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Decir 'no' al desastre

El candidato de En Marche!, Emmanuel Macron, junto a su mujer celebrando su victoria en la primera vuelta

Votar contra Le Pen, votando a Macron, no significa votar a favor del programa de este último, sino que supone votar para defender la democracia como espacio de conflictos, en el que se cruzan intereses divergentes y causas enfrentadas, donde pueden manifestarse libremente sus contradicciones, su pluralismo, su diversidad, sus reivindicaciones y sus esperanzas, también frente a las políticas de una Presidencia de Macron.

Algo impensable en la ultraderecha, cuyo programa electoral, patrimonio ideológico y prácticas políticas hemos analizado con profusión en Mediapart, socio editorial de infoLibre, como para saber que sus posturas demagógicas y simplistas persiguen la voluntad explícita de cuestionar nuestros valores republicanos comunes –por imperfecta que sea su materialización– de libertad, de igualdad y de fraternidad. Sin duda, dado que tenemos la posibilidad de elegir, preferimos situarnos en la oposición a una Presidencia de Macron a encontrarnos bajo un poder nacionalista, autoritario e identitario.

Marine Le Pen, lo recordábamos recientemente, no está del lado de los obreros y los asalariados, del de los explotados y los oprimidos, del de los más débiles y los más frágiles. Es más, ella misma se convierte en el rival más determinado de todos ellos por el modo en que quiere resolver los conflictos sociales –la lucha de clase, en definitiva– en un pueblo confundido, unido en torno a la nación y sometido a su jefe. Ella misma lo es todavía más, si cabe, por cuanto el compromiso xenófobo y racista del FN –la “prioridad nacional”– hace de la diversidad del mundo laboral, plagado de migraciones y culturas plurales, su enemigo prioritario.

No hay que confundir la violencia económica y la injusticia social existente en una democracia, por imperfecta que sea, con la de un gobierno autoritario. En un caso, aún se puede luchar, organizar movilizaciones, construir una correlación de fuerzas o, incluso, hacer que el gobierno dé marcha atrás. En el otro, se cuestionaría el derecho a discrepar y a resistir con todos los medios de coerción del Estado y con su policía. Comparar estas dos situaciones supone carecer de memoria u olvidar la historia. ¿Quién pedía la prohibición de las manifestaciones contra la reforma laboral del Gobierno Valls? ¡Marine Le Pen! ¿Quién prevé someter a vigilancia la libertad de prensa? ¡El Frente Nacional! ¿Quién quiere emprenderla con el derecho a la huelga, es decir el derecho de aquéllos cuya única riqueza es su capacidad de construir una correlación de fuerzas frente a la patronal y a los accionistas, en resumen, al capital? ¡Los mismos!

Por ejemplo, durante su reciente visita a la sede de Whirpool en Amiens, no se ha hablado lo suficiente de que el piquete de huelga, con el que se encontró, difícilmente existiría de encontrarnos bajo su eventual reinado: uno de los textos programáticos del Frente Nacional prevé “una gran reforma de los sindicatos” para que se encuentren “en mejores condiciones de entrar en lógicas de concertación constructivas y menos tentados a recurrir a una correlación de fuerzas (huelga, manifestación) para paliar su falta de legitimidad”. El apoyo social que se atribuye la candidata de ultraderecha, colándose en el hueco que han dejado las divisiones, los silencios y los cálculos de la izquierda radical, evidentemente no es más que una impostura, parecida a aquella gracias a la cual los nacionalsocialistas, en los años 30, se aprovecharon de las fisuras de las izquierdas socialistas y comunistas para unir a la clase obrera alemana en beneficio propio, antes de destruir sistemáticamente su movimiento social, sus organizaciones y sus sindicatos.

Ese es el desafío del 7 de mayo, frente al que no tenemos otra alternativa que votar a Emmanuel Macron. Sobre todo porque el accidente electoral es más posible que nunca: es posible el ascenso al poder de una fuerza puramente antidemocrática fruto de unas elecciones democráticas. Basta con que se produzca un fuerte trasvase de votos de derechas a Le Pen y que se dé una importante movilización de la extrema derecha –unido a una desmovilización del electorado de izquierdas,  por el enfado, la división o el hastio, contribuyendo con ello a la abstención en detrimento de Emmanuel Macron– para que gane la candidata del Frente Nacional.

Decir que este riesgo existe no es un chantaje al voto útil, más bien supone comprometerse con la vía de una reconstrucción lúcida y con una unión significativa de las fuerzas de emancipación, en contra de las renuncias, de las pérdidas y de las confusiones que, desde hace mucho tiempo, benefician al Frente Nacional. Porque no podemos seguir contentándonos con las palabras y conformarnos con sentirnos enfadados: nos enfrentamos a un desastre político cuyos responsables son numerosos, en una especie de carrera al abismo donde los bomberos pirómanos, de derechas y de izquierdas, representan desde hace mucho tiempo el papel principal, a los que se les han unido en la recta final los aprendices de brujo, todos, más o menos, cegados por sus aventuras personales hasta el punto de olvidar que tienen una visión corta al no construir nada duradero, si lo comparamos con la cultura democrática que compartimos.

Decir que estábamos avisados es decir poco. En enero de 2015, en una obra colectiva en la que Mediapart hacía balance de los primeros años del quinquenio de Hollande, escribíamos: “Francia está a merced de un accidente histórico: la elección como presidenta de la República, en 2017, de una dirigente de ultraderechas, Marine Le Pen. No se trata de ni un pronóstico ni de una previsión, ni mucho menos de una apuesta. Se trata simple y llanamente de un análisis frío de la magnitud sin precedentes de la crisis de representación política, de la desvitalización de nuestra democracia, del agotamiento de los proyectos tanto en el seno de la derecha republicana como de las izquierdas de Gobierno o radical. Sí, este importante desbarajuste político hace posible el accidente electoral”.

Bomberos pirómanos y aprendices de brujo

Hasta ahora. Desgraciadamente, nuestras advertencias apenas fueron escuchadas. Claro que nunca habríamos imaginado hasta qué punto esta campaña presidencial, en la que nada ha sucedido como preveían editorialistas, expertos y analistas demoscópicos, iba a confirmar esta lucidez premonitoria. Una derecha hecha añicos, tras someterse a un candidato descalificado moralmente, que no ha dejado de radicalizar a su electorado, hasta el punto de que Alain Juppé también ha tenido que dar la voz de alarma del “no” frente al desastre. Una izquierda evanescente y dividida, incapaz de poner en práctica la menor iniciativa unitaria mientras que su partido ayer dominante, el PS, parece haber desaparecido. Por el contrario, una ultraderecha conquistadora y unida, ha impuesto su ritmo hasta marcar sistemáticamente y con eficacia la agenda entre las dos vueltas electorales. Pero, enfrente de ella, se sitúa una izquierda radical paralizada –hasta su advertencia del pasado 30 de abril– por la repentina falta de pedagogía antifascista de su portavoz de facto, cuyo movimiento, Francia Insumisa se encuentra desde entonces sumido en el desconcierto, la confusión y la duda. Y un candidato “de derechas y de izquierdas” como le gusta definirse, que no consigue ver la gravedad del momento, creyéndose vencedor cual jugador en un casino que se lo hubiese llevado todo en un lanzamiento de dados.

“Quien siembra vientos recoge tempestades”, dice un refrán con el que se hace hincapié en que, inevitablemente, sufrimos las consecuencias de nuestros propios actos. Los primeros responsables de este desastre son los bomberos pirómanos que, hace muchos años, han agotado la agenda y el imaginario ideológicos del Frente Nacional fingiendo reducirlo cuando, en realidad, no hacen otra cosa que reforzarlo. Son de derechas y de izquierdas. En 2002, Jacques Chirac no hizo nada con las elecciones que ganó... que no fuese recuperar a Nicolas Sarkozy para el juego político nacional. En 2005, Sarkozy, lo mismo que François Hollande, pisotearon con alegría el no mayoritario al Tratado Constitucional Europeo, dando la mano a su versión retrógrada, de repliegue y de exclusión, en lugar de a su exigencia democrática y social.

En 2007, Nicolas Sarkozy se apresuró a legitimar las obsesiones identitarias del Frente Nacional con la creación de un Ministerio de Identidad Nacional y de Inmigración, cuyo primer titular fue un tránsfuga socialista. En 2012, Hollande, elegido gracias a la dinámica del rechazo de una Presidencia marcada por la brutalidad y la estigmatización, no sólo no hizo nada sino que optó por tomar el mismo camino de regresión y de ceguera con la promoción de Manuel Valls, encarnación de una huida hacia adelante –una perdición, a decir verdad– autoritaria, identitaria y marcada por la desigualdad. Todos estos profesionales de una política alejada de la realidad, encerrada en la burbuja económica y del Estado, no han querido ver las expectativas reales del país, basadas en la refundación democrática y en la urgencia social.

A la arrogancia de estos bomberos pirómanos hay que añadirle la inconsciencia de los aprendices de brujo, más preocupados por sí mismos mismos que por la gravedad del momento. El primero de ellos es Emmanuel Macron que, responsable del desafío republicano, se mostraba tibio y superficial al día siguiente de la primera vuelta. Ya es hora de que piense en contra de sí mismo ante el desafío que supone la segunda vuelta electoral frente a Le Pen. Ni el 23 de abril, ni el 7 de mayo, ni fue ni será propietario de los votos que lleven su nombre ni por razón ni por convicción. Si no comprende que estas elecciones van más allá, modificando sus planes y cambiando sus creencias, se dirige hacia el abismo, hoy y mañana. Pedir el voto para el candidato menos malo, ir detrás de una “mayoría presidencial”, pretender gobernar a golpe de decretazo, contentarse con la enésima ley de moralización, supone no entender la demanda democrática que reclama el país. Y si hay algo realmente en juego el 7 de mayo es hacerle entender, a continuación, que no es el depositario de una voluntad general.

Hay otro aprendiz de brujo, Jean-Luc Mélenchon, quien, como otros, podrían hacer plomo con el oro; ha transformado un innegable éxito colectivo –la plataforma Francia Insumisa se ha puesto al frente de la izquierda, muy por delante del PS– en una derrota personal. Con la recopilación de numerosas ideas y de experiencias, con Mediapart como encrucijada desde 2008, su formidable campaña y el programa que la vertebró ahora chocan con los límites, los defectos y las ambigüedades de su práctica política. El sectarismo, la exclusividad, la intolerancia nunca han servido a los ideales de la emancipación, de la igualdad y de la fraternidad. No hay, en la izquierda, dueños de la cruz verdadera, legitimados para excomulgar a quien les contradiga o a los disidentes. El éxito de Mélenchon no será más que una ilusión sin futuro si no tiene en cuenta la relación de fuerza global, profundamente desfavorable a una izquierda hoy más dividida y más minoritaria que nunca. Y si no consiente participar en su reconstrucción en el diálogo con el resto de integrantes.

Es lo que, hace mucho tiempo, en los años 30, León Trotsky fue el único que explicó, con pedagogía, realismo y paciencia, cuando el sectarismo estalinista y las divisiones de izquierdas dejaron vía libre a las ultraderechas europeas. Hacer mención a él, como hizo Michel Brou en Mediapart –“Trotskty estaba dispuesto a aliarse con el diablo y con su abuela para parar el fascismo”–, no es una pose de iniciados, sino simplemente un recordatorio de los dolorosas enseñanzas de la Historia. “Si acusamos con razón a la socialdemocracia de haber dejado libre el camino del fascismo, nuestra tarea no debe consistir en acortar este camino al fascismo”, escribía este profeta sin armas en agosto de 1931. El texto se titula Contra el nacionalcomunismo, un recordatorio oportuno que, frente a los que predican el odio al otro y al extranjero, la autocomplacencia por el repliegue nacional no es un dique más, al contrario, es su trampolín.

En 1933, André Malraux coincidió con Trotsky, refugiado temporalmente en Saint-Palais, cerca de Royan: “Avanzaba la noche y el mar acariciaba nuevamente los rocas”, cuenta Malraux. Y, entonces el exjefe del Ejército rojo, asesinado siete años después por orden de Stalin, le confiaba esto que resume nuestro deber, tanto cívico como periodístico: “Lo importante es ver claro”. Ver claro, efectivamente, es decir, parafraseando otra vez a Trotsky, “liberar al hombre de todo lo que le impide ver”. _______________

Una desafiante Le Pen advierte a Macron: "Francia será dirigida por una mujer, yo o Merkel"

Traducción: Mariola Moreno

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