Cine

'Toni Erdmann': qué vergüenza de Europa

Sandra Hüller y Peter Simonischek en 'Toni Erdmann', una película de Maren Ade.

Ines (Sandra Hüller) es una joven mujer de negocios que deja Alemania para allanar el camino en Rumanía para la empresa petrolera para la que trabaja. Winfried (Peter Simonischek), su padre, un idealista de la generación del 68 se presenta por sorpresa en su casa y acude, con su barba de tres días, su alborotado pelo gris y su bolsa de tela, a una cena en la Embajada. El espectador se revuelve en la silla, avergonzado como lo está la hija por la conducta poco apropiada de su progenitor. Toni Erdmann, la comedia de tres horas de Maren Ade que, pese a eso mismo, ha arrasado en premios, festivales y taquilla, no ha hecho más que empezar. El público se tapará la cara de vergüenza, entre la risa y la lástima, cuando Ines acabe recibiendo totalmente desnuda a los compañeros de trabajo que han acudido a su fiesta de cumpleaños. 

El bochorno es la herramienta que engrasa esta comedia que ha recogido los principales Premios del Cine Europeo y que fascinó en Cannes y que suma puntos para llegar a los Oscar (el viernes en los cines españoles). Su sutileza y su originalidad hacen difícil enumerar con absoluta certeza los temas que aborda, pero la prensa ha visto en ella una crítica a la actual Unión Europea, un conflicto generacional, un alegato anticapitalista y un ajuste de cuentas entre la generación que soñó con el Estado del Bienestar y la juventud desencantada que le sucedió. Ade, más cerca de los segundos que de los primeros a sus 40 años, no es tan rotunda. Su respuesta parece ser la misma que da Winfried en la película: "Es complicado". 

"No es que intentara provocar vergüenza", dice la cineasta al final de un largo día de promoción en Madrid, "No dije: '¿Cómo voy a hacer que la gente se sienta más incómoda en el cine?'. Es más una búsqueda con el actor hacia el dolor de las rutinas diarias. Lo que está oculto, lo que la gente quiere decir y no dice. Pero intento no ser dramática sobre esto". La crítica, rendida ante el filme, ha alabado una hilaridad que puede ser, al mismo tiempo, deprimente. Ines vive totalmente inmersa en su mundo laboral, pegada al teléfono móvil y sometida a un estrés continuo. Su padre es un profesor de música retirado que se dedica a su madre enferma. Nada de esto sería demasiado gracioso si este último no inventara un personaje, Toni Erdmann, que se planta en la vida de su hija armado con una peluca y una dentadura postiza para intentar sabotearla. 

Ni la película ni Ade aclaran de dónde sale Erdmann ni cuál es su cometido: ¿Quiere salvar a su hija de la jaula corporativa en la que se encuentra? ¿Es la reacción desesperada de un jubilado que no encuentra sentido a su vida? ¿Es un Pepito Grillo socialdemócrata ante la Europa del negocio y el absurdo capitalista? ¿No sentirá el padre más vergüenza de su hija trajeada que esta de él, por más que su dos piezas sea hortera y barato y que esa peluca no recuerda ni remotamente al pelo humano? Ade duda: "No creo que él sienta tanta vergüenza de ella como ella de él. ¿Por qué nos sentimos tan avergonzados por nuestros padres? Sobre todo en estos contextos en los que todo va sobre la jerarquía, sobre de dónde vienes. Pero mis hijos [de 5 y 1 año] empiezan a avergonzarse de mí, y piensas: '¿Pero qué he hecho?". Está claro que Ines daría lo que fuera en ocasiones para no tener ese padre excéntrico que la persigue.

Gran parte de la vergüenza que genera Toni Erdmann en el espectador no viene, de todas formas, de las bromas pesadas del progenitor, capaz de jugar en público con un cojín de pedos o de presentarse como el embajador de Alemania en Rumanía. Los esfuerzos de Ines para abrirse paso en un mundo de tiburones, acosada por el machismo y la ultraexigencia de sus jefes, constantemente humillada por sus superiores, provocan carcajadas amargas. También el gag en el que la joven canta "Greatest love of all", gritando un irónico "Nadie puede quitarme la dignidad". La confianza en las nuevas generaciones que predicaba Whitney Houston se convierte en la extraña piedra de toque de la película: Winfried ha tratado de enseñar bien a su hija, pero ella ha llevado su vida ajena a sus expectativas. 

Pero Maren Ade nos lleva la contraria: "Hubiera sido muy simple ponerme del lado del padre. Incluso su padre tiene ese lado de alemán acomodado, conduciendo ciertos coches y todo eso… Está muy lejos de sus propios ideales. Hoy es casi imposible llevar una vida correcta". Pero ha construido una crítica mordaz al mundo de los negocios, ¿no quería señalar lo absurdo de las altas esferas empresariales? "Bueno, es obvio que es [un ambiente] ridículo. Me preocupaba más no caer en el cliché, hacer visible que también es importante para ellos y que ella tiene su punto de vista. No porque quiera tener una aproximación procapitalista al tema, pero otra cosa hubiera sido simplista".

La "admirable mujer española"

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Y recuerda uno de sus encuentros con consultores que usó para documentarse. Uno de ellos, después de que la directora expusiera sus críticas, le dijo: 'Claro, eres una artista, tú puedes pensar así. Pero yo estudié Economía, mi trabajo va sobre hacer que las cosas funcionen". Asegura que el padre puede permitirse la excentricidad y el desprecio por los negocios porque bajo su idealismo de izquierdas hay una placidez acomodada. La hija, sin embargo, tiene que sobrevivir en un mundo de tiburones. Hay una incomprensión evidente entre las dos generaciones. En parte, explica Ade, porque Ines "confía demasiado" en la anterior, "en que ellos lo hicieron todo y que todo está bien". En parte, porque su padre no comprende ni parece respetar ningún aspecto de su forma de vida. 

Hay otro tema, sin embargo, en el que la cineasta se muestra menos ambigua: la imagen de una Europa convertida no ya en un acuerdo entre pueblos, sino en contratos entre empresas. "Estaba interesada en mostrar el comportamiento de estos alemanes que se sienten superiores a la gente de un país como Rumanía, y que creen que saben cómo hacer las cosas y tienen las recetas para todo", lanza. En eso coinciden padre e hija. Ella alaba a algunos trabajadores rumanos por su "perpectiva internacional" y defiende la necesidad de ser dura con los locales para "modernizar" el país. Él los trata con condescendencia y paternalismo, soltándoles billetes de 20 euros sin motivo y aconsejándoles que "nunca pierdan el humor". Si el espectador no siente bochorno al verlo, quizás tenga algo de lo que avergonzarse.

 

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