Obituario

Pilar Bardem, la actriz que solo quiso ser madre

Pilar Bardem, en una imagen de archivo.

Nunca confundió conocimiento con sabiduría. El primero le vino dado por unos apellidos que la enorgullecían y le hicieron mamar las tablas del teatro desde que estaba en el vientre de su madre. Gracias a él sacó, contra viento, necesidad y muchas mareas, a sus hijos adelante. Desfiló por pasarelas, fue maniquí y cantante existencialista, sirvió en casas, se subió a escenarios y se puso delante de las cámaras. Todo para llevar el pan a tres niños que respiraron el esfuerzo y la honradez, rúbrica de una ilustre saga de actores.

La sabiduría se la dio su inteligencia. Ella le ayudó a vivir, a reponerse de golpes y a no caer en el desaliento. En una España en la que las mujeres eran ciudadanos de segunda, sometidas al padre y luego a quien las desposaba, tener que llevar el sustento y las riendas de la casa, le obligaron a camuflar ternura, sensibilidad y hasta su llanto para no mostrarse débil: para no perder a sus hijos; para desafiar a la enfermedad que se llevó a su tercer pequeño y estuvo a punto de arrebatarle al cuarto, para no despegarse de la incubadora de su último bebé ni después de ser víctima de un intento de violación, para descolgar el teléfono pidiendo trabajo a Mariano Ozores cuando no tenía qué dar de comer a sus críos, para ponerse la hipocresía social por montera no renunciando a un amor prohibido, y para no amargar la recogida de un Oscar a su hijo Javier, cuando acababa de enterarse de que tenía cáncer. Razones y más razones para no parar, para no rendirse.

De tanto ocultar su ser a quienes no han estado a su alrededor, algunos la equivocaron con una mujer fría de rompe y rasga, pero su paso firme, sin vacilaciones, sólo fue un ejemplo de supervivencia: "Siempre he cargado con la etiqueta de mujer fuerte, valiente, y a fuerza de hacer ese papel, te lo crees". Sin embargo, en la distancia corta, Pilar Bardem rezumaba dulzura, afecto, cercanía, humor, coherencia ideológica, fidelidad a su profesión y a sus compañeros. Más allá de premios Goya, medallas al trabajo, reconocimientos a su hacer en casi noventa películas, medio centenar de obras y otras tantas series de televisión, su largo caminar demuestra un compromiso social sin descanso. A sus infatigables 82 años, su estado de WhatsApp reclamaba "libertad para el Sáhara". Sin embargo, la férrea piña que formó con sus hijos evidenciaba que su mayor triunfo, el indiscutible, radicó en su "verdadera vocación", la más auténtica y la más complicada: "la de madre".

De maniquí a madre leona desafiando a la muerte

Pilar siempre habló alto y claro: "La vida me ha enseñado a ser directa, no sé ser de otra forma". Heredó el nombre de una hermana fallecida y una ristra de apellidos que siendo sólo una cría ya le abocaron a la escena. Sus padres, Matilde Muñoz Sampedro y Rafael Bardem, no sólo eran actores sino también descendientes de los más viejos linajes de cómicos de nuestro país.

La madre del primer intérprete español en traernos la dorada estatuilla de Hollywood nació mientras la familia estaba de gira teatral. Aquella niña larga y menuda abrió los ojos al mundo, en marzo de 1939, entre la fantasía de la farándula y la miseria impuesta por la guerra fratricida que aún tardaría diecisiete días en proclamarse como acabada. En la capital andaluza, que un día la homenajeó poniendo su nombre a una calle hasta que la alcaldía del popular Juan Ignacio Zoido se encargó de retirarlo hace ocho años, Pilar pasó sus primeros meses de vida. Después de varios traslados, la familia se instaló en Madrid. No quiso subirse a ningún escenario al acabar el bachillerato sino estudiar Medicina para irse a la India con la madre Teresa de Calcuta: "Es lo más común para la época en que fui educada. Hay gente que hemos hecho la travesía del padre Llanos, el jesuita que cofundó CCOO".

Sus sueños de misionera y sus estudios universitarios se quedaron para siempre aplazados por trabajo y más trabajo. También por valores de justicia social fieles a una manifiesta posición ideológica cuyo activismo llevó a sus detractores a tratar de emborronar su brillante carrera y la de sus hijos: "La Bardem ya es una marca. Todo lo malo que ocurre en el país es culpa de los Bardem. Lo llevamos en el apellido, un apellido que yo llevo con orgullo. Y mis tres hijos también".

La dignidad de la Bardem se mantuvo firme aun a contracorriente. Su belleza y altura juveniles le abrieron las puertas de casas de moda, de Loewe, de Balenciaga y de Vargas-Ochagavía: "En la de estos últimos modistos aprendí a desfilar. Me explicaron el asunto muy claramente: esto es lo más sencillo del mundo. Se trata de que tú, tan flaca y divina, caminas por la pasarela con mucha cara de asco, mirando a las gordas que se sientan abajo, que nunca entrarían en tu traje y repitiendo mentalmente me cago en tu padre, me cago en tu madre. Con muy mala leche porque tú eres joven y agraciada pero no tienes un duro, y ellas son gordas y viejas pero pueden comprarse los modelos".

Paseando alta costura alivió la necesidad en casa. Se atragantó y se dobló un tobillo escuchando decir a Adolfo Marsillach el precio del visón blanco que la arropaba mientras desfilaba en el Hilton, "era una indecencia absoluta". En aquel 1961, en el que Conchita Bautista nos metía por primera vez en Eurovisión tarareando Estando contigo, Pilar también tuvo que oír, como tantas españolas, la generalizada canción que, por mandato, impuso su marido el mismo día de la boda: "Bueno, se te acabó el trabajar". Valiente, adelantada a un tiempo perverso que normalizaba el insulto a la inteligencia femenina, a los tres meses de pasar por el altar, la Bardem había regresado a las pasarelas. Desfiló también cuando ya había nacido su primer hijo, Carlos, y durante su segundo embarazo, el de Mónica. Después llegaría Javier, un bebé que la enfermedad se llevó consigo, "terrible la dureza que eso supone para una madre", y un cuarto niño, otro Javier que, tras nacer, un severo sarampión hizo que los médicos le desahuciaran. De padecer la frase que Pilar siempre había oído en su casa, "¡que Dios no nos mande todo lo que podemos aguantar!", sacó una lección: "A los problemas se les vence con soluciones. La vida siempre sigue y no se detiene por nada ni por nadie, así es que mejor seguir con ella".

Alimentar a sus hijos la llevaron a la escena

Aún de luto por su madre, sin despegarse de la incubadora de su hijo "acariciándole las manitas con los índices", Pilar perdió "quince kilos en sólo unos días". Su tenacidad y el cuidado de un médico interino, "al que me gustaría encontrar para transmitirle mi más profunda gratitud", lograron el milagro de que Javier correteara por el canario barrio de San Nicolás en el que vivieron unos años de penurias económicas. También de tensiones en el hogar. Con la década de los setenta, la matriarca de los Bardem y el padre de sus hijos, José Carlos Encinas, se separaron: "Es la vida la que nos lleva muchas veces. Hasta entonces hacía cosas pero sin ser una vocación pero cuando decidí separarme de mi marido retomé la profesión de la familia y todo el mundo me recibió como si llevara 20 años. Se me presuponía el valor como a los toreros".

En años donde prevalecía el imperio de lo masculino, tiempos donde ellos hacían y ellas sólo podían asentir, la matriarca de los Bardem logró mantener a sus hijos a su lado. Veinte años después, Carlos, el mayor, lloró desconsolado, "como nunca le había visto", la muerte de su padre por una leucemia: "Yo le di un beso en la frente helada y le dije que marchara tranquilo, y me fui a trabajar al teatro. El rencor es un lastre. Hay que tirar para adelante. Acabé el año 1995 como viuda".

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Con 56 años, treinta ya a sus espaldas desde que debutara en el mundo de la interpretación de la mano de Fernando Fernán Gómez con El mundo sigue, Agustín Díaz Llanes le ofreció un papel en la película Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto. Una vez más, desafiando al título de la cinta, la madre de uno de los únicos once actores en la historia que han ganado un Oscar, un Bafta, un Critics Choice Award, un Globo de Oro y un SAG por el mismo papel, recogía el Goya a la Mejor actriz de reparto. Una noche en la que las estrellas se alinearon con los Bardem para que su sobrino Miguel lograra el premio al Mejor Cortometraje de Ficción y su hijo Javier, el de Mejor Actor Protagonista.

La recompensa, como las tragedias pasadas, no se detuvo ahí: acercándose a los 60 años, a Pilar se le acumularon ofertas, películas y trabajos en televisión. Era el salvoconducto para dejar atrás la herida mortal a la creatividad de dos sesiones teatrales diarias y muchas penalidades. Además de su activismo sindical, los éxitos no despistaron su compromiso social. En 2003, Pilar se enfundó una camiseta con el eslogan No a la guerra y acudió, No a la guerracon otros seis actores, al hemiciclo en el que el presidente Aznar apoyaba la Guerra de Irak. Veinticuatro horas después de ser expulsados del Congreso de los diputados, Pilar pasó a presidir la asociación Cultura contra la guerra. Sometida a todo tipo de etiquetas por su posición ideológica, juzgada por no morderse la lengua y alzar la voz por las víctimas que no oímos, ella, y aquellos por quienes respiraba, padecieron la crítica feroz de los fans de la intolerancia: "Nos robarán la sanidad, la educación y hasta la cartera, pero nunca podrán quitarnos la capacidad de emocionarnos".

Con una fe inquebrantable en sus principios y la solidaridad por bandera, la mujer que se enamoró de "la pasión con mayúsculas" junto al actor Agustín González, que en cuarenta días supo que dos cánceres la acechaban y, como imponía su esencia, nunca se rindió, cumplió a rajatabla con el amor vocacional por sus nietos e hijos parafraseando al mayor: "El camino de la vida. Soltar las cadenas, hacerte libre con los años. La sonrisa, la ternura en los que amas, es el único baremo de tu paso por la vida".

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