Laguna

Julio Prieto

Laguna

Está sentado en lo alto de un desfiladero de cajas vacías, pergaminos, trapos terrosos. Se quiere suicidar. No lo había notado al principio, cuando empezamos a hablar: tiene al lado una gruesa soga amarilla, y ahora se la pone tranquilamente al cuello. Ya casi habíamos terminado la mudanza. Yo le preguntaba por el sillón de orejas, el de las flores grises y azules. Estará en el trastero? Padre hablaba en una lengua extraña –por más que vocalizara muy despacio, repitiendo cada frase con gran esfuerzo, yo no acababa de comprender. Los sonidos que salían de su boca se deformaban a cámara lenta. Pero yo no entiendo el noruego. Aprovecha mi pena y desconcierto para arrojarse al vacío. No funciona: la soga era demasiado larga. Vuelvo a la hipótesis del cuarto trastero. Hay que llamar a la madre. No hay señal, luego comunica eternamente, por fin responde una voz masculina. Antonia? No, está en la cárcel. Otra excentricidad de las suyas. Vamos a visitarla. Es la hora del recreo, los reclusos se pasean por el patio. Me encaramo a la valla para ver mejor, pero sólo distingo un revuelo de vestidos amarillos, el jubiloso griterío de unas niñas jugando en los columpios. Vuelve la imagen de los remeros pasando por debajo del puente (es la escena final del film, la hipnótica imagen a la que siempre retorna el manierismo de ese cineasta húngaro o polaco). Justo al pasar por debajo, los remeros que caminan sobre el agua se bifurcan en dos haces semicirculares, dos volutas parpadeantes que parecen decir sí y no. Mi hermana está a punto de decir algo (lo dice con la mirada). La esencia del mundo es el misterio. O es un puro carecer, lo que no se sabe de la materia o de nada?

  

País 

No se terminan. Las frases de esta historia no se terminan. Están en un país extranjero. Estamos. Estoy. Son así las frases de este país. Se sobreentiende lo que falta. La ausencia es natural en el régimen en que viven. Vivimos. Hay desaparecidos. Es una dictadura. Las palabras se debilitan. Desaparecen. Por qué vinimos. Nadie lo recuerda. Se sobreentiende. Caminamos por la ciudad. Llegamos a un edificio quemado. Agujereado por la metralla. Es la casa donde voy a vivir. Me presentan a mis compañeros de piso. Les gusta mi abrigo. Me lo dicen con frases maliciosas que nunca terminan. Se sobreentienden. Vamos a tomar algo a la cantina. Bromean sobre mi extraña forma de hablar. Pero hace mucho frío (olvidé el abrigo). Vuelvo a casa. Pongo una película. No entiendo nada. Era una trilogía y empecé por la tercera parte. Además acaba de entrar una de las compañeras, que empieza a desvestirse. No entendí que íbamos a compartir cuarto. Me da pudor seguir mirando mientras se desnuda. Saco el disco. No quiero molestar. Y hay que hacer la mudanza. Voy por mis cosas. Vamos en camión, padre conduce. Hay mucho tráfico. Ya casi estamos. Me bajo en el semáforo. Hay mucho que descargar. Pero el camión no gira. Le bloquean el paso dos autos. Nos atraparon. Es el final. Padre no se inmuta. Es detenido. La frase que no termina es pasiva (ahora lo entiendo). Me mira impasible. Indiferencia de muerto

 

Contra

Miss Estocolmo

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Comemos algo rápido? Un paloluz y listos, dice padre. Muerto ya, pero no aún. Contesto mientras deshago las maletas. Prefiero algo del restaurante. Los pajaritos tenían buena pinta. Sigue colgando camisas en las perchas. El vestido sólo tiene seis capas, dice mostrándome la tela. La que ha vuelto. La que habla rapidísimo (más que la francesa). Me enseña el revés de la tela, para que compruebe la textura. La tomo del brazo, camino del restaurante. Estamos en. Entre. Con. Según. Pido entrecot. No queda. Morcilla. Sí. De cadalso. No. De los sotillos. Por un par de pesos más te pongo arroz, dice la moza. Llega el plato sin arroz. Espero. La morcilla fría. Me dirijo a las catacumbas. Podría servir arroz, dice el dueño, que acaba de regresar rodeado de su séquito de almogávares. Pero no quiero. Ya no estamos a. Ante. Bajo. Cabe. La lámpara palaciega de la entrada. La brisa mueve las pancartas de papel de seda. De colores. Cegadores. La que habla rapidísimo me dice algo al oído. Nos besamos. El decano me felicita desde la escalera, no sé si por el beso o por algún otro motivo. La francesa dice algo que no entiendo. Me suena a. Hacia. Hasta. Algo así como. Para. Por. Bienmesabe. No lo entiendo. Es la vida. Como si. Sobre. Tras. Todavía. Ça va bien? Sólo quien besa lo sabe

 

* Julio Prieto es escritor y profesor de Literatura Hispanoamericana en la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado varios libros de poesía, como Mínimos informes (2024), Marruecos (2018), De masa menos (2013), así como los ensayos De la sombrología (2010) y La escritura errante (2016; Premio Iberoamericano LASA 2017).

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