Irène Némirovsky, maestra de almas

Irène Némirovsky.

Dos

Irène Némirovsky (traducción de José Antonio Soriano)

Barcelona (Salamandra, 2023)

Representante de la gran literatura rusa —aunque escribiera en francés y desde su exilio parisino—, la ucraniana Irène Némirovsky (Kiev, 1903-Auschwitz, 1942) es una de esas escritoras clásicas que imantan por la temperatura estética sostenida de su narrativa. Su firma resulta preludio de calidad, ya en sus obras maestras, ya en las más marginales, como es el caso de la recién aparecida Dos, que supone un nuevo paso de la editorial Salamandra para volcar toda su producción al castellano.

La prosa de Némirovsky sigue así iluminándonos tras el largo silencio que la cubrió desde que la barbarie nazi truncara su fulgurante carrera como escritora. Ella, que vio rechazada su solicitud de nacionalidad francesa —a pesar de tanto como dio a la literatura de ese país—, y que en 1939 abandonó la religión judía para convertirse al catolicismo en un último conato de resistencia, no quiso abandonar París —porque allí estaba toda su vida literaria, y porque no deseaba un segundo exilio—, y siguió publicando en la prensa mientras pudo, hasta que su destino la llevó a la muerte en un campo de concentración, y su obra cayó en el olvido.

Pasaron décadas hasta que, ya en el siglo XXI, se halló el manuscrito inédito e inconcluso de su Suite francesa, y a partir de su publicación en 2004 regresó el interés por su obra intemporal. El éxito de esa edición avala que Salamandra haya optado por dar a la luz este otoño otra versión posterior, encontrada en 2013: podremos con ella volver sobre ese retrato de la ocupación alemana, y sobre la pericia de la ucraniana en la pintura de los caracteres, su dominio de cada psicología, su capacidad de crear perfiles universales que nos siguen interpelando. Némirovsky es una verdadera "maestra de almas", como aquel médico que da título a otra de sus obras más conocidas, Le maître des âmes.

En cuanto a la recién publicada Dos, su trama aparentemente anodina nos habla de los grandes temas de siempre: el amor, el tiempo y la muerte. También, de la soledad, la ilusión, la locura, el desencanto o la traición. Y lejos de resultar sentimental, la novela se hace más bien áspera y por momentos despiadada, algo común en Némirovsky, al igual que la pertenencia de sus personajes a la gran burguesía del París de entreguerras. Las dos almas protagonistas irán desnudándose poco a poco hasta ser una sola, y en el aire flota siempre el lamento por la brevedad del tiempo, la levedad que somos, la derrota del sueño, el destino inextricable que no perdona. También, la idea del matrimonio como antídoto de la pasión juvenil: un lugar de calma, de reposo cobarde, de resguardo letárgico frente a lo que pueda doler. Un lugar igualmente de complicidad, tejido con los hilos secretos de la amistad.

El libro arranca a finales de la primera guerra mundial, y en su centro están los veinteañeros Marianne y Antoine. Ella actúa como una mujer libre y moderna: tiene encuentros íntimos con su amante, fuma, frivoliza. Es hija de un pintor fracasado y una madre rica, y miembro de un hogar extravagante donde el champán corre como el agua. "No conozco otra casa en la que se respire tanta poesía, tanta locura y tanto amor como en ésta", piensa el joven Antoine. Él, formado en una familia donde no se siente querido, vive sin encontrar un centro.

El talento de Némirovsky para crear personajes de carne y hueso se concentra en esos  dos protagonistas, pero se extiende también a sus amigos y amantes, y a sus familiares —madres que no saben amar, padres ausentes, mujeres mantenedoras de sus maridos—, que van componiendo una nutrida galaxia con sus correspondientes campos magnéticos. Es el mundo de las clases altas, esas que pagan por no ir a la guerra y que viven con distancia lo que acontece, sin variar más de lo necesario su dedicación a los negocios o a los placeres mundanos.

La trama no tiene mayores complejidades —más allá de enamoramientos, celos, desdén, reencuentros, desesperación y mucha soledad—. Sí la tienen los personajes: su proceso interior durante esos años veinte y treinta es el verdadero centro de Dos, y Némirovsky los vivisecciona con maestría. Marianne pasa de llevar un traje de color rojo fuego y un collar zíngaro en las primeras páginas al luto y el cansancio final: "la llama del deseo ya se había apagado para ella, dejándola atónita, tranquila y distante". Antoine continúa perdido, busca saciar sin éxito el apetito de vivir y solo halla insatisfacción y zozobra.

Mientras, la muerte que acecha en cada rincón protagoniza también esas vidas. Lo mismo ocurre con la erosión veloz del tiempo sobre el amor y el deseo, y el envejecimiento de la ilusión. La crueldad, lo perverso, están asimismo presentes. Publicada la novela en 1936, ya el terror ronda cerca y el futuro está teñido de sombra, lo que se suma a un pesimismo y una melancolía que son connaturales a la prosa de Némirovsky y que algunos atribuyen a su origen eslavo.

En definitiva, nos encontramos ante el retrato de la infelicidad de unos seres aparentemente nacidos para ser felices, y ante el derrumbe de las máscaras de la hipocresía social —algo que en nuestra lengua hizo con acierto el chileno José Donoso—. Némirovsky se mueve como pez en el agua al hablar de un mundo que conoce, como rusa de familia rica —su padre, Léon, era banquero— huida a Francia tras la revolución bolchevique. Allí eligió estudiar literatura en la Sorbona, y dar a la luz sus primeras narraciones con un seudónimo masculino —Pierre Nerey, anagrama de Irene—, hasta que su novela David Golder —que envió a una editorial con la firma de su marido, en 1929— le abrió las puertas de la gran sociedad francesa, más allá de la polémica sobre sus críticas a los judíos y el supuesto antisemitismo impropio en una autora judía. Tuvo especial mérito su éxito en pleno auge de las vanguardias, porque la estética de Némirovsky venía de lejos: ella no era discípula de André Breton, sino de Antón Chéjov , al que por cierto le dedicó una significativa biografía, publicada póstumamente.

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Irónica, sabia, incisiva, en la prosa de Némirovsky domina la inteligencia y la lucidez. La novelista catalana Esther Tusquets afirmaba que la obra que a ella le habría gustado escribir en su vida era El baile, esa nouvelle de la ucraniana que retrata sin piedad a una familia acaudalada, donde la autora proyectara su mala relación con una madre mundana que no parecía ocuparse de ella, un tema que hallamos en otras obras suyas, como El vino de la soledad. Sarcástica y endiabladamente aguda al retratar a la gran burguesía, Némirovsky carga además contra los mitos de la maternidad y la familia. Pero esa acidez no es incompatible con el encantamiento, el embrujo de su prosa, la humanidad dolorosa de una escritora que vio su tarea tempranamente truncada por la maldición de la guerra y el totalitarismo. En sus notas de 1942 —justo antes de ser llevada a Auschwitz— se proponía no olvidar que la guerra pasaría y que debía escribir para el futuro, para interesar a la gente de 1952 o 2052. Sin duda lo logró.

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* Selena Millares es escritora, sus últimos libros son Lámpara de madrugada. y Matrioska. También es autora de las novelas El faro y la noche y La isla del fin del mundo.

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