Solo de sed

Antología poéticaJuan Sánchez PeláezEdición de Marina GaspariniPrólogo de Alberto MárquezVisorMadrid2019Antología poética

 

Comenta irónico Mircea Cărtărescu en uno de sus ensayos que la poesía “es el gato muerto del mundo consumista, hedonista y mediático en el que vivimos. No se puede imaginar una presencia más ausente, una grandeza más humilde, un terror más dulce”. Añade que los poetas ya no tienen reputación ni estatuas, y que las editoriales, obsesionadas por las ventas, “huyen de la poesía como alma que lleva el diablo”. En ese contexto, es motivo de celebración que siga habiendo sellos que apuesten por la poesía, y que el autor rescatado sea como en este caso el venezolano Juan Sánchez Peláez (1922-2003), que a pesar de su marginalidad y de su condición oscura, fue decisivo en la deriva literaria de su país. Su misión fue la de quemar las naves, frenar la inercia de una tradición caduca e incorporar la poesía venezolana al ritmo de los tiempos, a través de un surrealismo heterodoxo y una incursión en lo órfico sustentados en la contención y el rigor que surcan sus siete poemarios, todos representados en esta breve revisión antológica.

En la dicotomía que estableció Pound entre los poetas del cántico y los del diálogo, Peláez se situó entre los primeros: los de la introspección, la soledad y la noche. Nació a la poesía al calor del grupo chileno Mandrágora, y se posicionó junto a Humberto Díaz Casanueva –que en Venezuela colaboró con el grupo Viernes– y Rosamel del Valle, uno de los más deslumbrantes entre los oscuros. Después Peláez decidirá permanecer en esa atmósfera y estirpe, que es también la de otros latinoamericanos, como el martiniqués Aimé Césaire y los peruanos César Moro y Emilio Adolfo Westphalen.

El autodestierro de Peláez en un entorno hostil llevó a que se le considerase un poeta frío y torremarfileño, pero eso no obstó para que fuera prácticamente unánime el reconocimiento a su labor de orfebre y a su conquista de un espacio propio, en un país que ya tenía en Ramos Sucre a un ilustre solitario. Su poesía nocturna y visionaria, entregada a un viaje vertical de anábasis o de catábasis hacia lo absoluto, no habla de la búsqueda sino que quiere ser esa búsqueda, y su aventura sacrificial asumió el riesgo de la incomunicación o el fracaso, desde el convencimiento de que había que alejar la hojarasca de una poesía sentimental y un folclorismo ya agostados. Peláez mostró en este sentido una lealtad obstinada al camino elegido: recuperar la misión original del poema. Y eso supuso un salto cualitativo en la poesía venezolana hacia la modernidad. Aparentemente alejada del contexto y de lo cotidiano, se instala en el duermevela y la ensoñación, y evoluciona de la exuberancia inicial hacia la depuración, siempre desde los emblemas que vertebran y cohesionan su mundo autónomo: el poeta-isla frente al entorno hostil, el poema y su alquimia entre el frío y el fuego, y la palabra como encarnación de la mujer-poema.

En sus versos, Peláez se presenta como un extranjero en su propia patria: “el crepúsculo adora la esclavitud de esta tierra desolada. Yo soy mi propio ángel y mi único demonio”; “al margen / de rodillas en el país”; “con una casi absurda paciencia / vivo / amurallado u oculto / libre / muerto”. Sus claroscuros hablan de la alquimia y el proceso hacia su albedo, desde imágenes como las del relámpago y su centelleo, de astros y desiertos, de nieve y de hielo, o de imaginarios océanos blancos como páramos que conjuran la muerte: “yo blanco y anciano en mi libro”; “rogamos y aullamos en nuestros surcos de hielo”. Recurrente, frente al calor circundante, es el fervor por la pureza de la palabra y el anhelo de un frío cauterizador: “quienes nos observan deberían amarnos, y ser menos esquivos a nuestros boscajes quemados por racimos de hielo”.

El primero de sus poemarios, Elena y los elementos (1951), dio a su autor una fama inmediata, aunque su carnalidad, inusitada en la tradición venezolana, fue denostada por muchos. Ahí se identifican el cuerpo y la página, y la Elena del título habla del poema, el sueño y el silencio, del fuego que puede habitar el frío, de lo sagrado, la libertad y el destino. Ella es vida y muerte, diosa y amante, espectro y deseo; es la fatalidad de la belleza, como lo fueron la Aurelia de Nerval, la Nadja de Breton, la Helena del Fausto de Goethe –afín a la Helena fatal de Troya–, o la Eva de Rosamel del Valle. Son en realidad, como lo señaló Víctor Bravo, los nombres de Eurídice. Según las palabras del poeta Eugenio Montejo, el propio Álvaro Mutis se sintió atraído por este poemario inaugural, tras el cual publicó su libro Los elementos del desastre, y ante la involuntaria coincidencia de títulos le propuso jocoso hacer una edición conjunta que se titulara Elena y los elementos del desastre. En el caso de Peláez, y según sus propias declaraciones, esos “elementos” se referían a una época de bombas y de amenazas apocalípticas, y a una visión del amor como refugio en un tiempo de muerte; pocos años después, Octavio Paz presentará también en su Piedra de Sol a unos amantes que, en plena Guerra Civil, en la madrileña Plaza del Ángel, se desnudan para amarse en medio de las bombas. Elena y los elementos es la llave que abre la poesía de Peláez, y más allá del escándalo en Caracas por su sensualidad, el autor recalcaría que había ahí algo más, como lo muestran también sus versos: “Sé que vendrás aunque no existas (...) Mis amigos salen del oscuro firmamento / Mis amigos recluidos en una antigua prisión me hablan”; “Y los trabajadores, deslucidos por el hollín impuro de las factorías se ocultaron en las tiendas del poniente, con sus harapos incendiados. Y galoparon hasta mi sangre”.

Elena y los elementos fue, como Mi padre el inmigrante, de Vicente Gerbasi, un poemario fundacional. Después Peláez abandona esa línea, y llega a renegar de él y de ese estadio de su poesía para avanzar hacia algo “puramente lírico”. Le siguen otras seis entregas, cuya oscuridad fue a menudo rechazada como europeizante, y sin embargo supuso el único camino que el poeta quiso o pudo transitar, a veces en enigmáticos desdoblamientos: “Tú entregas un racimo de uvas al asesino. / Yo me pongo una máscara / y me muestro distraído. / Y todos en fin bailamos la danza nupcial”. A pesar de esas disquisiciones en torno a sus textos, y al decir de Adriano González León, estos quedaron en la memoria de tres generaciones que lo reconocen como fundador de una palabra limpia y llena de enseñanza. Después, la huida de posibles influjos impulsará a Peláez a seguir indagando en la misma línea, a arriesgarse en la dificultad, el hermetismo y la marginalidad, lejos de anécdotas o descripciones. En otro poema, dedicado a Rafael Cadenas, leemos: “Cuando nos echaron de la ciudad (porque mirábamos en demasía el colibrí), abrimos la ruta que tiene mil pétalos, y ya viejos, no exentos de alegría, nos restregamos los ojos con piedras”. En cuanto a Eurídice, que es la amada y es el poema, no parece abandonarla nunca: “Si vuelvo a ti, si muero, si renazco en ti. / Sí, en el interior, es mi promesa.  Si esta irisada raya, relámpago súbito, oh Solo de sed”.

La mirada atlántica

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En los últimos poemas de Peláez se mantiene la angustia ante un entorno opresivo –“Prueba la taza sin sopa / ya no hay sopa (...) / prueba el traje (...) / te cuelga te sobra por / la solapa”–, aunque las referencias sean mínimas y figuradas, en tanto que el silencio se va imponiendo. Los poemas se hacen más breves, se abre camino la prosa, pero siguen el zumbido, el fósforo, el relámpago, la búsqueda, la alquimia y la obsesiva memoria. Se impone la albura anhelada, cauterizadora, y el dramatismo contenido en el deseo de “navegar dentro de lo absoluto y el mar blanco”, junto con los poetas ausentes, como Pound o Nerval. En definitiva, y a pesar de toda su marginalidad, la obra de Juan Sánchez Peláez viene a ser un concierto para una voz que quiere hablar por muchas voces, o si seguimos un verso suyo, un “solo de sed”. _____

Selena Millares es escritora. Su último libro publicado es La isla del fin del mundo (Barataria, 2018).

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