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Macron, un presidente sin escrúpulos que está echando a perder la República

El presidente francés, Emmanuel Macron.

Edwy Plenel (Mediapart)

Frente a un ministro de Educación cuyo silencio hablaba de su vergüenza, el cineasta Dominik Moll pronunció un manual de instrucción cívica para los que gobiernan Francia y para el hombre que la preside.

El 7 de abril de 2023, en el gran anfiteatro de la Sorbona de París, el profesor y ministro Pap Ndiaye escuchó a Moll, director de La Nuit du 12, que recibía el premio César de los estudiantes de bachillerato, decirle, con la cortesía de la ironía, cuánto agradecía su "valentía" por haber aceptado trabajar con "un gobierno y un presidente cuyas palabras y actos son un poco lo contrario de los valores que debe transmitir la escuela".

Un gobierno y un presidente", prosiguió Dominik Moll ante la ovación del público, "que prefieren imponer a dialogar, que prefieren dar lecciones a hacer pedagogía, que a veces prefieren el desprecio al respeto y la escucha, que prefieren escindir y dividir a unir, que prefieren los intereses particulares al bien común, y cuyo único criterio de éxito parece ser estar entre los primeros de la fila".

Tres semanas antes, al día siguiente de su decisión de utilizar el art. 49.3 para evitar el rechazo de su nefasta, inútil e injusta reforma de las pensiones por una mayoría de diputados, el presidente francés había declarado al diario Le Monde que no tenía "ningún escrúpulo, ningún remordimiento". La ausencia de remordimientos no es sorprendente en un hombre que, el 14 de abril, el mismo día en que se esperaba la decisión del Consejo Constitucional sobre su reforma, no dudó en proclamar, bravucón y seguro de sí mismo: "No renunciar a nada, ésa es mi divisa". 

Pero esta palabra "escrúpulos", pesada con la balanza de la comunicación presidencial, dice mucho más de la personalidad y del proyecto del hombre que preside Francia desde hace ya seis largos años. 

Escrúpulo, como nos recuerda el Diccionario de la Academia Francesa, significa "sentimiento de inquietud", ese "sentimiento que perturba la conciencia de un individuo antes de actuar, y le hace vacilar, dudar". Su etimología se remonta al latín scrupulus, pequeña piedra puntiaguda que, si se cuela en las sandalias, estorba al legionario hasta el punto de obstaculizar su marcha conquistadora. 

Ese era el significado de la palabra en el diccionario de Émile Littré, ese ferviente republicano del siglo XIX: un escrúpulo es "lo que incomoda la conciencia, como una piedra incomoda al que camina". Su Diccionario de la Lengua Francesa ilustra esta definición con una cita de las Memorias del cardenal de Retz que, en el siglo XVII, se unió a la Fronda contra la monarquía absoluta: "La mayoría de los hombres sólo causan grandes males por los escrúpulos que tienen ante males menores”.

Si un hombre que se cree rey está loco, un rey que se cree rey no lo está menos".

Jacques Lacan

Macron afirma pues no tener "escrúpulos", es decir, no dudar y no vacilar cualesquiera que sean los "grandes males" que se deriven de su actitud. Por lo tanto, de nada vale amonestarle sobre los riesgos que supone para la República Francesa vapulear los valores democráticos y sociales que, constitucionalmente, se supone que la caracterizan. Porque, cuando se asume, ese maltrato no es un desliz sino un proyecto, en el que se entrelazan la personalidad presidencial y sus convicciones ideológicas. 

"Si un hombre que se cree rey está loco, un rey que se cree rey no lo está menos": esta lucidez del psicoanalista Jacques Lacan se aplica perfectamente al abismo vertiginoso de las instituciones de la V República, esta monarquía electiva donde la voluntad de todos está secuestrada por el poder de uno. Sin embargo, lejos de protegerse contra ella, por no hablar de resistirse, Macron afirmó muy pronto ceder a ella y propuso ya en 2016 rehabilitar "la figura del rey" restaurando "un poco más de verticalidad" en el ejercicio del poder, es decir, menos precaución democrática y preocupación deliberativa. 

Este enfoque intrínsecamente iliberal del poder político se resumió inmediatamente en el buen "placer" expresado por el candidato de 2017 la noche de la primera vuelta de las elecciones presidenciales, celebrado como una victoria anticipada incluso cuando la extrema derecha consolidaba su influencia electoral. 

Desde entonces, su movimiento inicialmente llamado En Marche se ha resumido en un recurrente En Force, del que fueron víctimas primero los "chalecos amarillos" sublevados contra la carestía de la vida y luego el movimiento social por las pensiones. El mantenimiento del orden es la más política de las disciplinas policiales, pero la violencia de Estado que desde el 2017 abusa constantemente del derecho fundamental a manifestarse, reunirse y protestar, es su aspecto más visible. 

Lejos de ser deslices o atropellos, estos excesos se reivindican en la cúpula del Estado, donde se niega categóricamente la existencia misma de la "violencia policial". Pero van de la mano de muchos otros maltratos a los que esta presidencia ha acostumbrado al país, desde el desprecio a la independencia del poder judicial hasta la degradación ética de la función pública, como lo atestigua la gestión de los numerosos casos que implican al entorno presidencial, a sus colaboradores, asesores y ministros. 

Con el episodio de las pensiones se ha dado un paso más en este desprecio de las formas democráticas, hasta el punto de dejar brutalmente al descubierto el absolutismo institucional de la V República, esta monarquía electiva. 

El Consejo Constitucional, último recurso después de que el Parlamento viera pisoteada su legitimidad por la negativa del Gobierno a permitirle votar la reforma cuando sabía que perdería la votación, ha completado, con su capitulación, la demostración del autoritarismo fundamental de este régimen presidencialista y de la amenaza permanente que representa para la expresión de la voluntad popular. 

Igual que en el Retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, cuadro narcisista de la descomposición de un gentleman británico, la presidencia de Macron lleva así hasta el límite el riesgo para la democracia enrollado en el corazón de una República que nunca se ha despojado de las circunstancias excepcionales que la vieron nacer en 1958: una guerra civil y un pronunciamiento militar. 

Tanto es así que hoy sólo falta recurrir al artículo 16 de la Constitución y a los poderes excepcionales que confiere al Presidente de la República para completar este "golpe de Estado permanente", según la acertada frase de François Mitterrand, que olvidó una vez que él mismo llegó al poder. 

Esta presidencia cumple así el programa del "liberalismo autoritario" cuya genealogía investigó el filósofo Grégoire Chamayou, demostrando en La Société ingouvernable que fue planteado ya en 1975 por la Comisión Trilateral. 

Este proyecto político, de desposesión democrática por un Estado autoritario revestido de legitimidad electoral, es consustancial a la ofensiva económica cuyo objetivo es deshacerse de las conquistas sociales que limitan y frenan, compensan o atenúan los daños del capitalismo. Su brutalidad es proporcional a las injusticias y desigualdades que incrementa a sabiendas, en beneficio de los intereses particulares de una casta de ultraprivilegiados que se resume en el reciente ascenso de dos franceses Bernard Arnault y Françoise Bettencourt– a la cabeza de los más ricos del mundo. 

Contrariamente a lo que imaginan algunos de sus adversarios de la izquierda, la obstinación de Macron no es la de un "desequilibrado", sino la de un hombre decidido. Como especulación psicológica, la explicación como factor personal despolitiza y falta a lo esencial. No estamos ante una confusión sino ante una coherencia. Tanto es así que, con ocasión de la crisis provocada por su reforma de las pensiones, el propio presidente ha acabado con la ilusión de la "barrera" contra la extrema derecha, que los votos mayoritarios han acreditado dos veces (incluidos los nuestros, en 2017 y en 2022).

Metódicamente y con determinación, este poder está creando así un vacío político, no solo para mantener a la extrema derecha como alternativa, sino como socio.

"Si el pueblo quería la jubilación a los 60 años, no era a mí al que había que elegir como presidente de la República": con esta declaración hecha en Pekín el 5 de abril, Macron dejaba claro que nada le obligaba en el mandato otorgado por sus electores, salvo su propia buena voluntad. 

A raíz de esto, el secretario general de Rennaissance, el partido presidencial, teorizó sobre la renuncia a la idea misma de una "barrera" contra la extrema derecha: "La demonización tiene sus límites", declaró Stéphane Séjourné el 12 de abril en Le Parisien, situando la confrontación en el terreno de la competencia y la eficacia, más que en el de los valores y los principios. 

Al contrario, la izquierda parlamentaria es deliberadamente demonizada por parte presidencial, ya que ahora es sistemáticamente caricaturizada como ultraizquierda facciosa, mientras que la derecha es ardientemente cortejada, puesto que ya es compatible y está en el mismo barco, desde Gérald Darmanin a Bruno Le Maire. 

Metódicamente y con determinación, este poder está creando así políticamente un vacío, no solo para mantener a la extrema derecha como alternativa, si no como socio. De hecho, ya apenas se subraya el peligro de la extrema derecha, hasta el punto de que su violencia, cada vez tan frecuente que puede convertirse en ordinaria, apenas afecta al gobierno

Peor aún, en el terreno ideológico, todos los golpes se reservan al campo progresista y a las causas emancipadoras, desde las campañas sobre el "islamo-izquierdismo" hasta la obsesión por el "wokismo", pasando por el arma del "separatismo" para impedir la auto-organización de los dominados y discriminados, sin olvidar la criminalización del movimiento ecologista llamándolo "eco-terrorismo". 

Por el contrario, sólo podemos constatar la pretendida inacción, o incluso complacencia, ante la expansión mediática de la extrema derecha, que aclimata constantemente el debate público a ideologías de desigualdad natural, a su discriminación y su racismo, en una negación radical de los principios democráticos más elementales. 

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Así, la injusticia de la reforma de las pensiones y la brutalidad de su aplicación no sólo revelan un poder que viola la exigencia constitucional de una República "democrática y social". A la hora de la verdad, revelan una presidencia que hace el juego al adversario contra el que fue elegida en dos ocasiones: la extrema derecha, su violencia antidemocrática y sus ideologías anti-igualitarias.

 

Traducción de Miguel López

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