«La repetición es la esencia de la planta». La cita, tomada de Teofrasto (un filósofo griego que vivió entre los siglos IV y III antes de Cristo), aparece en la hoja de sala que acompaña a De mudas y cuentos, la exposición que María Ibáñez Lago acaba de inaugurar en la Sala Picnic. La idea, sospecho, tendrá sus carencias a ojos de los biólogos, pero en el ámbito de la plástica su potencia sigue intacta: una mirada modular sobre la botánica.
La muestra se compone de varios cuerpos de trabajo que se articulan en torno a esa idea: cómo un tallo o una flor pueden armarse mediante la reiteración de una sola forma. La propuesta se ejemplifica en dos obras complementarias. La una, Gramática ficcional: patrones de repetición (2022) consiste en una serie de cuarenta dibujos (se exponen veinticuatro) realizados frotando un carboncillo sobre algunos de estos modelos para perfilar su silueta con una mancha negra. La segunda, Gramática ficcional: maquetas blancas (2022) se compone de treinta ejemplos (de los que se muestran diecinueve) recortados en tela de algodón imprimada con gesso. Estas obras, dispuestas en paredes enfrentadas de la galería, flanquean la pieza más llamativa de la exposición: un enorme conjunto floral constituido (sorprendentemente) con estos mismos elementos.
Colocado en el centro de la sala, Qué se cuentan los lirios (2025) quisiera reivindicar un papel más principal de lo vegetal en las artes. Disiento de la premisa contra la que batalla la exposición («la artista devuelve la voz a las formas vegetales silenciadas por nuestra civilización moderna, rechazando la idea de una naturaleza como simple telón de fondo» leemos en la hoja de sala que firma Margaux Knight), aunque celebro su empeño. Disiento, digo, porque no creo que lo natural (entendido como un opuesto a lo procesado, lo artificial) haya tenido un papel secundario en la tradición pictórica occidental; o al menos, no más secundario que el que jugaron todos aquellos que no tuvieron la suerte de nacer reyes o burgueses. Algunas de las más grandes obras de nuestra cultura están protagonizadas por verduras y vergeles: en tardes melancólicas, uno quisiera verse tan lustroso como el cardo de Sánchez Cotán o tan frondoso como las escenas que pintó Henri Rousseau. También, las moscas, los lirios, los ciervos o las rosas han sido engalanadas con un generoso simbolismo que ya hubiesen querido para sí la mayoría de los retratados. Por no mencionar los distintos auges del paisajismo: si Heidegger fue capaz de encontrar «la puesta en obra de la verdad del ser» en los Zapatos de campesino de Van Gogh, imagino que podríamos hallar lo mismo en algún roble de Constable.
Ver másMarta Sanz: "Me parecería aterrador guardar silencio sobre Gaza, las palabras ayudan a visibilizar el dolor"
Celebro, decía, porque el ramillete de piezas de Ibáñez consigue transformar el discreto espacio de la galería en un jardín interior, un huerto cerrado autosuficiente (en el que, como en La biblioteca de Babel, el todo puede deducirse a partir de una sola de las partes) donde el espectador puede recrearse en cómo, con pocos y pobres elementos, se logra hacer mucho.
La exposición se completa con un par de obras que apuntan hacia otras preocupaciones: dos ejemplares de la serie Piedras de ensueño (unos medallones construidos aplicando óleo y resina sobre minerales históricamente codiciados por la economía extractivista) y la escultura Munaylla, una forma entre el cactus y el guante (armada con telas plegadas) que, irguiéndose sobre una estructura de endebles maderitas, parece posar delante de un telón de estudio fotográfico. La obra tiene su trasunto literario, una leyenda andina que cuenta las desventuras de una pareja de amantes provenientes de clanes enemigos quienes, para poder permanecer juntos, se transformaron en la florida cactácea (algo parecido a nuestro romance del conde Olinos o a la historia de Filemón y Baucis).
Finalmente, y retornando hacia la puerta, el espectador se topa con una obra de nombre ominoso: Collar antropófago de huesos-bambúes (2025). La pieza, consistente en un conjunto de tallitos (de tela engessada) enhebrados, introduce un último horizonte apocalíptico que redimensiona el discurso de la exposición: algún día, todos seremos pasto de las malvas y los jaramagos. Si desapareciésemos, sus raíces triturarían los edificios y la tierra se transformaría en ese jardín en el que —nos cuentan los mitos— comenzó todo. Recordé, considerando estas fantasías escatológicas, el epitafio de una célebre familia de jardineros: los Tradescant, que llegaron a gozar del singular empleo de conservadores de los jardines, viñedos y gusanos de seda de su majestad, el rey de Inglaterra. Su lápida, en el cementerio de Santa María en Lambeth, dice: «[…] trasplantados ahora ellos mismos, duermen aquí, y cuando los ángeles con sus trompetas despierten a los hombres y el fuego purgue el mundo, se levantarán y convertirán este jardín en el Paraíso». El antropocentrismo tiene estas lindezas: cuando el reino vegetal domine la tierra, nos levantaremos de la tumba sosteniendo unas tijeras de podar.
«La repetición es la esencia de la planta». La cita, tomada de Teofrasto (un filósofo griego que vivió entre los siglos IV y III antes de Cristo), aparece en la hoja de sala que acompaña a De mudas y cuentos, la exposición que María Ibáñez Lago acaba de inaugurar en la Sala Picnic. La idea, sospecho, tendrá sus carencias a ojos de los biólogos, pero en el ámbito de la plástica su potencia sigue intacta: una mirada modular sobre la botánica.