Resignificar para que nada cambie. El caso de España en Eurovisión

Isabel Alonso

Parece que la era de la desinformación, jalonada de noticias falsas, bulos, negacionismo o viejas mentiras, hubiera encontrado la forma de engrosar su repertorio de trucos mediante la resignificación del pasado. Se trata de un término que pareciera pensado para un trabalenguas de la modernidad pero que se está convirtiendo en un modo de embrollar las ideas. Como ejemplo chusco de resignificación  nos encontramos estos días con el título de la canción seleccionada para representar a España en Eurovisión; aunque para ilustrarnos con otro ejemplo muy diferente, también podemos fijarnos en el debate sobre qué hacer con el Valle de los Caídos una vez liberado del dictador.

Pero antes de entrar en casos concretos, es interesante fijarse en cómo la resignificación  se está convirtiendo en una tendencia reaccionaria al sustituir significados vigentes por otros que, supuestamente inspirados por una mirada actual, reintroducen ideas conservadoras con apariencia de modernidad. El truco consiste en no cambiar las palabras, pero cambiar su significado sin dar demasiadas explicaciones. Se trata de un fenómeno que, por tramposo, a menudo pasa desapercibido, aunque esté propiciando cambios de opinión inadvertidos por los propios sujetos que solo creen estar adaptándose a los nuevos tiempos. De este modo, puesto que las palabras permanecen, se consigue instalar en la opinión pública cambios conceptuales profundos sin necesidad de someterlos al debate social que merecerían. Nos encontramos, pues, ante una revisión de significados que últimamente se aplica con demasiada frecuencia a la recuperación de contenidos conservadores a los que se da cierto lustre innovador. Y no solo eso, mediante la resignificación también se consigue borrar significados anteriores y con ello, hacer desaparecer la realidad que nombraban.

En ese sentido, y respecto al insulto machista que da título a la canción eurovisiva, cabría pensar que pretende blanquear un epíteto de altísimo voltaje ofensivo por alguna razón incomprensible a primera vista. Para hacerlo, para modificar su sentido y hacer aceptable el significado de la palabra zorra hasta convertirla en reivindicación, se alega que su uso es un homenaje a una persona transexual, lo que le otorgaría un carácter revulsivo capaz de convertirlo en un himno feminista. Pero si profundizamos un poco, nos damos cuenta de que el término ya se usaba sin su carácter peyorativo en el lenguaje intra-trans, un lenguaje en el que zorra es admitido como un guiño entre iguales. Contrariamente a lo que se ha dicho, ese mismo uso jamás se ha dado entre mujeres. Y es que su sentido original, puta, también tiene en el ámbito transexual una valoración diferente a su significado habitual. Porque lo cierto es que cuando un hombre insulta a una mujer utilizando el término zorra, el significado de la palabra es denigrante y profundamente agresivo, mientras que no ocurre lo mismo si lo usan dos transexuales entre sí, situación en la que llega a adquirir un sentido cómplice, incluso afectuoso.

Y es así porque en los movimientos en defensa de los derechos de la minoría transexual hace tiempo que cambiaron el valor del término puta, basándose en la idea de que la prostitución solo es un trabajo que, además, puede ser divertido y reivindicable. Una idea a todas luces contrapuesta a la agenda feminista que lleva en sus genes la abolición de la prostitución. Así que el juego de significados subyacente entre feminismo y transactivismo no podía sino provocar un choque de trenes en cuanto alguien decidió presentar la canción Zorra como un divertido himno feminista. Al hacerlo, queda al descubierto el intento de producir una trasposición de significados que adjudica al feminismo una posición opuesta a la que realmente defiende.

Y es que estas trasposiciones, lejos de ser inocentes, estarían tratando de introducir en el imaginario colectivo una idea de la prostitución que permitiría a las personas prostituidas sentirse conformes con su situación, incluso orgullosas de su apelativo de zorras. Una idea que nos retrotrae al pasado patriarcal más rancio, el de la aceptación de la prostitución asociada a la naturaleza masculina, cuyas necesidades sexuales, en sí mismas, justificarían la existencia de esas zorras de la canción cuya condición debían aceptar de forma alegre, natural y empoderada.

Pero esa idea de la prostitución, banal y disfrutona hasta la incongruencia, solo se explica desde una sexualidad que se identifica con la pornografía; solo puede entenderse si a la explotación sexual de las mujeres se le llama trabajo y solo es posible bajo una interpretación del consentimiento que blanquea el abuso de las personas más vulnerables. Solo, si el complejo fenómeno de la prostitución, cuyo valor máximo es la humillación sistemática de las mujeres, se considera compatible con los derechos humanos. Así que, si mediante un proceso de resignificación se consiguieran normalizar las situaciones de prostitución que explotan a millones de mujeres en favor de un fabuloso negocio del que las zorras no participan, todo serían ventajas. Se habría conseguido que todo siguiera igual sin necesidad de embarcarse en un largo y enojoso debate social sobre un tema que, no en vano, contiene la llave de la lucha contra el patriarcado.

Lo que importa de verdad en la resignificación de 'zorra' es hacernos creer que ese término, como el de 'puta', no tiene por qué ser un insulto. ¿Cómo, si no, daría título a un himno feminista?

Por eso no podemos engañarnos respecto a la canción eurovisiva incluso si, como sostienen algunos, la utilización del término zorra tratara de ser un revulsivo para poner en tela de juicio la hipocresía social. Porque, incluso así, solo podría convertirse en un arma contra el patriarcado si conservara toda la fuerza violenta y negativa que contiene. Algo que, por cierto, sí ocurrió en los años ochenta del siglo pasado con la canción  de las Vulpess, Me gusta ser una zorra, que fue capaz de provocar el consiguiente escándalo en el mundo conservador de la época. Porque solo manteniendo la ferocidad machista del término, la palabra zorra puede servir para poner a la sociedad frente a su espejo, incluidos los jueces de Eurovisión que, para admitirla a concurso, habrían tenido que enfrentarse al dilema de censurar o bendecir su atroz significado.

Por eso, antes de llevarlo a Eurovisión, se neutralizó el potencial explosivo del término pasándolo por las expertas y divertidas manos de determinados entornos performativos. Porque lo que importa de verdad en la resignificación de zorra es hacernos creer que ese término, como el de puta, no tiene por qué ser un insulto. ¿Cómo, si no, daría título a un himno feminista?

Porque  si el verdadero objetivo de la canción hubiera sido la resignificación feminista, sus promotores habrían pecado de una imperdonable ingenuidad ya que es imposible conseguirlo si el fenómeno no se acompaña de una lucha frontal contra la mercantilización de los cuerpos y se erradica la terrible idea de que hay mujeres que nacen para putas. Sin embargo, la canción que este año irá a Eurovisión declara con orgullo que ser una zorra puede formar parte de la naturaleza de algunas personas. De esa manera, mientras se desliza la idea de que la prostitución es inevitable o incluso deseable, se refuerza el imaginario machista que seguirá considerando a las mujeres, a cualquier mujer, una zorra potencial y la resignificación de la palabra, además de no ser posible, se convertirá en  una derrota.

Así debieron entenderlo los políticos que tras conseguir exhumar al dictador Francisco Franco del Valle de los Caídos, y otras muchas acciones aún inconclusas, decidieron empezar por cambiar los términos que nombran aquel terrible lugar para llamarlo Valle de Cuelgamuros. Porque resignificar el término Valle de los Caídos dándole, por ejemplo, el sentido más moderno de templo democrático para la reconciliación, además de imposible, solo hubiera servido para insultar a las víctimas, borrar la historia reciente de nuestro país y traicionar la memoria de todos los que murieron y fueron sepultados en un monumento erigido a mayor gloria del fascismo español.

Sin embargo, a pesar de algunos ejemplos acertados y más allá de la anécdota de una canción simplona, en la actualidad estamos asistiendo a batallas de mucho más calado. Se trata, entre otros, de la resignifcación de la mayoría de la población mundial, las mujeres, una batalla con la que se pretende que dejemos de existir como "personas de sexo femenino". Para lograrlo, solo habría que cambiar el actual significado de la palabra mujer por el de "alguien que se siente mujer". Un borrado en toda regla de las mujeres reales para dar cabida en esa categoría a una minoría que solo entra con calzador.

Porque incluso si triunfara la propuesta superpostmoderna, la definición resignificada de mujer, lejos de ser inclusiva, sería mucho más restrictiva que la original, ya que solo cabrían en ella las personas que abrazan el género como forma de identidad. Algo subjetivo, difuso, controvertido, antifeminista y mucho menos extendido de lo que se cree. En consecuencia, las personas de sexo femenino quedarían borradas como tales al carecer de palabra para nombrarlas; el feminismo perdería su sujeto político, su cometido quedaría desdibujado y debilitada su teoría. Mientras tanto, se mantendría inalterable la categoría “personas de sexo masculino”, cuya resignificación ni se reclama ni se exige. Sin poder ser ya una mujer, yo misma me convertiría en una apátrida del sexo, al ser desde hace mucho tiempo apátrida de género. Justo es que me niegue a ello.

El caso es que las resignificaciones envenenadas del mundo conservador no afectan solo al feminismo. Las llamadas guerras culturales se desarrollan en todos los ámbitos luchando palmo a palmo por construir y deconstruir realidades e imaginarios; cultura e ideología; política y arte; literatura y espectáculo. Luchando por mantener intacto el poder. Por cambiar para que nada cambie…

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Isabel Alonso es escritora y miembro de la Asociación Universitaria para el Estudio de los Problemas de la Mujer (AUPEPM).

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