Las primeras narraciones extensas de Luis Martín-Santos, hasta ahora inéditas
Novelas inéditas. El vientre hinchado. El Saco. Obras completas III - Luis Martín-Santos
Edición, prólogo y notas de Epicteto Díaz Navarro
Galaxia Gutenberg (Barcelona, 2024)
Las dos narraciones inéditas que se recogen en este volumen, una novela corta y una novela, se escribieron entre 1948 y 1955. De haberse publicado en su momento, creo que tendríamos una visión distinta de la trayectoria literaria del autor, e incluso dispondríamos de otros matices diferentes en la historia de la novela española de esas primeras décadas de la posguerra. Es probable que el lector curioso de estas dos narraciones atípicas se pregunte qué novelas españolas habría leído entonces Martín-Santos y cuáles podrían haberle interesado, sobre todo de los nuevos nombres, pues la obra de Baroja debía conocerla con anterioridad. Parece evidente la familiaridad que tuvo con la narrativa de Cela, sobre todo con el tremendismo, el miserabilismo, de La familia de Pascual Duarte (1942), aunque debió de haber leído asimismo La colmena (1951), en la que el escritor gallego toma un rumbo más atinado; con Nada (1945), de la joven Carmen Laforet, que tanto impacto causó en su momento, tanto en el interior como en los escritores españoles del exilio; y también parece probable que hubiera leído El camino (1950), de Miguel Delibes. ¿Y qué literatura extranjera? Pues, probablemente Thomas Mann, Kafka (en El Saco, López comenta: "Pero ahora no era más que un bicho aplastado por una bota ciega", página 270) y el existencialismo, como veremos (la alusión a la náusea, página 186), sobre todo Sartre y Camus.
Entre los nuevos nombres que aparecerán a lo largo de los 50, Rafael Sánchez Ferlosio toma la delantera con la atípica y excelente Alfanhuí (1951), pero es en 1954 cuando arranca definitivamente la nueva hornada de narradores, entre los que hay que incluir a Martín-Santos, algo que no siempre se ha tenido en cuenta. En esa fecha se publican novelas de autores que desempeñarán un papel importante en la historia de nuestra literatura. Se trata, en todos los casos, de comienzos esperanzadores: El fulgor y la sangre, de Ignacio Aldecoa; Los bravos, de Jesús Fernández Santos; Juegos de manos, de Juan Goytisolo; y Pequeño teatro, de Ana María Matute. Antes, en 1949, Carmen Martín Gaite empieza a escribir, en su estilo "excitado y pirado" (así lo denominó la autora), El libro de la fiebre, que permanecerá inédito hasta el 2007, eslabón perdido que cabe situar entre sus inicios y su primera novela, Entre visillos (1958). Creo que es, en este contexto, en el que habría que analizar y valorar El vientre hinchado y El Saco, que cabría considerarlos también como eslabones perdidos, antes de llegar a Tiempo de silencio (1962).
Nos consta que en esos años, además, se familiariza con la obra de Kierkeegard y con los existencialistas (sabemos que, en la tertulia del Gambrinus, se comentaban las obra de Sartre), con el cine y la literatura neorrealista, así como con el denominado realismo social. En los primeros 50, ocurren acontecimientos importantes en su vida: pasó unos meses en Heidelberg durante 1950; gana la plaza del Psiquiátrico de Guipúzcoa en 1951; y en 1952, se casa con Rocío Laffón. Son también los años en que empieza su amistad con Juan Benet.
El vientre hinchado se escribe entre 1948 y 1950. Se trata de una novela corta, compuesta por 39 capítulos, de los cuales el 24 tiene menos de una línea. Fue presentada, aunque sin éxito, al Premio Café Gijón, con el título de Pastoral, aunque no sabemos en qué convocatoria, según el testimonio de Federico-Guillermo de Castro, quien lo obtuvo en 1953. En las primeras ediciones del certamen, entre 1950 y 1954, lo habían ganado también Eusebio García Luengo, César González Ruano, Ana María Matute, con Fiesta al Noroeste (1953), y Carmen Martín Gaite, con El balneario (1954).
En El vientre hinchado, se cuentan las relaciones que mantienen tres personajes ("el amo", a quien "la criada", cuya obesidad se destaca, llama "el cojo"; y "el criado", definido como "algo imbécil") en una casa aislada, en medio del campo, que se describe con cierto detalle. Los tres llevan una vida de pobreza, pues solo comen gachas, tocino, pan y leche de cabra. Entre ellos, predomina la desigualdad, pero mantienen unas relaciones sexuales propias de un mundo primitivo, con ecos de las que encontramos en Lorca y Cela (véase, por ejemplo, la página 51), cuya consecuencia es el embarazo de la criada, sin que lleguemos a saber, a ciencia cierta, quién es el padre. A este respecto, llama la atención la manera que tiene Martín-Santos de narrar el acercamiento del criado a la mujer, la minuciosidad con que se nos cuenta; y cómo, al fin y a la postre, se elude el encuentro sexual entre el amo y la criada, en el desenlace del capítulo 20. Sea como fuere, al descubrirse el embarazo, el amo obliga a la mujer a abandonar la casa, mientras que el criado barrunta matarlo con una hoz (hasta en cinco ocasiones, se alude a la hoz), procedimiento casi bíblico. El final del relato es abierto (podemos preguntarnos qué papel desempeñan los celos, el hartazgo por la opresión, o a quién odia la criada, a quién acusa de su embarazo), aunque la mujer, antes de abandonar la casa, tira la cabra al pozo, acaso como un símbolo del rechazo al arbitrario poder del amo.
La misma denominación genérica de los personajes sugiere una relación jerárquica entre ellos, de poder, tal y como ocurre en la narración. Además de la casa propiamente dicha, adquieren cierto protagonismo lugares concretos, como la cuadra, el granero, el desván, así como el pozo. Tanto los datos como las situaciones resultan muy poco precisas, apenas se concretan, sin que lleguemos a saber ni cuándo ni dónde transcurre la acción. Se dice que la casa está "muy adentro en el país", o sea, en el interior, lejos del mar, y aparece una referencia a Daimiel (adonde se dirigirá la criada embarazada, cuando la expulse el amo, página 98), en la provincia de Ciudad Real, donde en 1950, lo habíamos anticipado, el autor consiguió la plaza de director del psiquiátrico de la capital de la provincia.
El narrador, la historia se cuenta en tercera persona, le concede la voz a los personajes, de quienes, además, nos proporciona retratos minuciosos (páginas 42, 50, 62 y 63), pero también, cuando los criados comparten la cama, se nos dice de él que era un hombre difícil con un cuerpo difícil (páginas 73 y 74). En el prólogo (de donde proceden algunos de estos datos), Epicteto Díaz Navarro señala con acierto que el tiempo parece estancado y que, en ocasiones, se narra dos veces la misma acción, valiéndose de un lenguaje metafórico y repetitivo (por ejemplo: "Yo dije, digo", página 33; "comen" y "coma" se repite cuatro veces en un solo párrafo, página 40; en cuatro líneas, entre las páginas 42 y 42, aparece seis veces el verbo haber; en un párrafo de ocho líneas, la criada repite en 27 ocasiones la palabra cobarde, dirigiéndose al criado, "pegándole", en dos ocasiones, "golpeándole", "arañándole" y "cogiéndole"; y una más en la página siguiente, para sentenciar: "Tú no eres un hombre" (páginas 77 y 78), de lo que vuelve a acusarlo en la página 98; o las repeticiones que se producen en las páginas 80-83, 94 y 95). Podría decirse, por tanto, que el estilo de esta narración se sustenta, en cierta forma, en la repetición, aunque no sea esta su única característica. El caso es que el autor se aleja de los presupuestos del realismo clásico, para optar por un naturalismo tremendista, en el que no falta ni la recreación en los detalles, puede observarse en el capítulo 15, ni la animalización de los criados, como ocurre en el capítulo 22, ni tampoco el lenguaje crudo, cercano al que utiliza Cela en su primera novela, pues "no solo son imágenes que se enfrentan al buen gusto, sino que difícilmente podrían haber sido toleradas por la censura, de la que el autor parece desentenderse", leemos en el prólogo (página 18). Encontramos un buen ejemplo en el capítulo 23, donde se cuenta de manera más explícita lo que ocurre durante la siesta que comparten el amo y la criada, la sexualidad primitiva que practican, el protagonismo que se le concede a "los pechos" de la mujer, las metáforas que generan: "notaba sus pechos como dos cuevas llenas de conejos recién nacidos" y "sentía los pechos heridos por cientos de uñas rojas que los rascaban cuidadosamente" (ppágina 75 y 77). Al final de esas páginas, el narrador aclara que ella nunca tocó el cuerpo del amo, pues era ella la tocada, aunque poco tocada; en cambio, era ella quien tocaba el cuerpo del criado (página 71). Fíjense que no utiliza el verbo acariciar, sino tocar.
Las alusiones a todo tipo de animales (perros, cabras, ciempiés, lagartos, conejos, limacos, arañas, lagartos, bueyes, gallinas, escorpiones, hormigas, cigarras, grillos, víboras, pájaros o moscas) es muy significativa, a varios propósitos (véanse, por ejemplo, las ppágina 89 y 90), como no podía ser de otra manera en una narración que transcurre en un lugar aislado, en pleno campo.
El título de esta novela corta resulta, cuando menos, curioso. Las referencias más cercanas las formula el narrador, aunque reproduciendo el pensamiento de la criada, que se imagina con el vientre hinchado mientras observa a su compañero, premonición de lo que sucederá (ppágina 49 y 50); en el capítulo 17 (puede servirnos como síntesis representativa del estilo de Martín-Santos), el narrador relata el acercamiento del criado a la mujer, refiriéndose entonces a su "vientre lleno de gachas"; en el 18 se describe "una araña amarilla de grueso vientre"; en el 33 se comenta que el vientre se le empezaba a hinchar, que estaba preñada; y más adelante, al final del capítulo 35, el amo repite tres veces: "Yo no puedo tener una mujer preñada en mi casa" (página 94). A lo que responde la criada con un escueto "no". También en el capítulo 37 se repite en dos ocasiones que "el vientre seguía creciendo" (página 96). En esta ocasión, me parece que no se trata del qué dirán, dado lo aislados que viven, sino más bien de que al amo le desagrada cualquiera de las dos posibles paternidades, pues ni quiere que el hijo sea suyo, ni tampoco del criado.
En esencia, aunque esta novela corta parece, en lo sustancial, acabada, en algunos pasajes se echa en falta un mayor cuidado con el lenguaje, que a veces, como ocurre en el capítulo 23, se muestra reiterativo o poco preciso, a menos que haya pretendido reproducir el idiolecto sencillo, de pocas palabras, de los servidores.
Me centro ahora en la segunda narración, titulada El Saco, escrita entre 1954 y 1955. La novela se compone de 54 capítulos, en los que se entrecruzan dos historias: los sucesos que ocurren en el presidio, tras decidir el Alcaide, a quien llaman 'el Saco', instalar luz eléctrica en las celdas, encargándole el trabajo a dos presos; Hugh, quien sabe cómo hacerlo, y Jaime, un "débil mental" que hará de ayudante; y la historia de López, uno de los guardas, de quien se nos cuenta su pasado y las razones por las que acaba trabajando en la prisión. El caso es que Hugh es acuchillado y los tres presos que resultan sospechosos son torturados por los guardas: los cuelgan de los pulgares, y uno de ellos, el Chaval, muere.
La historia está narrada en tercera persona (el último capítulo corre a cargo de un narrador testigo, quizás uno de los guardas de la prisión), si bien predominan los diálogos entre los penados, a los que se unen los monólogos del Alcaide, como los que encontramos en los capítulos 33 y 45. En ellos, el Alcaide justifica el porqué de la detención y el funcionamiento de los penales, pero también confiesa que "el más débil olor a rebeldía rebasa mi paciencia", pues "ante la rebeldía (...), mi deber (...) es aniquilarla (...) La esencia del penado exige sumisión humilde y rencorosa" (ppágina 208 y 209).
Se trata de una ficción alegórica (¿acaso, podría representar esa cárcel, las relaciones entre el Alcaide y los penados, el régimen de Franco?), en la que tampoco encontramos referencias espaciales o temporales precisas, a diferencia de lo que solía ocurrir en las narraciones realistas habituales de la época, aunque en esta también predomine el realismo. Solo se citan dos topónimos: Misericordia del Gran Alpe, inventado, el lugar donde nació y ha residido López, apodado Bolitas, que acaba añorando; y el monte Nebo, que quizá proceda de la Biblia, como se indica en la página 106. Y a este propósito, los tres cuerpos suspendidos de los penados creo que remiten a la escena del Gólgota, con Jesucristo crucificado junto a los dos ladrones, tal y como se cuenta en el Evangelio de Lucas. Algunas de las indicaciones que aparecen en el relato, tal y como se refiere en el prólogo, nos llevan a pensar que la acción podría transcurrir entre 1945 y 1955. Las denominaciones de los personajes responden a diferentes criterios: ya sean nombres extranjeros (Hugh, Livio), ya apodos (el Saco, Carita de Rosa o Bolitas), ya nombres más habituales entre nosotros (López o Jaime) o incluso algunos parecen ser nombre y definición (Fierro, el Sacristán o Fuerte).
Los sucesos se desencadenan cuando un grupo de presos, los citados Fierro, el Sacristán y Fuerte, a los que luego se unen otros, se rebelan contra los abusos del Alcaide, contra las injusticias que padecen ("Van a ver lo que es la dignidad cuando a los hombres se les trata como si fueran pellejos de animal...", página 214). Otros penados, en cambio, como el Chaval y Carita de Rosa, aparecen como los eslabones débiles de la cadena. Pero si, en una una narración colectiva como esta, hay un protagonista, ese es López, personaje que, junto a Jaime, tiene la denominación más corriente. Es la víctima principal de los sucesos, pues no cree en los suyos, pero cuando intenta acercarse a los penados, tampoco lo aceptan, ya que lo acusan de gafe en varias ocasiones y lo culpan de hechos que no ha cometido, algunos de los cuales él mismo se auto inculpa. No se piense, sin embargo, que esta historia está basada en la experiencia personal del autor, pues su primera estancia en prisión se produjo en marzo de 1956; aunque el internamiento más duro ocurrió en 1959, durante cuatro meses, en la cárcel de Carabanchel. Por tanto, resulta verosímil pensar, como se indica en el prólogo, en una posible influencia del cine carcelario, que en aquellos años produjo buenas películas con esa temática.
En una carta que Martín-Santos le escribe a Juan Benet en 1955, comenta lo siguiente, respecto a lo que tienen de atípicos los personajes de su novela: "Sigo metido en el mundo de mis penados (...) Me parecen unos sujetos que carecen de la realidad cotidiana del vulgar criminal (...) (que a lo mejor somos todos nosotros)" (página 24). El caso es que los penados se rebelan, pues no permiten -como anticipamos- que se les trate como bestias, reivindicando su humanidad, su condición de hombres. Por ello, López admira a Fierro, "que era un hombre entero, que quería demostrar al Saco que la injusticia puede existir en la tierra, pero que el hombre tiene el poder de hacerle frente y ser más así que lo que le oprime" (página 265). Pero una vez que son conscientes de que el motín ha fracasado, y a pesar de que se den por muertos, se les plantea el siguiente dilema: "si es mejor morir o escapar y que te cacen a tiros" en la fuga (página 258). El caso es que los penados acaban matándose entre ellos, por desconfianza, rencillas, odios personales o porque no quieren caer en manos de los guardas, y el único que consigue sobrevivir es Jaime, el considerado tonto, quien estaba en la cárcel por abusar de niñas. Además, Jaime protagoniza un final con ribetes humorísticos, en el que cuenta lo que no debía.
En el capítulo 24, López, el atípico guarda, hace una reflexión sobre la prisión, el castigo y la tortura, el crimen y la condición de los penados, quienes no deben ser tratados como esclavos, llegando a la siguiente conclusión, de clara raigambre existencialista: "Todos estamos castigados en la vida por un crimen que es indiferente que hayamos cometido o no" (página 175). Y algo más adelante, López comenta que "se había sentido desgarrado por el dolor de la injusticia, que sufría por la violencia hecha a aquellos hombres" (página 189), que aunque eran "criminales (...), parecen sencillamente desgraciados" (página 194). Y concluye, comentándole a Mary, la mujer que lo acoge en su casa, en pleno proceso de identificación con los presos: "un hombre nunca es bastante para condenar a otro hombre" (página 202). O como afirma el Sacristán, algo más adelante: "no somos más que nosotros, inocentes y locos, que hemos hecho de un infierno un infierno peor" (página 229). Se trata, en suma, de cuestionar el sistema penitenciario, sin librar de sus culpas a los condenados, pero en defensa de la dignidad humana, en la estala de las clásicas ideas de Beccaria, recogidas en De los delitos y las penas (1764).
Epicteto Díaz Navarro apunta en el prólogo las semejanzas y diferencias entre ambas narraciones (página 25), cuyos títulos forman parte de una serie de lacónicos títulos-síntesis, habituales en la época (La colmena, El Jarama, La mina, La resaca, La zanja, Central eléctrica o Dos días de septiembre...), como ha señalado José Teruel en su reciente biografía de Carmen Martín Gaite, de la que nos ocuparemos aquí, en las próximas semanas. En este mismo sentido, recuérdese que Entre visillos iba a llevar el desafortunado título de La charca.
Lo sorprendente de estas dos narraciones es que parecen escritas ignorando la censura, que me temo que no las hubiera autorizado, aunque cada una de ellas hubiera sido prohibida por razones diferentes, en esencia: en el caso de El vientre hinchado, por razones sexuales; mientras que El Saco no habría sido permitida por razones políticas, al cuestionar el sistema penitenciario, tan activo en plena dictadura.
El Berlín de Ibon Zubiaur
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Por último, es necesario felicitar a los editores (a Domingo Ródenas de Moya y, en concreto, en esta ocasión, a Epicteto Díez Navarro), a la editorial y a los dos hijos del escritor, sus herederos, que han puesto en tan buenas manos las obras de su padre.
* Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona.