entre la voracidad hedonista del que vive –"silba"– y la desidia escogida de aquel que vive a medias para siempre ya, cuya "lengua" "arde", cuya "garganta" "quema". "Desde que en mi cama / sobra la mitad" espejea en el verso: "Esta cocina es grande los domingos".
Se prefiere la sobriedad, casi sordidez de un "Cuarto de hotel" en el que ensimismarse plácida, serenamente, en la ausencia ("un águila que pliega sus alas y su cuello / la más dichosa reina destronada"), lo neutro al "rojo" del "achiote", el "chile", el "vino". Y hay un reproche implícito al goce dionisíaco del otro al que se fantasea, como Salomé o Judith, decapitar. Cortar de un tajo el banquete y lo festivo desde la consciencia exacerbada de la falta. Lo espectral de la ausencia aparece, en otros poemas, hecho carne, hecho animal como ballena por la inmensidad de la soledad, que es densa, irrespirable, corpórea, pegajosa, asfixiante. Lo pragmático de la vida, lo voraz y carnal, el gesto automático de la existencia frente a la supervivencia o resistencia en la ensoñación, en la memoria fantaseada, en la revelación no productiva de algún momento que salva. Todo es un memento mori permanente, pero lejos del horror vacui barroco, se desgrana con parsimonia detenida y clásica, a partir de la sinécdoque, la abulia, el tedio –"moscardón"–, el spleen, y también la podredumbre espesa que anega los sentidos: el gusto es desabrido, el olfato solo percibe lo podrido del "tiempo como carne cruda". Esa quietud repugnante vibra, zumba, molesta, es viscosa, insistente, no se va, huele de forma pestilente y es acechada por aves carroñeras, aves que giran en el círculo de la muerte, en el ciclo que no se detiene. "Todo crece, indiferente y espléndido" para el sujeto doliente.
En la serie Vidas de película es el repliegue y la búsqueda de refugio en el interior –"ese cerrarme como una adormidera"– el núcleo temático, el intento de asimilar esta broma macabra, este asombro incrédulo que deja la muerte, este corte letal, esa "coz" que "cocea". Late todo lo que viene, infinito, después del tajo brutal. Duele y reverbera el golpe, pero también la herida, la cicatriz, el recuerdo vivo del dolor, incandescente. Y se busca un sencillo "renacer" diario que dé sentido, que suponga cierta resiliencia a la que aferrarse, ya sea el simple borboteo de una tetera, unas flores o un resquicio de luz, la alegría de unos pasos en la escalera. "Como una madre enorme / empollar cada día / tu nueva soledad".
Nuevamente se rechaza lo pragmático, lo prosaico –"apagando luces, enderezando cuadros"– porque el orden y lo regular y sistemático de las cosas de la vida no importan ya frente a lo ominoso e irracional del salto abrupto. ¿Cómo comer, respirar, oler, escuchar, tocar cuando la voz del amado se va olvidando? Lo sinestésico o sensorial solo está en el recuerdo porque el espectáculo neoliberal del presente urgente, el consumismo del decorado artificial, de plástico –"prados verdes, licuadoras, felicidad"–, es vacuo y aséptico frente a la verdad y belleza del pasado/presente/futuro que se confunden en un solo tiempo para quien pena. El sueño y la fantasía se dilatan y ensanchan la mente en forma de memoria, inspirados, por ejemplo, por una pintura puntual en un museo: basta un sol y un sendero. El sujeto se expande y se refugia en una imagen, una palabra, evoca y se abstrae del mundo, de ese mundo, se paraliza, pero también vuela: "[…] la mente vacía, / suspendida / en vilo cada vez". En la serie Manual de autoayuda se utiliza la imagen parca, gráfica del nudo, de la maraña del duelo imposible de destrabar porque viene de lejos, de antiguo: "No hay nudo sin proceso / sin movimiento previo, sin lazadas.". O en el magnífico De la tristeza, descrita esta como una sutil bailarina "con su frufrú de seda / tan distinta al dolor, que es como un golpe / de espuela sobre un cuerpo / desnudo, despojado", donde leemos otra imagen poderosísima, la de la tristeza comparada con "lava / cargada de cadáveres de pájaros".
Ver más'The rest is memory'
En Postales, serie de poemas con final abierto, cíclico, en la aporía del bucle o paradoja eterna, que recuerdan la apertura oximorónica de los sonetos de Sor Juana, resurge la metáfora de lo inerte, de la vida petrificada frente al movimiento riente del pasado, la ilusión, el ardor, la ternura y se vuelve, otra vez a través del sueño o la imaginación, a un pasado intacto, al ardor del recuerdo –"Si te labra prisión mi fantasía", cerraba su soneto la autora barroca cuya impronta percibo-, como en el magnífico Peligros del fuego, con reminiscencias míticas o de cuentos de hadas. Se trata de "hacerse desierto cuando llueve".
"Manos", "ojos", "nombres": las metonimias recuperan resquicios de amor. Y el libro se clausura con Poemas pandémicos, coda que muestra una conciencia precaria del presente hostil, de resonancias quevedianas o espíritu barroco en su reflexión sobre cómo se percibe con más lucidez y consciencia el "crepitar" del "latido" cuando el tiempo se escapa sin piedad, cuando la vida es una espera y una pausa: "Nunca fue el hoy más hoy". Habrá registro de los gestos exteriores del encierro, declara el sujeto poético, pero nunca del sueño propio, de la imaginación volandera, del prodigio de la mente y sus fabulaciones sin cuento.
Mención aparte merece en este poemario que estremece, se aleja de todo estigma, acerca la pena y conmueve, A bigger splash, magistral poema en torno al que pivota todo el libro y que juega con el color vibrante y de raigambre pop/kitsch de la pintura de Hockney, pero también con lo apacible y sereno de la distancia fría de los personajes del cuadro: esos tonos estivales, ese querer detenerse y observar la alegría de la piscina veraniega, querer retener la vida antes del salto y ver al hijo como un audaz nadador, hermoso y cálido, efebo rodeado de verde fantasía, paralizado "tan vivo" en ese instante por la mente amorosa, por un sol que no es negro ni destila melancolía. Y al mismo tiempo volver a ese momento crucial de la vacilación, de la duda siquiera, ese deseo de rebobinar. "a ver si así / tal vez / o tal vez no"… ¿Será vivir en las imágenes inventadas o soñadas y el lenguaje con el que se cuentan una forma, a trompicones y fragmentos, de vivir después del paraíso, después del tiempo del amor? Eso sugiere el verbo austero y despojado de la poeta. Como dice Judith Butler: "Tal vez un duelo se elabora cuando se acepta que vamos a cambiar a causa de la pérdida sufrida, probablemente para siempre. Quizá el duelo tenga que ver con aceptar sufrir un cambio". Estos poemas de Piedad Bonnett ponen el corazón en los instantes, se oponen con firmeza al ardid, aunque sea con "engaños coloridos" y, finalmente, como toda creación que perdura, permanecen y aquilatan el cambio constante que es la vida y dan sentido al "tiempo ajeno" desde el "tiempo del amor".