La ubicuidad del misticismo

Adriana Valerio

Heréticas. Mujeres que reflexionan, se atreven y resisten, de la historiadora y teóloga italiana Adriana Valerio (Gedisa), explora en una profunda reflexión el concepto de herejía a través de un recorrido de dos milenios por la historia de mujeres que se rebelaron contra el statu quo: desde las profetas Maximila y Priscila hasta sor Juana Inés de la Cruz, pasando por Juana de Arco o Teresa de Ávila hasta las miles de condenadas por brujería.

Adelantamos un fragmento del capítulo La experiencia mística entre la Contrarreforma y la Ilustración:

Jesús le dijo: "¡María!" Volviéndose ella, le dijo en hebreo: "Rabbunì" (que quiere decir, Maestro) […] Fue entonces María Magdalena para dar a los discípulos la buena nueva: "¡He visto al Señor!"

Juan 20, 16, 18

La Inquisición romana, extendida ahora por todos los territorios católicos a través de una red de tribunales locales, amplió cada vez más su radio de acción, no limitándose a identificar las posiciones teóricas de las corrientes heréticas. Una vez producida la clara separación con las Iglesias reformadas, el Santo Oficio dirigió su atención a todos aquellos comportamientos de los católicos que pudieran indicar disidencia o simplemente desviación de un conjunto de normas disciplinarias que exigían obediencia y sumisión.

En el clima de sospecha que se creó, se acentuó la obsesión por la sexualidad y, en particular, por el cuerpo femenino, que debía ser estrictamente controlado. Predicadores, confesores y directores espirituales, encargados de evaluar las ideas dudosas y controlar los comportamientos privados, desplegaron sofisticadas estrategias de orientación y vigilancia: la tarea no se ceñía solo al ámbito sacramental, sino que era también represiva. El resultado de los interrogatorios, el contenido de las confidencias y, ocasionalmente, el de las confesiones, se comunicaba a los inquisidores, dejando al Santo Oficio la potestad de otorgar absoluciones a los fieles que confesaran faltas, propias o ajenas, que fueran competencia del tribunal eclesiástico.

La confesión, frecuente y obligatoria, confiada a clérigos célibes para investigar a las mujeres en su comportamiento más íntimo, condujo en muchos casos a relaciones y contactos sexuales prohibidos que a menudo desembocaron en actitudes consideradas equivalentes a la herejía. Los frecuentes casos de sollicitatio ad turpia ("provocación para cometer actos obscenos"), en los que un sacerdote utilizaba el sacramento de la confesión para inducir a la penitente a realizar prácticas sexuales, convencieron a las autoridades de la necesidad de intervenir severamente, considerándolo un delito sujeto a procedimiento inquisitorial. En estos casos, en principio, el procedimiento golpeaba al clero en defensa de la parte femenina; sin embargo, los testimonios de las mujeres, prejuiciosamente considerados engañosos y tramposos, se tomaban con cautela: el corporativismo del clero y la omertà no favorecían las denuncias, ya que las víctimas eran a menudo monjas, a las que se invitaba a guardar silencio para no generar escándalo.

En otras ocasiones, la acusación de comportamiento sexual desviado se utilizaba para atacar a facciones opuestas, y no siempre era fácil distinguir la realidad de las manipulaciones.

El caso de Giulia Di Marco (1574-1617?) es en este sentido emblemático. Con fama de santidad, en torno a ella se habían reunido en una pequeña congregación hijas e hijos espirituales, fascinados por sus oráculos y experiencias místicas. En 1607, el tribunal napolitano del Santo Oficio intervino para comprobar su supuesta santidad e investigar las acusaciones de que había fundado una comunidad, llamada "Caridad carnal", dedicada a actividades sexuales. Con el apoyo de su confesor, Aniello Arciero, habría fomentado la libertad de las relaciones carnales en la creencia de que, lejos de constituir pecado, eran un medio para unirse a Dios. Retratada como una mujer lujuriosa de comportamiento libertino ilícito, practicante de orgías místicas y defensora de la permisibilidad de las relaciones sexuales para alcanzar visiones de Dios, Giulia fue juzgada como hereje y, encarcelada en el Castel Sant'Angelo, murió tras abjurar de sus ideas. Es difícil, sin embargo, distinguir las acusaciones fundadas de la mera manipulación instrumental para silenciar a personas incómodas. De hecho, en aquella ocasión el juicio fue también el resultado de desacuerdos entre distintas facciones. Acogida por los teatinos, que protegían a la mística Orsola Benincasa, absuelta de la acusación de brujería por el tribunal romano del Santo Oficio, Giulia Di Marco fue objeto de una campaña difamatoria que, mediante acusaciones de obscenidad, anuló y oscureció su papel de predicadora y directora espiritual.

Seguir resucitando

El cuerpo femenino también estaba implicado en los fenómenos místicos, exaltaciones, éxtasis y visiones, y a los hombres de Iglesia no pocas veces les resultaba difícil captar sus diferentes registros comunicativos, comprenderlos y hacerlos encajar en sus propios esquemas mentales. Es lo que le ocurrió al jesuita Achille Gagliardi, quien, fascinado por la vida espiritual fuera de lo común de Isabella Berinzaga (1551-1624), se propuso transcribir su práctica mística a sus propias categorías lógicas. Así, el Breve compendio intorno alla perfezione cristiana, publicado anónimamente en Brescia en 1611, representa el encuentro de una vida femenina fruto de una intensa experiencia del espíritu y la elaboración teórica de un erudito que, aunque atento a los fenómenos místicos, trataba de reconducir ese código expresivo al ámbito del lenguaje escolástico. Pero la autoaniquilación experimentada por Berinzaga, que implicaba, en un estado de pasividad contemplativa, la sustitución de la propia voluntad por la de Dios para lograr la identificación con él, alarmó a las autoridades religiosas. El cardenal Belarmino, llamado a juzgar el escrito, consideró peligrosas las ideas, acusando al libro de contener errores de fe. Para evitar ser remitido al Santo Oficio, Gagliardi se retractó, afirmando que los pensamientos incriminados no eran suyos, sino de Isabella. Esta, marginada, se trasladó a Milán, donde se dedicó a obras de caridad hasta su muerte en 1624. El texto, acusado de quietismo, permaneció en el Índice de libros prohibidos durante dos siglos (1703-1899). Tampoco en este caso resultan claras las verdaderas razones de la intervención, ya que los elementos doctrinales estaban flanqueados por otros más propiamente políticos. Isabella Berinzaga, en efecto, gracias a los mensajes divinos que recibía, fue también portavoz de una reforma en el seno de la Compañía de Jesús, con vistas a una renovación espiritual que no gustaba a todos.

También en otros casos hay un deseo de atenuar el alcance de las experiencias místicas de las mujeres. La terciaria franciscana María Virginia Boccherini (1761-1801), por ejemplo, a través de revelaciones celestiales, hablaba de la urgencia de reformar la Iglesia, empezando por los sacerdotes que daban mal ejemplo; pero fue redirigida por los franciscanos, que la orientaron hacia la práctica del "sufrimiento vicario" mediante una constante pedagogía de la aniquilación: "no hables, no mires, no escuches, no toques, no desees, salvo lo estrictamente necesario [...] considérate vilísima". Y su papel profético no pudo ir más allá de los muros del convento de Santa Isabel de Lucca.

Las relaciones entre confesor y penitente, entre juez y rea de la Inquisición, entre director espiritual y mujer carismática, pusieron de relieve la compleja y articulada problemática de las relaciones entre hombres y mujeres, portadores de lenguajes distintos y de experiencias de fe diferentes que no siempre pueden conciliarse. Ante esos casos de comportamiento anormal o de copiosas revelaciones de lo divino, las autoridades eclesiásticas intervinieron con preocupación; las mujeres, sin embargo, no fueron víctimas pasivas, y, al expresar necesidades inquietas, se convirtieron en participantes activas en el largo, complejo y contradictorio proceso de la identidad religiosa.

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