Los diablos azules

Tres hombres invisibles que nos miran

Portadas de 'Poesías completas', de Carlos Sahagún, 'Poesía completa', de César Simón, y 'Credo quia confusum', de Fernando Arrabal.

La literatura es como las cordilleras, no sólo está hecha de cumbres, y por eso los lectores interesados en un género o una época no suelen conformarse con los autores más señalados de cada generación, esos a quienes la crítica y el paso del tiempo les han puesto el cartel de imprescindibles, sino que después de leer a Federico García Lorca, Luis Cernuda o Rafael Alberti suele acercarse a las obras de Gerardo Diego, Pedro Salinas, Vicente Aleixandre o Dámaso Alonso, de ahí a las de Manuel Altolaguirre o Emilio Prados, luego a las de Concha Méndez y Juan Rejano, después a las de Ernestina de Champourcin, Juan Chabás, Rosa Chacel o Juan José Domenchina… Y sólo entonces tiene la impresión de saber qué era la Generación del 27. O por poner otro ejemplo, se hace con las obras de Ángela Figuera Aymerich tras acabar las de José Hierro, Gabriel Celaya y Blas de Otero para entender a la del 36. En esa misma línea, hablar de los poetas del 50 nos lleva directamente a Ángel González, Jaime Gil de Biedma o José Ángel Valente, y si afinamos un poco más, también a Carlos Barral, José Agustín Goytisolo, Alfonso Costafreda, Gabriel Ferrater o, más tarde, Antonio Gamoneda, que es el último de sus contemporáneos en lograr un reconocimiento de los especialistas y el público, coronado con la obtención del premio Cervantes. Pero también había más en ese grupo y también merece la pena detenerse en el trabajo de tres creadores muy estimables y mucho menos reconocidos, cuya producción completa en verso acaba de aparecer en Sevilla, Valencia y Madrid, en las editoriales Renacimiento, Pre-Textos y Huerga & Fierro: Carlos Sahagún, César Simón y Fernando Arrabal.

Las Poesías completas (1957-2000) de Sahagún, descubren a un escritor muy solvente, delicado y preciso, cuyo oscurecimiento sólo puede ser debido más a una voluntad de apartarse, producto de una naturaleza esquiva que, al parecer, lo llevaba a ausentarse, a ser un solitario. Comparte con sus compañeros, y creo que especialmente con Ángel González, la mezcla de pesimismo e ironía que los hizo tan reconocibles y que le iba como anillo al dedo a la España terrible que les tocó vivir en la posguerra: “si estuviera en mis manos, / no salvaría nada de este incendio”, dice en uno de los textos de Primer y último oficio. Ahí o en Estar contigo, sus dos obras quizá más certeras, se ve claro que estamos ante un escritor de envergadura, que se atreve con el verso blanco y el libre, con la asonancia y la falta de rima, y de todo sale con elegancia y buena mano. ¿Qué pasó para que se apartara del centro del escenario? ¿Por qué abandonó una carrera que había empezado de manera fulgurante, ganando premios tan importantes como el Adonáis y el Boscán, e incluso el Nacional, muchos años más tarde, con la que sería su última obra? Se habla de su carácter difícil, de su tendencia al aislamiento… Puede ser eso o que fuera avasallado por aquel mundo sórdido –una de sus palabras favoritas— de la dictadura en el que se ahogaba, igual que la mayoría: “Que no me digan que esto estaba escrito, / este caer concreto al pie de la abundancia. / Fuera todo distinto, diera todo / menos pena, más gana de abrazarlo, / si al recordarte desde esta colina / uno pudiera ver palomas blancas, justas, / lo clandestino penetrar con alas, / oh, España, en tu orfandad”.

A un año de su muerte, ocurrida en agosto de 2015, y después de una eternidad lejos de los escaparates, asistiendo muy de vez en cuando a algún acto público y desde hace mucho refugiado en una suerte de invisibilidad elegida, la publicación de este tomo de Renacimiento vuelve a poner al alcance de la mano a un magnífico escritor, capaz de darle “lentitud a la melancolía”, como dice en un poema memorable sobre César Vallejo y que está pidiendo a gritos ser leído por los aficionados a la buena poesía, esos a los que parece referirse en este “Quede mi nombre” con aire de epitafio, donde su capacidad para el trazo autobiográfico y la elegía triste quedan más que demostradas: “Que mi reino no sea / la soledad del héroe pensativo, / sino su fortaleza amurallada. / Hallen en ti refugio los días claros, / roto ya por mil flancos / el combatido cerco de la noche. / Y cuando zarpe el último navío / rumbo a la decepción definitiva, / quede mi nombre escrito sobre el agua, / indefenso, esperando / la hora en que tú desciendas suavemente, / sabiendo ya el camino, a recordarme.”

César Simón es otro poeta que existió “en permanente ausencia”, por decirlo con sus propias palabras, pero al que conviene no dejar de lado. Aunque el autor valenciano, fallecido prematuramente en 1977, ha estado algo más presente en nuestra vida cultural, ya había reunido su obra en los ochenta, sacó algunos tomos en colecciones tan notables como Hiperión o Visor y es una influencia reconocible en jóvenes como Carlos Marzal o Vicente Gallego, que siempre lo han reivindicado y que encuentran un modelo de humildad serena en ese “hombre cuyo centro se situaba más allá de todo centro”, como dice el segundo en el prólogo a este volumen. Sin embargo, muchos de sus libros eran difíciles de encontrar y de ahí que esta Poesía completa que sale en la hermosa colección de Biblioteca de Clásicos Contemporáneos de Pre-Textos, sea otra estupenda noticia, porque de verdad merecen la pena su buen ojo para encontrar lo excepcional en lo cotidiano y su mirada llena de nostalgia, siempre en la frontera entre la celebración y el desencanto, que se destilan en unos versos llenos de luz, tranquilos, que buscan “lo que no existe, / lo que no es todo, / lo que no es nada, / lo que irradia en silencio / cuando enmudecen todas las canciones”; que a veces tienen cierto aroma místico y siempre dominan el arte de la evocación, hecha de todo aquello que pueden reconstruir a dúo el lenguaje y la memoria, que de verdad merecen la pena. “Nada terrible ocurre en nuestra vida; / mirar el mar no es nada; / y así nos despojamos de lo que no tuvimos. / Rodeados de vida, nunca fuimos la vida; / subimos a los templos, / estuvimos sentados a la mesa / (…) nuestra sombra divaga por detrás de las sombras, / sin embargo”, dice en uno de los textos de Extravío, uno de los platos fuertes de su bibliografía, junto a Precisión de la sombra y El jardín.

El caso de Fernando Arrabal es diferente, por varios motivos, y entre ellos porque es famoso a causa de su teatro y su presencia siempre llamativa en los medios de comunicación, y porque sigue en activo. Pero su poesía ha ocupado un lugar marginal y la llegada de este Credo quia confusum. Poesía reunida, que ahora trae el catálogo de Huerga & Fierro, demuestra de forma indudable que ese desconocimiento no sólo no era justo, sino que representa un grave error: me atrevo a decir que esta antología está entre lo mejor de toda su producción, con sus toques oníricos, su punto contracultural, su atrevimiento casi surrealista y su dulzura al fondo. Por supuesto, no faltan las provocaciones que tanto lo distinguen, ni el humor afilado que lo caracteriza, pero hay más en este libro, entre otras cosas una inclinación hacia la fábula moral y el relato en miniatura que resultan muy atractivos: “Nunca supe por qué todos la llamaban Filosofía. / Me decía que yo soy el sol y ella la luna, que yo soy el cubo y ella la esfera, que yo soy el oro y ella la plata. / Entonces de todo mi cuerpo salían llamas y de todos los poros de su cuerpo lluvia. / Nos abrazábamos y mis llamas se mezclaban con su lluvia y se formaban infinitos arcoíris a nuestro alrededor.” Son los mejores momentos de este libro, aquellos en los que demuestra que con letras también se puede hacer una pintura abstracta, construir metáforas de la sensualidad: “Puse un compás sobre su vientre y tracé varios círculos, que pasaban a veces por las rodillas, a veces por el ombligo y a veces por el corazón. / Para no olvidarme de su cara la imaginé llena de números. / Luego se puso a llover y ella se colocó de pie y desnuda sobre un caballo. / Yo llevaba las riendas. Llovieron peces que, riendo, se metían entre sus piernas”.

Carlos Sahagún, César Simón y Fernando Arrabal son, por ese orden, tres miembros descolgados de la Generación del 50 que no deberían quedar fuera de la foto. Es recomendable no dejarlos pasar de largo, ahora que Renacimiento, Pre-Textos y Huerga & Fierro los han vuelto a poner a tiro.

  • Fernando Arrabal. Credo quia confusum. Poesía reunida. Edición, prólogo y selección de Raúl Herrero. Huerga & Fierro. Madrid, 2016.

*Benjamín Prado es escritor. Su último libro, Benjamín PradoMás que palabras (Hiperión, 2015).

Más sobre este tema
stats