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Trauma, normalidad y lucha: tres miradas sobre el aborto

Imagen de una mujer embarazada.

Hace tiempo que las mujeres saben que el derecho al aborto, el que tanto esfuerzo y movilizaciones costó, no es un asunto ni mucho menos resuelto. Que la libre interrupción del embarazo tiene todavía sus fallas y que las mujeres no deben bajar la guardia. En plena reforma de la Ley de 2010, la ministra Irene Montero ha puesto de relieve todas esas grietas: desplazamientos a otras provincias, tiempos impuestos de reflexión, comunidades que no practican abortos, aumento del método farmacológico y un protagonismo irrisorio de la red pública. A las puertas de este 8M, tres mujeres toman la palabra para compartir en primera persona vivencias marcadas de una u otra manera por el aborto.

Nuria Laspeñas pasó por dos interrupciones del embarazo. La primera, en 2017, abonó el terreno de lo que sería una depresión. Fue en una clínica privada, en la semana 16 de gestación y después de confirmar que su futuro bebé nacería con una enfermedad genética. "Tuvimos que tomar la decisión de interrumpir o seguir", sin saber muy bien las consecuencias que acarrearía una u otra alternativa. El bebé podría nacer, tal vez tener cierta calidad de vida, o tal vez no. La incertidumbre era demasiada y la pareja asumía ya la crianza de un niño de tres años. "No sabíamos cómo de mal estaría, cómo afectaría a nuestra vida y nadie me decía con certeza si mi bebé nacería con algo grave", lamenta. Nuria lo resume como "la dicotomía de querer hacerlo y no poder, la lucha del corazón y la cabeza". 

A la crudeza de la propia decisión le siguió la herida del proceso de interrupción del embarazo. A Nuria le hirió la falta de información y la incapacidad derivada para tomar decisiones. Si pudiera rebobinar, habría elegido poder ver el cuerpo de su futuro bebé y tener su particular ritual de despedida. En 2016 el Tribunal Constitucional dio la razón a una madre que pidió incinerar los restos del feto que abortó. "No me habían hecho daño físico, pero entré en depresión", afirma la madre. 

Nuria encontró en otras mujeres el apoyo necesario para verbalizar conceptos hasta el momento ajenos a la interrupción del embarazo, como duelo gestacional. Hoy es vicepresidenta de la organización A Contracor y secretaria de la Federación de Duelo Gestacional Neonatal y Perinatal de España (FEDUP). "Para mí lo más importante ha sido encontrar a una igual", sentencia, porque tras tomar una decisión de ese calado "te sientes la persona más mala del mundo, la sociedad te hace creer eso". 

El siguiente embarazo llegó dos años después, pero a las 18 semanas el mismo diagnóstico volvió a caer sobre ella como un jarro de agua fría. Entonces tenía algo claro: iba a pelear por sus derechos. Inició una batalla con la mutua para poder abortar en un hospital público, y contra todo pronóstico salió victoriosa. "Para mí volver a aquella clínica era una tortura, suponía recrear todo lo que había vivido y había conseguido olvidar", narra. Esta segunda vez la experiencia fue diametralmente opuesta y significó que la madre pudo "sanar", expresa, porque los profesionales "respetaron" sus decisiones: ver el cuerpo, estar con él, contar con el acompañamiento de su pareja. Pero también reconocer y respetar su duelo. "Fue muy duro, fue real, pero fue maravilloso".

Abortos felices

El duelo que atraviesa a tantas mujeres tras una interrupción del embarazo no significa que el dolor vertebre de forma intrínseca cada experiencia. Con su historia, Elisabeth Falomir busca no impugnar un relato que cree hegemónico, pero sí aportar vivencias alternativas, quizá más invisibles, quizá menos atractivas para el titular. Su relato empezó con un correo electrónico dirigido a su madre, tras reparar en que el reto para ella no estaba en el propio hecho de abortar, sino que lo realmente difícil era compartir su vivencia. A partir de esa misiva nació el fanzine Abortos felices (Episkaia, 2021), que abraza hoy su cuarta edición.

La historia de Elisabeth, pero sobre todo su forma de evocarla, rompe esquemas. No fue un aborto, ni dos, fueron tres. Apenas recuerda a qué edad, ni el momento preciso. Sí recuerda el tiempo que hacía cuando se dirigía a la clínica privada. Y que después de cada intervención tuvo mucha hambre. Tres abortos. El peso simbólico de la cifra no es poco: "Lo que trasciende en esas miradas de juicio cuando hablo de tres abortos es que ya no puede tratarse de un accidente, ya no sirve la excusa de que un error lo tiene cualquiera". La cifra de tres abortos echa por tierra las razones que hacen del propio hecho de interrumpir el embarazo una decisión respaldada por la necesidad extrema. "La capacidad de gestar es una cosa sacralizada, llevarlo con ligereza no está bien visto porque atañe a algo delicado: la sexualidad de las mujeres", sostiene Elisabeth.

A quien aborta, escribe la autora en su fanzine, le está permitida "una estrecha selección de sentimientos: alivio, culpa, vergüenza. Si vas feliz a abortar, sin duda eres una mala persona". Precisamente porque la representación cultural del aborto, completa, muestra "invariablemente a alguien sometido a una decisión difícil: traumática en el peor caso, un mal menor en el mejor". No hay lugar para historias como la suya, en las que el júbilo sustituye al trauma.

"Creo que el tiempo me ha ido haciendo menos complaciente y menos dispuesta a aceptar la narrativa hegemónica", reconoce Elisabeth, quien se rebela contra el "relato de terror" en torno al aborto: "Pareciera que un embarazo no deseado es lo peor que te puede pasar. Lo primero que se te da es el pésame, como si no viviéramos en un país en el que los derechos reproductivos están asegurados". Aunque, precisa, "hasta cierto punto y con deficiencias".

El 85% de los abortos se hacen en clínicas privadas y cinco comunidades no practican ninguno en la red pública

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Elisabeth es cuidadosa en sus formas. No quiere invalidar el discurso que ha girado tradicionalmente en torno al sufrimiento y que de hecho representa la situación de muchas mujeres. "No busco negar que esa experiencia sea así para muchas y acepto todos los matices. Mi vivencia no viene a superponerse a otras, sino a expandir realidades", clama. Pero cree que ya es hora de cambiar el foco y "pelear por el escalón siguiente".

"Tu sueldo está manchado de sangre"

Cuando Sonia Lamas coge el teléfono sabe que al día siguiente un grupo de antiabortistas se plantará frente a la clínica Dator, en Madrid. Empieza, una vez más, la campaña 40 días por la vida. Ya son viejos conocidos y sus dardos cada vez están menos afilados, pero aún duelen. Sonia recuerda la primera vez que uno de estos grupos la abordó, allá por 2015. "Dos chicos de entre 20 y 23 años me siguieron hasta el metro. Me di la vuelta y les dije que me dejaran de perseguir", recuerda. Sonia acababa de salir de la clínica de interrupción del embarazo no para pedir información, ni para someterse a una intervención. Aquel era y sigue siendo su centro de trabajo. "Si vienes con nosotros tu sueldo no va a estar manchado de sangre", lanzaron los dos desconocidos. Sería la primera vez, pero no la última. Y con el tiempo, la psicóloga decidió no perder el tiempo tratando de confrontar con ellos.

Rezos en las inmediaciones, pancartas con fotos de bebés –bebés ya nacidos, insiste en recalcar la psicóloga–, aroma a colonia infantil a las puertas de las clínicas y vehículos ecográficos, son algunas de las acciones con las que Sonia ha aprendido a convivir. "Vivir permanentemente en alerta no es sano para nadie", reconoce la también portavoz de la Asociación de Clínicas Acreditadas para la Interrupción del Embarazo (ACAI) en Madrid. Por mucho que Sonia se vaya a dormir sabiendo que al día siguiente su clínica amanecerá con pancartas de grupos antiabortistas, el acoso hace mella. "Sé que mañana cuando vaya a trabajar habrá programada una campaña, sé que tengo que estar más alerta, sé que las mujeres van a sufrir acoso", abunda, "pero velar por su seguridad compensa". El Congreso acaba de aprobar, sin el respaldo de la derecha, penalizar el acoso antiabortista ante las clínicas.

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