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La previsible traición de Mahmud Abás a Palestina: un régimen cada vez más autoritario y menos legítimo

Un manifestante palestino lanza piedras con su honda a las autoridades israelíes durante una protesta contra los asentamientos israelíes en la aldea de Beita, cerca de Nablus, Palestina, este viernes.

René Backmann (Mediapart)

¿Quiere la Autoridad Palestina ofrecer a Joe Biden y Naftali Bennett lo que rechazó a Donald Trump y Benjamin Netanyahu, el abandono de su proyecto nacional a cambio de una promesa de prosperidad económica? Es lo que teme buena parte de la oposición, preocupa a algunos de sus altos mandos y constatan alarmados especialistas en el conflicto palestino-israelí.

Desde la llegada del presidente demócrata a la Casa Blanca y con la elección del nuevo primer ministro israelí, se habla menos que nunca de la creación de un Estado palestino y del fin de la ocupación, objetivos históricos de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) desde hace décadas, mientras se estudian proyectos de financiación y planes de desarrollo para Cisjordania y Gaza. Todo ello para aparente satisfacción de Mahmud Abás y su régimen, cada vez más autoritario, menos legítimo y menos representativo de las aspiraciones de sus compatriotas.

Esta evolución de la estrategia de la Autoridad no está directamente relacionada con la sucesión de los líderes políticos en Estados Unidos e Israel. Pero fue durante los primeros contactos entre los líderes palestinos y sus nuevos socios israelíes y estadounidenses cuando los diplomáticos y observadores confirmaron los cambios en las perspectivas y el discurso del régimen de Ramala. Y la aparición, convergente en algunos puntos, de una nueva estrategia política israelí.

De hecho, al igual que ocurrió en los años 60, antes de que Yaser Arafat tomara el control de la OLP en febrero de 1969 diciendo “a partir de ahora, hablamos por nosotros mismos”, los actuales dirigentes de los Estados árabes, especialmente los del Golfo, han acabado asumiendo la “carta palestina” con el proyecto de hacer que los palestinos acepten lo que consideran bueno para ellos. Sin pedirles su opinión.

Así parecía evidenciarlo la reunión de El Cairo del pasado mes de enero, que pretendía preparar la reanudación de las conversaciones de paz entre Israel y los palestinos. Organizada por Egipto, la conferencia reunió a los ministros de Asuntos Exteriores de Egipto, Jordania, Francia y Alemania. Pero no se invitó a ningún representante palestino.

Más grave aún, a ojos de los palestinos comprometidos con la defensa de su causa histórica: desde los acuerdos celebrados por iniciativa de Trump entre Israel y Sudán, Marruecos, Emiratos Árabes Unidos y Bahréin –acuerdos que la administración Biden no ha desautorizado–, el Estado judío pertenece ahora al bloque de aliados locales de Estados Unidos contra Irán. Y esto aísla aún más a los palestinos.

Desde el estallido de las revueltas árabes, el sangriento colapso de Siria en la guerra civil, el interminable conflicto en Yemen, la desestabilización de Irak, las guerras antiterroristas contra Al Qaeda y luego el Estado Islámico, la tensión entre Irán y sus vecinos, la cuestión palestina se ha visto eclipsada por estas crisis más espectaculares, más urgentes y mortales.

Hasta el punto de que ninguna de las grandes potencias –que luchan con sus propias rencillas de imperio– considera ya este asunto una prioridad. Durante su primera reunión con el nuevo primer ministro israelí, Joe Biden se limitó a reiterar posiciones de principio y a pedir a Naftali Bennett que facilite la vida a los palestinos. Indicó que Washington estaría dispuesto a contribuir financieramente a este esfuerzo israelí.

En cuanto a los dirigentes israelíes, después de haber hablado, con Netanyahu, de la amenaza de la bomba nuclear iraní para mantener y consolidar un statu quo basado en la continuación de la ocupación y el desarrollo de los asentamientos, ahora plantean, con Bennett, el riesgo de un nuevo episodio de inestabilidad política interna, o incluso el regreso de Bibi para convencer a Washington o a los europeos de que, en la cuestión palestina, es urgente esperarBibi.

A pesar de la presencia en el seno de la coalición parlamentaria y del Gobierno dirigido por Naftali Bennett de personalidades del centroizquierda, de la izquierda sionista e incluso de un ministro islamista, de la minoría árabe israelí, el anclaje ideológico del nuevo Ejecutivo israelí no es radicalmente diferente al de Netanyahu. La influencia de la derecha nacionalista y religiosa y de los colonos es dominante. Exministro y discípulo del líder del Likud, Bennett mantiene un discurso y defiende una práctica que su mentor no repudiaría.

Partidario de la anexión de Cisjordania y de la creación de un Estado único –judío– entre el Mediterráneo y el río Jordán, que imponga su autoridad a más de seis millones de palestinos privados de sus derechos en Cisjordania, Jerusalén Este y la Franja de Gaza, es tan hostil como su predecesor a la creación de un Estado palestino.

Micah Goodman, el hombre que habla al oído de Bennett

Y para aquellos, amigos o enemigos, que todavía tengan alguna duda sobre sus planes, Bennett sigue diciendo, y haciendo repetir a su ministra del Interior, Ayelet Shaked, conocida por su intolerancia y violencia verbal cuando se trata de los palestinos, que no tiene “ninguna intención de reunirse con el presidente de la Autoridad Palestina, porque no es un socio de Israel ya que paga a terroristas que matan a los judíos y procesa a soldados israelíes en el Tribunal de La Haya”.

Esta continuidad con Netanyahu se confirma sobre el terreno por el comportamiento, que sigue impune, del Ejército y los colonos. Según la Oficina de Asuntos Humanitarios de las Naciones Unidas (OCHA), en Cisjordania han muerto 57 palestinos, entre ellos 12 niños, por disparos del Ejército israelí desde principios de año. Cinco de ellos fueron asesinados entre el 24 de agosto y el 6 de septiembre.

Durante el mismo periodo, el Ejército dio orden de demoler, o demolió, 31 edificios de propiedad palestina, en Jerusalén Oriental. Esto eleva el número total de edificios palestinos destruidos desde enero a más de 650. En nueve meses, la ONU también ha registrado más de 300 ataques de colonos a palestinos o a sus propiedades, más de uno al día.

Es difícil ver la diferencia con el statu quo establecido por Netanyahu desde que llegó al poder, que se basaba en la misma libertad de acción concedida al Ejército y a los colonos en Cisjordania; y en la Franja de Gaza, todavía sometida a bloqueo, donde Israel recurría a la artillería y los ataques aéreos masivos en represalia por las operaciones de los grupos islamistas armados.

Sin embargo, hay una diferencia. Y ahí está la trampa en la que Mahmud Abás y buena parte de su entorno político han caído, voluntariamente o no.

Bajo la influencia de un asesor al que se escucha cada vez más en los pasillos del poder israelí, el mediático filósofo Micah Goodman, autor de best-sellers dedicados a Maimónides, Moisés y a las angustias del mundo frente a la tecnología, Bennett habría decidido “sustituir la indiferencia por el pragmatismo” y “reducir la intensidad del conflicto con los palestinos en lugar de intentar resolverlo”.

No se trata de acabar con la ocupación y la colonización: el propio Micah Goodman vive en una colonia, Kfar Adumim, que domina el valle del Jordán. Y ha establecido la sede de su red de centros de formación para soldados desmovilizados en el cercano asentamiento de Alon.

Intelectualmente cercano, según uno de sus amigos, al actual ministro de Asuntos Exteriores, Yair Lapid, que debería convertirse en primer ministro dentro de dos años si sobreviven el Gobierno y el acuerdo de relevar al primer ministro, Goodman explica en una entrevista a Haaretz que “la mayoría de los israelíes, incluso los de derechas, no quieren dominar a los palestinos, y que les resulta difícil imponer una ocupación militar a una población civil. Pero temen que una retirada permita a los palestinos amenazarnos”.

Para resolver esta contradicción, es partidario de una estrategia que combine “incentivos económicos” para los palestinos de la “zona A”, es decir, los “enclaves” de Cisjordania (18% del territorio) bajo control administrativo y de seguridad palestino, con diversos mecanismos para reforzar el “autogobierno” palestino.

Estos “mecanismos” incluyen “corredores” que conectan los “enclaves” entre sí y permiten acceder a un paso fronterizo con Jordania. “De manera que los palestinos tengan la sensación de gobernar sus propios asuntos, sin tener la capacidad de amenazar a Israel”, explica Goodman. “Pero no se trata de darles el derecho al retorno, un Estado o Jerusalén como capital. Ni que decir tiene que esta propuesta, que los palestinos han rechazado hasta ahora, no es una solución permanente sino un acuerdo provisional. Les interesa, porque no se trata de una normalización del statu quo, sino de un proceso dinámico que aumenta el autogobierno palestino y abre nuevas opciones para el futuro, como una confederación con Jordania”, añade.

Hay que entender las sorprendentes palabras de Bennett a la luz de esta estrategia de “reducción del conflicto” cuando se declara escandalizado “como israelí y como judío al saber que un trabajador palestino tiene que levantarse todos los días a las tres de la mañana, y hacer cola para trabajar en Tel Aviv a las siete”. O que hay que ver la lista de “medidas” israelíes para facilitar la vida diaria de los palestinos: la apertura de un préstamo de 156 millones de dólares como anticipo de los impuestos aduaneros recaudados –y adeudados– por Israel, la regularización de la situación de miles de palestinos que viven ilegalmente en Cisjordania, la concesión de 15.000 permisos de trabajo a palestinos y de 1.000 permisos de construcción en la “zona C” de Cisjordania, autorizaciones expedidas a 5.000 comerciantes palestinos para entrar y trabajar en Israel, instrucciones dadas al personal de los pasos fronterizos entre Israel y Cisjordania para agilizar y facilitar los controles.

Cuando el ocupado debe tranquilizar al ocupante

Incluso los habitantes de la Franja de Gaza, gobernados por el movimiento islamista Hamás, deberían beneficiarse de medidas que faciliten su vida diaria. Las líneas eléctricas deben ser restablecidas, así como los suministros de gas. Y debería construirse una planta desalinizadora de agua de mar en este territorio costero superpoblado que sólo tiene 12 horas de electricidad al día y una grave falta de agua potable.

Además, al parecer se está llegando a un acuerdo para que Catar pueda canalizar la ayuda financiera para pagar a los funcionarios. A largo plazo, debería construirse un “enlace viario” –una carretera cerrada, un puente o un túnel– entre la Franja de Gaza y Cisjordania, separadas por una veintena de kilómetros.

A cambio de estas disposiciones, los dirigentes palestinos –incluido Hamás en Gaza, que ha librado cuatro guerras con Israel desde 2008– deben comprometerse a una “calma a largo plazo”.

Para Hamás, esto significa el fin del lanzamiento de cohetes o proyectiles sobre territorio israelí, así como el fin de las incursiones o infiltraciones de grupos islamistas armados en Israel. Y para la Autoridad de Ramala la aceptación de la ocupación y la colonización. Así como la intensificación de la cooperación en materia de seguridad. Es decir, la renuncia a su lucha histórica y la sumisión a las exigencias israelíes. Pero también, de hecho, al modelo “estatal” defendido por Washington, que se basa en tres grandes principios: el gusto y la libertad de empresa, la capacidad de coacción y el respeto de los principios religiosos.

No sabemos qué piensa Mahmoud Abás, en el fondo, sobre esto. Muchos de los hombres que le rodean y aconsejan parecen dispuestos a responder al “pragmatismo” del primer ministro con un pragmatismo al menos igual.

“En el estado actual de las cosas”, podría haber confiado una fuente de la Mukata, la Presidencia palestina, ha confiado a uno de sus recientes visitantes, “está fuera de lugar poner en marcha un proceso de negociación diplomática. Ni los israelíes ni los estadounidenses están preparados para ello. ¿Por qué no aprovechar la buena voluntad israelí, apoyada por Washington, para restablecer nuestra economía, mejorar la vida diaria de la gente, sin hacer ruido?”

En otras palabras, ¿por qué no aceptar el juego de las “medidas de construcción de confianza” propuesto por Israel, con el apoyo de Washington? “Esta resignación es despreciable”, dice un académico de Ramala y antiguo asesor de Yasser Arafat. “Nosotros somos el pueblo ocupado, y nos correspondería aceptar ‘medidas de construcción de la confianza’ para tranquilizar al ocupante”.

¿Por qué la Autoridad Palestina ha llegado a esto? Tal vez porque nunca ha estado en una situación política tan grave. Dirigida teóricamente por un hombre de 86 años, con mala salud, cuya indecisión ya no puede considerarse como sabiduría, adolece de una abrumadora falta de legitimidad democrática, denunciada cada vez con más fuerza en la calle, especialmente por los intelectuales y los jóvenes. A costa de aumentar la represión.

A finales de agosto, 30 activistas fueron detenidos en 48 horas por haberse manifestado o convocado manifestaciones contra la arbitrariedad del régimen. Dos meses antes, en Hebrón, esta caza de opositores, digna de las peores dictaduras de la región, condujo a la muerte, a manos de los policías, de un opositor de 40 años, Nizar Banat, padre de cinco hijos, culpable de denunciar en las redes sociales la corrupción del poder y el creciente autoritarismo del presidente.

Elegido en 2005 por un periodo de cuatro años, Mahmud Abás nunca ha puesto en juego su mandato, por falta de elecciones. La división en el seno de los palestinos entre el gobierno de Al Fatah en Ramala y el de Hamás en la Franja de Gaza nunca ha permitido organizar unas elecciones serenas y creíbles. Y todo el mundo sabe hoy que si anuló en abril las elecciones previstas para el pasado mes de julio, no fue, como indicó su entorno, porque los israelíes prohibieran la organización de la votación en Jerusalén, sino porque temía –y con razón– ser derrotado por el candidato de Hamás. Al hacerlo, destruyó las últimas y muy escasas posibilidades de una reconciliación interpalestina. Y desacreditó definitivamente su cargo.

Hoy está claro que Mahmud Abás y sus asesores se han visto seriamente desestabilizados por la explosión de popularidad de Hamás tras la “guerra de mayo”. Es cierto que este enfrentamiento asimétrico causó 260 muertos en Gaza y 13 en Israel, pero el movimiento islamista demostró, con ocasión de este conflicto, que sabía explotar las vulnerabilidades del enemigo. Y que podría perturbar gravemente la vida económica de Israel. Tanto es así que para la gran mayoría de los palestinos, Hamás había ganado esta guerra y que la Autoridad Palestina, asolada por la corrupción, no merecía representar al pueblo palestino.

¿Es para intentar recomponer su situación política reivindicando un eventual repunte económico, alimentado por las trasfusiones de dólares israelíes y estadounidenses, que los dos asesores más cercanos a Mahmud Abás, ambos considerados como posibles sucesores del presidente palestino, han apostado por la “estrategia Goodman”?

Tanto sus personalidades como sus trayectorias políticas llevan a muchos palestinos, conocedores de las maniobras de la Mukata, a pensar que han tomado esta decisión. A lo que parece que han unido al presidente. Lo saben, sus opciones deben ser validadas de alguna manera por la firma presidencial, de lo contrario “la olla estallaría en Al Fatah o la OLP”, confía un antiguo asesor del Departamento de Negociaciones.

Una vuelta al viejo modelo colonial

Hussein al-Sheikh, de 61 años, es responsable de Asuntos Civiles de la Autoridad desde 2007, es decir, de las relaciones con el gobierno israelí. Aprendió hebreo durante sus 11 estancias en cárceles israelíes cuando pertenecía a la “dirección unificada del levantamiento” antes de la primera Intifada de diciembre de 1987.

Miembro desde 2014 del comité trilateral (Egipto, Israel, Autoridad Palestina) para la reconstrucción de Gaza, también sirvió, brevemente, tras los acuerdos de Oslo, en los servicios de seguridad de la Autoridad antes de convertirse en 1999 en secretario general de Al Fatah para Cisjordania y en uno de los hombres de mayor confianza de Mahmud Abás.

Jefe de los servicios de inteligencia de la Autoridad desde 2007, Majed Faraj, de 58 años, con rango de general de división, está considerado hoy como uno de los más estrechos confidentes del presidente palestino. Nacido en el campo de refugiados de Dheisheh, cerca de Belén, donde ha mantenido muchas relaciones, pertenece a la delegación encargada de las negociaciones de reconciliación con Hamás. En marzo de 2018, fue víctima de un intento de atentado durante una visita a Gaza con el entonces primer ministro palestino, Rami Hamdallah.

Se dice que mantiene excelentes relaciones con sus homólogos e interlocutores israelíes y estadounidenses, y elogia de buen grado la cooperación en materia de seguridad con Israel y sus éxitos en la lucha contra el terrorismo, incluido el número de atentados antiisraelíes que ha conseguido evitar. En la primavera de 2018, cuando los contactos con funcionarios del gobierno estadounidense fueron oficialmente congelados por Ramala, se había reunido discretamente en Washington con el director de la CIA para informarle, entre otras cosas, sobre la salud de Mahmud Abás, lo que preocupaba al Departamento de Estado.

Él también habla hebreo con fluidez tras haberlo aprendido en la cárcel, durante sus múltiples estancias en centros de detención israelíes en la década de 1980, cuando pertenecía a las juventudes de Al Fatah. A pesar de sus constantes esfuerzos por no aparecer, su nombre apareció en la prensa palestina e israelí en noviembre de 2018 cuando uno de sus amigos, un banquero de Ramala, se vio implicado en la venta encubierta a colonos judíos de una casa en el barrio musulmán de la Ciudad Vieja de Jerusalén.

Por su proximidad al presidente, pero también por sus actividades actuales o pasadas en la policía de la Autoridad y por su relación de trabajo durante décadas con funcionarios del gobierno israelí, tanto Faraj como al-Sheikh son sospechosos de desempeñar un papel importante en la aplicación, por parte palestina, de la política de “reducción del conflicto” adoptada por Naftali Bennett y aceptada, al menos tácitamente, por Mahmud Abás. En particular, se dice que son muy activos en la negociación de “medidas de construcción de la confianza” entre ambas partes. Se trata, de hecho, de concesiones exigidas por Israel.

Es como si este relevo, que aún no reclama este papel, estuviera realmente convencido de que nunca habrá un Estado palestino. Ni un estado democrático binacional. Y que debido a los equilibrios geopolíticos regionales, y en particular a la actitud estadounidense, la hipótesis de la expulsión de los palestinos, es decir, una nueva Nakba, también quedó temporalmente excluida. Por lo tanto, de momento, ¿no había otra salida que el viejo modelo colonial, con los territorios ocupados transformados en una reserva de mano de obra para el ocupante?

Correspondería entonces a la nueva generación imponer una nueva forma de gobierno, adaptada a la situación, dejando de lado las críticas y la resistencia. Esto podría explicar la violencia desplegada contra la oposición y, a continuación, el miedo que se está instalando en las conversaciones. O la decisión de cortar –simbólicamente– ciertas cabezas que encarnan una visión diferente de la cuestión de Palestina. Esto explicaría también, por ejemplo, que se apartase o cambiase de destino a altos funcionarios palestinos conocidos por su competencia, pero también por su espíritu crítico y su libertad de expresión, lo que resulta embarazoso para la Autoridad. Y fieles a los compromisos patrióticos de su juventud. Por lo tanto, es engorroso para Israel.

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Traducción: Mariola Moreno

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