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Libros colgados del árbol del ahorcado: esto no es una lista de éxitos literarios

El fondo de una librería en París.

Para Almudena Grandes, con quien tanto queríamos.

También en estos días podemos celebrar la fiesta de los libros. La pregunta del millón es de qué libros. Como siempre, los escaparates se llenarán de luces literarias. La fanfarria. Las pirámides a la entrada de las grandes librerías. Consumir, como si los libros se hubieran convertido de repente en toneladas de marisco. Mirar lo que nos rodea y en vez de libros sólo vemos folletos de publicidad, copos de nieve de mentiras, reyes que vienen no sé si como mensajeros de un colega que pide regresar, no de tierra extraña como cantaba Concha Piquer, sino de la que gentilmente le han rendido sus amigos déspotas y millonarios de Abu Dabi.

Suelo mirar poco o nada los escaparates. De ninguna clase. Tampoco me detengo un minuto en los que nos echan a la cara los títulos de siempre, los que suenan como en la radio los 40 principales, esos que salen en todas partes porque ya hace mucho tiempo que en vez de lectores y lectoras hay en este país nuestro clientela. Y no es que eso de ser clientes de una librería esté mal, lo que a lo mejor está mal es pararnos en el primer montón a la entrada y no pasar de ahí porque la publicidad nos ha dicho que hay que leer unos libros y a los otros que les den. Cada cual tendrá sus gurús, el oráculo donde beber sus aficiones literarias. Y seguro que a veces acertarán y otras se sentirán rehenes de la estafa. El mercado lo acoge todo, pero hay libros que están en el árbol navideño de la entrada en una librería y otros que cuelgan miserablemente del árbol del ahorcado. A mí me gustan más los que cuelgan del árbol del ahorcado. Como a Gary Cooper en la película de Delmer Daves, basada en un excelente relato de Dorothy M. Johnson, podemos rescatar esos libros en los que poca gente ha reparado. No es que trate de hacer apostolado en medio de esa feria, pero al menos intento acercarme a otros libros y a quienes los han escrito como si el cofre del tesoro estuviera, no a la vista, sino en el rincón más escondido de la isla de los libros.

“Habíamos construido un sistema basado en la espera”, escribe Jorie Graham en Deprisa, un libro de poemas donde muestra escasa confianza en lo que vivimos y en lo que nos espera. Y desde mucho antes de que nos atacara sin piedad esta pandemia de los demonios: “Cada época señala la que vendrá después”. En ese sistema aguardan nuestra visita muchos libros que muchas veces nos pasan desapercibidos. Claro que hay otros —saldrán en este recordatorio— que gozan de una presencia notable incluso en las listas de ventas. Vender es bueno, faltaría más. Otro asunto es por qué se vende lo que se vende y no algo diferente. Pero eso, más o menos, ya lo he dicho antes.

Y hablando de antes, no quiero que se me olvide, precisamente, una de las escritoras que más amo: Annie Ernaux. Lo he leído todo, hasta me hago un lío algunas veces y no distingo entre unos y otros de sus libros. La escritura desde un “yo” que se extiende a lo común, a lo que se vive en una vida que es como un territorio ocupado. Ahora mismo se acaba de publicar lo último: Perderse. Un diario, como ya había hecho antes en otras entregas. Siempre alguien dejando en la vida de alguien una huella que duele. El deseo, los amores que dañan, una miaja de luz al convertirse en escritura. Nunca me canso de leer a Annie Ernaux. Nunca me cansaré de los libros que a sus ochenta años aún tiene que escribir. Si vieran el libro del que les voy a hablar ahora, alucinarían. Una edición preciosa, un cuadrado, como nos enseñaban en las clases de geometría, y no un rectángulo como suele ser lo más habitual. Las afueras de la historia están llenas de mujeres. No descubro nada. Y de lo que fueron sus vidas.

Por eso es un gozo sacar aquí a Ana Muiña y su libro Rebeldes. Periféricas del siglo XIX: “En el transcurrir decimonónico, las republicanas federales (precursoras y sucesoras de la revolución federal—cantonal, 1983), las librepensadoras, las internacionalistas socialistas, las anticlericales, las masonas, las espiritistas, y —en la mayoría de los casos haciendo triplete de activismo convergente— las libertarias, hicieron brotar bajo sus pies los movimientos sociales con los que hoy simpatizamos”. Ahí es nada. Dejo dos espacios para que ustedes respiren. Y sigo…

… con otra mujer que fue periodista en el Frente Norte cuando la guerra (nuestra guerra, claro, la que siguió al golpe de Estado fascista que niegan las derechas). Se llama Cecilia G. de Guilarte, volvió del exilio a finales de los años sesenta (de qué exilio va a ser: del que siguió a la derrota republicana en 1939 para escapar de una escabechina más que anunciada en las soflamas fachas de la victoria), y siguió haciendo periodismo —sobre todo cultural— en ese regreso. Ganó el Premio Águilas de novela —segundo en importancia después del Planeta— en 1969 con Cualquiera que os dé muerte y luego ya quedaron, su escritura y ella misma, para los estudios más exigentes de la literatura del exilio. Pronto se va a reeditar esa novela que son muchas novelas juntas. Estén, pues, a la espera (otra vez aquí vuelve Jorie Graham) y no olviden ese título.

Mientras tanto, igual lo encuentran —como algunos de los títulos que saldrán en este repaso libresco— en librerías de segunda mano. La que ya ha sido reeditada es Cinco sombras, de Eulalia Galvarriato. Fue finalista del Nadal en 1946 y luego missing. Escritura clásica, caserón antiguo, mujeres que surgen de ese silencio que las convierte en invisibles. Aquí no. Nuevecita de trinqui tienen ustedes esta historia que hasta en librerías de lance resultaba difícil encontrar.

No sé si les será fácil (ojalá que sí) dar con Una nihilista, de Sofia Kovalévskaya. Ambientes burgueses como en las novelas rusas del XIX. Novela brevísima escrita por una mujer que fue la primera en conseguir plaza de profesora universitaria en Europa. Su oficio fue el de matemática. Una de las más importantes de su tiempo. Tal vez por eso, se nota (y para bien) lo ajustado de las dimensiones para la historia —compleja en su aparente sencillez— que nos cuenta. A ver qué libro descuelgo del árbol antes de pasar al otro párrafo. Vale. Ya lo tengo. Apunten sin reparos si les gusta la poesía. O las canciones de la época beat. Seguro que les suenan nombres de hombres cantantes, de hombres poetas y novelistas de aquel tiempo.

¿Y de cuántas mujeres han oído hablar o a cuántas han leído? Pues aquí va un nombre de mujer que pertenece a aquella generación: Diane di Prima. La poesía beat escrita por mujeres se está dando a conocer gracias al admirable tesón de Annalisa Marí Pegrum. Ahora nos llega Quita tu cuello degollado de mi cuchillo. Droga dura Diane di Prima. La rabia que conmueve. Otro mundo es posible. Una nana que nos lo enseña: “No puedo prometerte / que nunca pasarás hambre / o que no estarás triste / en este mundo / descuartizado / y reducido a cenizas // pero puedo enseñarte / cielo / a amar tanto / que tu corazón se rompa / por siempre jamás”. O ese verso que pertenece a la Carta Revolucionaria #49: “Soy una presa política cautiva en un hábito de ira”. Ahora sí. Le doy dos veces a la tecla de los espacios. A ver qué viene ahora.

Hablaba antes de reediciones. Ahora dos imprescindibles. Repito: imprescindibles. En 1964 Concha Alós ganó el Premio Planeta con Las hogueras. Antes lo había ganado con Los enanos. Pero se lo quitaron porque decían que ya tenía esa novela comprometida con Plaza y Janés. Bueno, pues da igual: esa escritora inmensa desapareció del mercado. Inencontrable. Alguna gente (yo también) hemos dado la tabarra desde hace tiempo: hay que leer a Concha Alós. Hace no mucho se reeditó Las hogueras. Ahora ya tenemos a nuestra disposición Los enanos. Y pronto estará lista también la publicación de El caballo rojo. ¡Bieennn! Una de las mejores escritoras de nuestro siglo XX y Los enanos una de las mejores novelas de ese siglo. La censura decía que no le prohibía lo que contaba, sino que lo contaba con un lenguaje impropio de una mujer.

Tampoco es impropio el lenguaje que usa Mercedes Soriano en Contra vosotros. Otra escritora que tuvo éxito en los ochenta y noventa del pasado siglo y luego se fue a vivir apartada de todo en el Cabo de Gata. Allí murió antes de cumplir los cincuenta años. Rescate al canto ahora mismo. Esa novela río en que nos señala con su escritura única y has de apartar la cara para librarla del sopapo. Así y todo, no crean que es fácil escapar del dedo acusador. Ninguna complacencia en lo que escribe y en cómo lo escribe.

Y pareja a ratos con su escritura anda la de Belén Gopegui. Transitar por lo complejo, construir novelas políticas que en esta ocasión alcanzan el territorio tantas veces demasiado extraño de lo colectivo —como casi siempre en sus libros—. Un grupo de personas que anda por los cuarenta años (si hubiera puesto “cuarentena” habría parecido que hablaba del covid) vive en un piso compartido. Porque quieren los componentes del grupo. Porque es un paso —desde la diversidad— hacia lo común. El título: Existiríamos el mar. Añado otro libro y les dejo respirar: Marzahn, mon amour, de Katja Oskamp. Es Marzahn un barrio en las afueras del Berlín de la RDA. Es Oskamp una escritora a la que le resulta muy difícil publicar. Por eso decide cambiar de oficio y estudia un curso de pedicura. Y ejerce de pedicura en ese barrio berlinés. Gente trabajadora. Miles de pies pasan por sus manos. Personajes que conviven con sus manías domésticas, sus buenos y malos rollos cotidianos. Descubrir esa novela gracias a lectoras en quienes confías fue una feliz sorpresa, como hay pocas hablando de literatura. Pasemos a otra cosa. Ya saben: la tecla espaciadora, el doble espacio…

Este año el Premio Cervantes ha sido para Cristina Peri Rossi. Hace mucho compartí con ella una sesión de esas que se llaman no sé por qué mesas redondas. No recuerdo dónde estábamos. Tal vez en València. Seguramente. De todo hace ya demasiado tiempo. Es uruguaya y vive en Barcelona desde hace muchos años. La dictadura militar empujó al exilio a mucha gente. Ha escrito sobre todo novelas y poemas. Me alegro, no pueden imaginar cuánto, de que haya sido galardonada con el Cervantes. Casi siempre me dejan indiferente esos premios. Esta vez fue todo lo contrario. En sus primeras entrevistas dijo que a su literatura la habían salvado las pequeñas editoriales. Nunca encontrarán los libros de Cristina Peri Rossi en las pilas de bestsellers que hay a las entradas de las librerías. Hay que buscarlos en lo más adentro, en los estantes donde está eso que el Canon sitúa en las afueras de lo que hay que leer, lo que no cotiza en las cuentas del mercado. Las pequeñas editoriales, dijo ella. Casi todas las que publican los libros que aparecen aquí son así, pequeñas editoriales que apuestan por la escritura que casi nunca avergüenza a la exigencia literaria. Dejo de enrollarme y les sugiero que lean La insumisa. Especie de memorias con la familia a cuestas. Desde el primer amor —soñaba con casarse con su madre cuando tenía tres años— a la lectura insobornablemente apasionada de William Saroyan, pasando por una reprimenda al pater familias que ríanse ustedes de la Carta al padre, de Franz Kafka. Los libros nos salvan la vida algunas veces. No sé si hay un final más hermoso que el de esa novela de Cristina Peri Rossi. A lo mejor no.

Como tampoco sé si hay un paseo que dé más de sí que el que ocupa casi todas las páginas de Apegos feroces, un libro de Vivian Gornick que es también algo parecido a sus pequeñas memorias. Aquí la presencia de la madre. Las discusiones por las calles de Nueva York. Ahora te amo, ahora te mataría porque los nervios se te apoderan muchas veces cuando en la familia se cruzan apegos que van más allá de los simples rifirrafes navideños. Sublime Vivian Gornick, al menos en ese libro que es el primero que leo entre los suyos. No sé cuántos libros voy a seguir colgando en este árbol que, como dije, se parece más al de una película del Oeste que al de Navidad. Se me ocurre ahora uno de Rosario Izquierdo

… que habla de un tiempo que son varios tiempos a la vez. No, no es un lío, no se preocupen. La historia que cuenta la escritora onubense en Lejana y rosa se desarrolla en tres tiempos diferentes. Las minas de Riotinto, los caminos terrosos que llevan a una casa que es como la casa victoriana de las hermanas Brontë o por lo menos como la casa donde viven los ricos del lugar. Una historia de amor que no elude el conflicto, la dificultad de ser narrada porque no resulta sencillo de qué manera contar lo que se cuenta si las teclas del ordenador van a su bola. Lo que ya había demostrado Rosario Izquierdo en Cuaderno de campo y El hijo zurdo no se queda corto en la novela que saco aquí antes de pasar a lo último que he leído de otra escritora fantástica: Natalia Carrero. No sé si hay alguien que vaya más a su bola (pobres teclas de la computadora) que Natalia Carrero. Y cómo se agradece que siga siempre escribiendo lo que escribe. Y cómo lo escribe. He hablado muchas veces de algunos de sus libros: Una habitación impropia, Yo misma, supongo, Soy una caja… Pues ahora, hace muy poco, llega con una serie de postales con los eventos de los Juegos Olímpicos del 92 en Barcelona. De ahí, el título del libro: Vistas olímpicas. Si no fuera porque la cosa es muy seria, la ristra de imágenes que nos ofrece este breve volumen sería para morirnos de risa (o de la risa, no sé muy bien cómo se dice, si con “la” o sin “la”). Mientras me chivan, como en las clases de gramática, pienso algo para el siguiente párrafo, ¿vale?

Pues mira por dónde voy a seguir con los asuntos de familia. Está dando mucho de sí esa institución cuyo prestigio va y viene, como esa incidencia pandémica que no hay manera de que nos deje en paz. Apenas un centenar de páginas. Primera novela de una jovencísima escritora francesa de origen argelino. Musulmana y lesbiana. Un ritmo sincopado que no se detiene ante nada, ante ningún conflicto. La búsqueda de una identidad que no lo tiene fácil en una sociedad clasista, machista, y en un entorno en que la religión manda. La novela se titula La hija pequeña y quien la ha escrito es Fatima Daas. Éxito en Francia y ojalá siga contando historias esta escritora que no se arredra a la hora de contar y contarse sin tapujos, como demuestra en este primer y más que solvente trabajo literario.

A la vez que leía La hija pequeña andaba también con otro libro de dimensiones escasas. Esta vez se trataba de recuerdos de la infancia y la adolescencia, más o menos. Los juegos familiares, las calles y sus personajes, la ciudad donde nació y donde fueron surgiendo los primeros encuentros con la vida ahora compartidos. En Pontevedra. Tal como éramos, Susana Fortes continua la serie universal de los Me acuerdo… y nos enseña que un sitio, por más que propio, puede ser transferido a otros sitios como en cajas mágicas. Los recuerdos de la escritora son los de una generación que crecía entre anuncios de la tele, noches de fiesta sin saber –o a ratos sabiendo— que dentro de la fiesta acechaba la bestia, de vidas en cuya sencillez alumbraba la grandeza.

Donde sí que asoma la bestia en la oscuridad de un tiempo devastado es en dos libros que de vez en cuando maravillosamente se parecen. Uno: Los ojos cerrados, de Edurne Portela. El pasado convertido en un presente lleno de pozos ciegos, de secretos que irán saliendo a la luz y dejarán al descubierto las heridas previas a los tiros de gracia, la narración que se construye a partir de las voces que rompen la aparente tranquilidad de los montes. Si todos los relatos “rurales” que se han puesto tan de moda fueran como éste, cuánto se lo agradecería la buena literatura. El otro: Tos de perro, de Julia Otxoa. Entre el silencio y el miedo, todo habla: los perros y los árboles; los muertos y la sima donde perros y hombres fueron dejados caer como fardos sin peso; las lágrimas y el fuego en los inviernos. Otra vez aquí los tiros de gracia en las pistolas de los vencedores. La voz de la madre cerrando unas páginas que están entre las más rabiosamente hermosas que he leído nunca: “Cuanto fuimos arde en el fuego que ilumina la memoria, porque más fuerte que el olvido, nuestros nombres fueron recuperados y en nuestros huesos puede leerse, como en un libro abierto, la barbarie”.

Algo también de bestia agazapada se nos descubre en una novela que habla del poder (en este caso intelectual y académico) como fuerza depredadora de los sentimientos. Desbroza Paula Bonet, en La anguila, los laberintos en que acecha el Minotauro. En plena efervescencia del #MeToo, la conocida ilustradora aborda no sólo la violencia del monstruo sino, al estilo de El consentimiento, de Vanessa Springora, denuncia la complicidad de quienes callan, por más que la conocieran, aquella violencia.

Ya se sabe que lo que vivimos hoy ya es memoria. La pandemia de las narices nos está robando el tiempo de ahora y el que vendrá mañana. Cada cual establece sus pactos con un bicho que no es como Godzilla de grande, pero se le parece en su intransigente, amenazante insignificancia. Por si acaso, Marta Sanz ha abierto en las vidas sitiadas una ventana con su móvil. No soy de redes sociales. Sigo anclado en tierra firme (bueno, lo de firme es pura retórica) y me suenan a chino esas maneras de comunicarse que tiene la mayoría de la gente ahora mismo. Cuando escucho la palabra algoritmo me escondo debajo de la cama porque pienso que la casa se va a llenar de gremlins. Por no saber, ni sé poner en los wasaps esos monigotes que las voces autorizadas llaman emoticonos o algo parecido.

El caso es que un día del Año I de la pandemia, empezó la escritora a sacar cosas del baúl de los recuerdos. Y a través de Instagram, con el hashtag #ParteDeMí, salió su último libro, titulado, como no podía ser de otra manera, Parte de mí. Miro y remiro la palabra hashtag y me entra la risa. En qué mundo vivo, cómo se puede andar por la vida sin estar en Twitter, en Facebook, en Instagram y encima no saber lo que significa hashtag. Pues así ando, amigas y amigos, como si no sólo una sino mis dos patas fueran como las del capitán Ahab, cabreado a tope porque no puede soportar las burlas de la juguetona Moby Dick. Por eso el libro de Marta Sanz me pareció magia pura, aparte de no meterse la autora debajo de la cama para esconder sus miedos, el no saber qué pasará mañana, la puñetera insolencia del incansable pangolín haciéndonos la vida imposible. Al hablar de la insolencia del pangolín, y sin que tenga que ver nada con otra insolencia, ésta literaria, me acuerdo de una novela que leí hace unos meses.

No se arredra Cristina Fallarás ante nada —como mucho más arriba decía de Fatima Daas— ni ante nadie. Miren si no cómo le planta cara a la mismísima Biblia y escandaliza a las almas destinadas a los goces celestiales con su El Evangelio según María Magdalena. Los hombres rodeaban al Nazareno. Sólo dos mujeres en las cercanías de su núcleo duro: María, la madre, y María Magdalena. Les escupe, la mujer, el desprecio a su cobardía. Ridiculiza su huida en los momentos del padecimiento de su maestro. Escribe una crónica de todo aquello sin que la historia haya guardado apenas un pedazo de esa escritura. Una mujer se enfrenta al reto de reescribir la historia de los milagros exprés. Genio y figura, Cristina Fallarás.

¡Ay, qué facilidad tienen para escandalizarse esas almas que sólo ven la paja en el ojo ajeno y no se dan cuenta –porque no les interesa— de la viga que atraviesa el suyo como la navaja barbera de Un perro andaluz! Una viga de esas nos hará falta para saltar el abismo que separa la barbarie de la razón en Conjuro contra el olvido, de la escritora colombiana Marbel Sandoval Ordóñez. Son tres novelas en una. El mundo de los desaparecidos. Aquí sabemos mucho de eso. La brutalidad paramilitar. Las mujeres que indagan en una búsqueda incansable. Las ausencias que nunca ellas considerarán definitivas. La memoria que rendirá culto a la pérdida. La seguridad de que serán ellas, las mujeres, las que desenfocarán el cristal óptico que retrata la historia del horror. No en el mismo sentido, pero también de abandonos, de esos espacios que se nos aparecen como entre la vigilia y el sueño, de los fantasmas que descubrimos en nosotros mismos y que en la escritura se revelan como personajes huidos a un destino incierto, como todos los destinos que no son una impostura: les estoy hablando de Maneras de irse, el libro de relatos que acaba de publicar una autora a la que sigo desde hace mucho tiempo con la firmeza de una lealtad insumisa: Sònia Hernández.

El franquismo era cruel y más feo que Picio

Cierro con la poesía de Olvido García Valdés. En contra de su propio nombre, nunca he dejado de leerla. Siempre la he leído. También aquí y ahora. Poemas escritos entre 2012 y 2019 son los que aparecen en su último libro: Confía en la gracia. Preguntas y más preguntas a lo largo y ancho de sus poemas. Recorrido por esa naturaleza que tiene a ratos la pinta de un animalario extraviado en la foresta. Apenas respuestas. El lenguaje entiende que ha de ser así: retorcerse como el propio cuerpo todo incógnita él mismo. El silencio, tantas veces el silencio: “¿Qué sabe de las formas / de la violencia que se ejerce / contra uno mismo? Inocua y / no visible parece. // Lo que / no se dice no se escucha”. Escribe Rosa Berbel en su magnífico libro Las niñas siempre dicen la verdad: “Las citas van así. / Nunca sabes qué pueden depararte”. Las mías con la poesía de Olvido García Valdés siempre me depararon un gozo absolutamente insobornable.

Se acaba aquí este itinerario escrito casi de memoria. No he pretendido, para nada lo he hecho, imitar las famosas listas de éxitos que suelen acompañar estos memoriales literarios con motivo de las navidades, las ferias del libro o los veranos. Aquí no están los 100 libros más vendidos, ni los 30 seleccionados por los mejores críticos de un país literario que seguiría haciendo reír a Valle—Inclán, ni los 50 títulos y autores más imprescindibles. Aquí no hay ni siquiera una sugerencia de lectura. Simplemente: una serie de libros y de nombres de quienes los escribieron. Ni alternativa al Canon literario ni nada que se le parezca: no sé si soy torpe o listo, pero no soy un cretino. Esto, que si han llegado hasta aquí han leído sus ojos llenos de curiosidad, es la crónica literaria de un lector, con sus manías y sus gustos seguro que más que discutibles. Ojalá sean ustedes —a pesar de la que nos está cayendo encima y con libros o sin libros— moderadamente felices.

Alfons Cervera es escritor. Su último libro es Algo personal (Piel de Zapa, 2021).

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