Los diablos azules

La posverdad y la preficción

En la era de la posverdad (Calambur, 2017).

La insistencia de algunos conceptos en los debates cotidianos se convierte a veces en una ventana desde la que mirar la realidad. Las modas y las palabras son una invitación a la mirada. Hacerse dueño de la propia mirada es la precaución que debe tomarse en primer lugar. Ese es, por ejemplo, el sentido de un libro como En la era de la posverdad (Calambur, 2017), que recoge 14 ensayos muy interesantes, 14 perspectivas desde las que el lector puede conformar su propia mirada sobre la realidad de este tiempo.

 

El concepto de posverdad se ha generalizado en una sociedad tecnológica en la que el relato fragmentado, emocional y vertiginoso de los grandes medios de comunicación alimenta ese fenómeno conocido con el nombre de populismo. Las causas inmediatas y las emociones imponen el discurso de los instintos, como si estuviésemos participando en un programa de telebasura, y borran valores democráticos y marcos constitucionales. Como señaló Luigi Ferragoli en Los poderes salvajes, se tiende a sustituir la democracia constitucional por la democracia plebiscitaria. Y como estudió Giorgio Agamben en Estado de excepción, se someten las normas a un estado de excepcionalidad perpetuo que nos sitúa en un corrosivo umbral de indeterminación entre la democracia y el absolutismo.

El mundo acelerado que vivimos, de forma cada vez menos habitable, ha convertido la velocidad en una nueva ley del más fuerte. Quien domina las grandes cadenas de televisión, domina la mirada de la gente y posibilita que cada vez haya más distancia entre los hechos y las declaraciones. Pero el concepto de posverdad es muy melancólico porque supone que alguna vez existió la Verdad como sostén único del discurso político. Y el pensamiento contemporáneo, desde Marx y Nietzsche hasta Foucault y Derrida, desde la conciencia feminista hasta los estudios anticoloniales, ha denunciado sobradamente la presencia del poder en su interesada consagración de la Verdad. Pero conviene reconocer que, en la era de la posverdad, la distancia entre los hechos y las palabras de los líderes carismáticos ha alcanzado una dimensión  muy grave que borra los controles de la memoria y la responsabilidad. Ya no se trata sólo de mentir, sino de crear una vertiginosa realidad virtual que sustituya a la experiencia histórica. Esta aceleración corroe la conciencia.

La ideología liberal galopante que ha dirigido la globalización extendió las avaricias del mercantilismo sin fronteras y, al mismo tiempo, evitó la configuración de un Estado o una regulación que velase por los derechos de las mayorías sociales. Eso ha provocado que la democracia tradicional no esté en condiciones de velar por los intereses de la gente. Las leyes no pueden o no quieren defender a los ciudadanos de las exigencias de las élites económicas. Esta realidad de desigualdad, que ha democratizado la pobreza imponiéndola también como costumbre en el llamado primer mundo, es determinante a la hora de que se produzca entre amplias mayorías una disociación entre la conciencia de clase y la conciencia cívica. La inseguridad social es buen cultivo para el machismo, el racismo y la xenofobia. El discurso de la multiculturalidad es sustituido de forma inevitable por el miedo y el odio al otro.

Y de esto se valen los millonarios convertidos en líderes carismáticos que mueven a la gente con sus mentiras y ocupan un poder que tiene como primera voluntad la liquidación de las representaciones políticas de la gente.

En este estado de cosas, las denuncias al populismo y a la posverdad encierran, además del reconocimiento de un peligro real, una incomodidad para los que somos partidarios de la igualdad y la democracia política. Las élites económicas que durante años ocuparon la escena del poder, con sus periódicos, sus partidos, sus gobiernos y sus mentiras, denuncian la mentira de los movimientos populares, confundiendo fenómenos como el encabezado por Trump, el dinero sin pudor al servicio del dinero y la manipulación de la gente, con otros deseos políticos que procuran dar respuesta a las democracias degradadas en nombre de la participación y la igualdad. Aunque la sociedad del espectáculo distribuye sus códigos e impone sus reglas, no supone lo mismo la llamada a las clases medias para imponer su supremacía frente al otro que la movilización social en nombre de una democracia regenerada.

Por eso, a la hora de valorar el concepto de posverdad, conviene tener muy en cuenta la mentira tradicional de las élites que ahora se escandalizan de las demagogias carismáticas. La posverdad y la posdemocracia comparten en sus orígenes el descrédito del sistema generado por una continua utilización de la mentira en nombre de la sensatez y la razón de Estado. Ningún aliado mayor de la posverdad que el nihilismo posmoderno encarnado en el que piensa que todos son iguales y nada tiene arreglo. La programada infantilización de la ciudadanía tiene muchos efectos colaterales.

La subjetividad vive sometida a la mercantilización de sus horas de trabajo y de sus horas de ocio. Somos una consecuencia más de las abstracciones de la economía especulativa. Concebimos el tiempo y el presente como mercancías de usar y tirar en el vértigo del consumo. Puesto a pensar en el mundo hay una imagen que crea costumbre: el individuo solitario, con la memoria borrada en su interior y sin confianza en el futuro, se limita a vivir el instante. La paradoja de la era de la posverdad es que este individuo sin lejanías interiores, hecho presente, sólo puede tener una relación lejana con el mundo a través de las redes sociales. Si convivir en el diálogo supone que los individuos con memoria (porque vienen de lejos) compartan la cercanía del mundo (una interpelación de los hechos que está ahí), las nuevas formas de comunicación facilitan otra posibilidad: individuos sin memoria, con la experiencia empobrecida, según la terminología de Walter Benjamin, hablan y deciden sobre un mundo lejano. Esta es la lógica de la posverdad, tan agresiva en un mundo que privatiza lo público a costa de publicitar lo privado.

¿Es posible reivindicar la verdad? No, desde luego, como un modo de volver a las normas consagradas por las certezas del viejo pensamiento patriarcal y elitista. Lo que ocurre es que, como respuesta al mundo de hoy, tampoco basta con la lucidez negativa que se limita a denunciar las complicidades del saber con los poderes. Necesitamos abrirle un hueco al recuerdo de un saber comprometido con la emancipación. Alain Badiou se atrevió a reivindicar hace años el compromiso de la filosofía como una búsqueda de la verdad. Y Marina Garcés acaba de publicar una meditación, esperanzada y precavida, sobre la necesidad de una Nueva ilustración radical (Anagrama). Merece la pena romper el estado de ánimo póstumo del pensamiento y la autorreferencialidad del trabajo intelectual negativo, para buscar ese compromiso con la verdad, aunque sea a costa de mantener a raya las credulidades.

Fue una de las lecciones más valiosas de Antonio Machado, uno de los patrimonios de la mirada poética contemporánea. El famoso inicio de su Juan de Mairena legitimó la sospecha sobre la verdad al introducir el conflicto entre el rey Agamenón y su porquero a la hora de dar testimonio objetivo del mundo. Pero en el cantar LXXXV de Campos de Castilla se negó a que la sospecha desembocara en la simple renuncia: “¿Tu verdad? No, la Verdad, / y ven conmigo a buscarla. / La tuya, guárdatela”.

Esa verdad entendida como búsqueda, como estar comprometido con el otro (en el amor o en la política) parece una forma decisiva de entendimiento, de objetividad y de pacto. Y aquí conviene matizar, distinguir cuestiones en la realidad selvática de las polémicas que padecemos. Los analistas de la realidad que dominan los debates periodísticos y políticos tienden a confundir los datos con sus interpretaciones interesadas. Creo que merece la pena, en nombre de una primera defensa de la verdad, esgrimir un ámbito de objetividad en las realidades de los datos. Puede haber mil interpretaciones de la desigualdad social que nos domina, pero negar la existencia de la desigualdad es una mentira. Conviene que todas las interpretaciones carguen con los datos del mundo que interpretan. Permítaseme esta inclinación de poeta realista.

Pero hay, además, otro tiempo de verdad que tiene que ver con los valores democráticos, una convicción que trasciende los datos, y los miedos, y las necesidades. Es esa verdad que define el espacio ético, aquello sentido como invulnerable. Una verdad que se niega a disociar en nombre de las coyunturas la conciencia de clase y la conciencia cívica. Negar al otro no está permitido en la búsqueda de los valores democráticos; no podemos defender una identidad propia fundada en la injusticia. Y este no poder está situado en un lugar que no discute con la realidad de los datos, sino con la conciencia que interpreta los datos y busca soluciones, marcos de compromiso…verdades. Necesitamos un fervor, un espacio sagrado para los no creyentes. Permítaseme esta inclinación de poeta puro, aunque se trate de una inclinación convencida de que las convicciones más íntimas nacen de un pacto democrático sobre valores irrenunciables, un contrato social con jerarquía de contrato vital, el saber y el vivir de una justicia acordada. El derecho de una ciudadanía democrática no puede sostenerse en el olvido o la negación de los derechos humanos. La verdad acordada implica la creación de una paradoja: ser social hasta el punto de comprender que hay cosas verdaderas, cosas legitimadas por una verosimilitud ética, que deben estar por encima del acuerdo y el desacuerdo.

Desde esta perspectiva la verdad es una creación social, un artificio vital, una vitalidad, la apuesta por la ficción de un mundo posible y habitable. Quizá no sea mal camino pasar de la era de la posverdad a la conciencia de la preficción. No hay mayor disidencia contra un presente consumista de usar y tirar, contra la borradura de la memoria y la cancelación del futuro, que la voluntad de relato. Por eso conviene entender el aquí y el ahora como una mesa de trabajo dispuesta a escribir. Con el papel y la tinta a punto, el presente es el lugar previo a la redacción del futuro, la intención de un inicio. La ficción poética es un ejercicio hospitalario. Esa llamada de Antonio Machado a buscar juntos la verdad es la raíz de una voluntad creativa en la que la ficción prepara un mundo no cerrado, un mundo posible, que necesita la presencia del lector. La actualización de una realidad literaria propuesta  nace de la complicidad del lector, de su propia experiencia del amor, el miedo, la ilusión o el odio. El relato llena de sentido las palabras, crea un presente devuelto una y otra vez a la conciencia histórica de la realidad. Una ironía leal.

Utilizo un vocabulario heredado de los que quisieron intervenir el mundo y escribir un Estado como se escribe una obra de arte. Un mundo corregido igual que un manuscrito. El peso de los fracasos no tiene por qué ocultar el valor de las conquistas. Y acudo a la ficción como valor humano porque soy consciente del punto histórico de quiebra que supuso la voluntad de relato en la sociedad de las supersticiones, ese otro mundo sagrado de los creyentes. La ficción sustituyó la lógica de la credulidad en el milagro, legitimó las creaciones de sentido en un relato inventado. No me parece un mal recurso esta legitimación de las ficciones ahora que vivimos en la era de la posverdad, un tiempo que usa el poder de la tecnología y nos devuelve al dominio de la superstición. El Lazarillo de Tormes, origen de la ficción moderna, se sirvió de la credulidad del lector acostumbrado a las supersticiones para introducir una nueva estrategia de la invención. Cervantes puso después al descubierto el poder real e irónico de esta nueva lógica. Fue el origen de un proceso de ficciones conscientes de sí mismas, las ficciones de la modernidad, que parece cerrarse ahora con la posverdad, este fenómeno que nos invita a perder la conciencia de la ficción para que volvamos a tomar las supersticiones por verdades. La conciencia vacía se arrodilla ante un sacramento tecnológico, una eucaristía inversa en la que la sangre y el cuerpo son convertidos en virtualidades digitales o en disfraces estéticos. Por eso el diálogo literario entre verdad y ficción puede ser una buena perspectiva para mirar nuestro tiempo. Rehabilitar el presente como tiempo de escritura, de compromiso con los planteamientos, los nudos y los desenlaces, define las convicciones como un espacio de preficción. Vamos a empezar el relato.

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Conscientes de la existencia de la mentira, conviene ahora volver a responsabilizarse de la verdad. ¿Podemos hablar de verdad? Por lo menos es posible no confundir la confianza con la credulidad. Quizá se trate de que tengo muchos años y muchas cosas que contar. Quizá se trate de que necesito situar el cuento en el lugar que va a escribir el futuro de mis hijos.

*Luis García Montero es poeta y profesor de Literatura. Su último libro, Luis García MonteroA puerta cerrada (Visor, 2017). 

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