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Brexit

¿Puede la Unión Europea recuperar la legitimidad?

El primer ministro británico, David Cameron,  tras la Cumbre Europea en Bruselas de esta semana.

El jueves 23 de junio, una mayoría de votantes del Reino Unido provocó una deflagración en Europa al votar por el Brexit. Es la primera vez –si exceptuamos la salida de Groenlandia de la CEE en 1985– que el proceso de integración europea sufre no ya una parada, sino un retroceso. El domingo 26, en las elecciones legislativas celebradas en España, la coalición de Unidos Podemos obtenía un resultado inédito para la izquierda –aunque no lograba adelantar a los socialistas–, la fuerza más crítica con la Unión Europea. Si bien el objeto y el tono de ambas campañas han sido muy diferentes, en el centro del debate se situaba la democracia.

Antes, el Ejecutivo griego debió plegarse nuevamente ante sus acreedores europeos, al verse forzado a continuar en el círculo vicioso de la austeridad, que hace seis años que saqueó el tejido productivo y social de este país. Por su parte, la nueva coalición de izquierdas que gobierna en Portugal sigue vigilada de cerca por la Comisión Europea, con el Banco Central Europeo como espada de Damocles, sin cuyo apoyo el país se vería expuesto a una grave crisis financiera. Por otro lado, se cuestiona la continuidad del controvertido acuerdo alcanzado entre la UE y Turquía sobre los refugiados, debido al embrollo sobre el fin de la obligatoriedad de solicitar visados por parte de los ciudadanos turcos.

Basta con analizar las noticias de actualidad para ilustrar hasta qué punto la UE se halla enredada en lo que en Bruselas llaman una “policrisis”. La UE, confrontada a su propia degradación, horrorizada por la gestión de sus fronteras, que sufre una crisis económica y social interminables, ve cómo su legitimidad se deteriora a pasos agigantados. Los contrarios a la integración europea no sólo han ganado varios referéndums, sino que en numerosas consultas, se ha comprobado cómo aumentan las fuerzas políticas ajenas a las tres familias (conservadores, liberales y socialdemócratas) que gobiernan la Unión. La aceptación popular de ese consenso elitista disminuye, tal y como recoge una investigación reciente del Pew Research Center

Antes incluso de conocerse el resultado del referéndum sobre el Brexit, numerosos responsables políticos aludían a la necesidad de poner en marcha iniciativas dirigidas a volver a dar sentido a la integración europea o, en todo caso, a detener cualquier riesgo de contagio. Como ejemplo revelador, baste decir que la revista científica Politique européenne dedicaba recientemente su número 50 preguntándose sobre cómo abordar el desencanto que produce la UE. El profesor Yves Mény, presentado como “europeísta convencido” y defensor del Tratado Constitucional de 2005, afirmaba sin ambages que las “herramientas extremadamente intrusivas” de la UE apenas van acompañadas de “instrumentos de legitimación suficientes” e incluso que el “poder [a este nivel] está a día de hoy en manos de burócratas”.

De modo que el famoso escepticismo que antaño rondaba alrededor de estos estudios podría estar en condiciones de ganarse incluso a los más fervientes defensores de Europa. Quizás porque este ideal parece cada vez más traicionado por la construcción institucional que debía darle cuerpo... Para los que buscan responder de forma progresista a los resultados y a la legitimidad en declive de la UE, el terreno estratégico es resbaladizo: ¿la UE permite aún responder a objetivos de progreso humano? Si la respuesta es no, ¿vale la pena pelearse desde dentro? Sin hallar la respuesta definitiva al debate, es posible alimentarlo recurriendo a algunas referencias, a los trabajos, en el ámbito de las ciencias sociales, más estimulantes sobre el asunto.

En el contexto más amplio de la crisis democrática, la UE ha de entenderse como un sistema político híbrido, una suerte de proto-Estado, entre los modelos federal e imperial, enmarañado en sus contradicciones e incapaz de sumergir a los ciudadanos en una vida democrática real, con el riesgo inherente de que las pasiones políticas se manifiesten conforme a los ideales identitarios. Manteniendo constante el perímetro, la transformación de este sistema desde el interior parece extremadamente difícil, sino imposible. Además de las barreras institucionales que hay que superar, efectivamente, semejante escenario supondría, en la mayoría de los Estados miembros, una convergencia simultánea de preferencias alternativas al orden existente.

Frente a esta carga inercial del “ya allí”, es posible preguntarse si los intentos de democratizar la UE pueden desembocar en otra cosa que no sea una “destrucción creadora” de la integración regional existente, como sugiere François Bonnet en su artículo publicado tras el Brexit, pero sin garantías en cuanto a los contornos y al contenido finales del “nuevo” instituido. El carácter angustioso de esta cuestión, para todos aquellos que temen la captura de las resistencias a la integración europea por parte de las derechas radicales, es en parte lo que impide en la izquierda una reflexión fructífera sobre la cuestión.

Cincuenta matices de integración europea

Una de las primeras dificultades con la UE, antes incluso de apreciar sus logros, su legitimidad y sus posibilidades de democratización, consiste en “nombrar a la bestia”. No sólo por placer entomológico, sino porque hay que saber a qué tipo de sistema político –y eventualmente a qué precedentes históricos– se refiere para hacer esta apreciación. En ese sentido, los investigadores han sido prolíficos: de la federación de Estados nación, a la Unión posnacional, pasando por el Estado región, múltiples propuestas han tratado de capturar la esencia de una construcción institucional desconcertante que se inspira en varios modelos conocidos, sin corresponderse totalmente con ninguno de ellos.

Para empezar, la UE es algo más que una organización internacional sin ser completamente un Estado. Por un lado, tiene fronteras (aunque no definitivas), impone normas a las leyes nacionales en numerosos campos de acción pública, y para ello dispone de mecanimos que integran a menudo el hecho mayoritario y que implican el acuerdo de un Parlamento elegido por los ciudadanos. Por otro lado, los recursos coercitivos, administrativos y fiscales de la Unión son débiles (como lo son, por ende, sus capacidades de redistribución), y su arquitectura institucional la deciden los Estados miembros, que constituyen las unidades de base de la Unión (la ciudadanía europea de los individuos se deriva sólo de su ciudadanía nacional).

Para ahondar un poco más en esta constatación, los investigadores Dirk Leuffen, Berthols Rittberger y Frank Schimmelfenning han propuesto interesarse no sólo por la Unión en su conjunto, sino también por los ámbitos de acción que abarca la integración (libertades económicas, moneda, justicia y seguridad, normas sanitarias...). Esto permite tener en cuenta las variaciones importantes que existen en el grado de centralización de las políticas aplicadas en Europa, así como en todo el territorio en el que se aplican estas políticas. Bajo ese prisma, la UE aparece como un “sistema de integración diferenciada”.

Según al ámbito de acción, pueden prevalecer o los acuerdos intergubernamentales sin apenas interferencias supranacionales (en materia de fiscalidad o de defensa); el “método comunitario”, que implica a todos los actores de la UE (con mayor frecuencia); órganos supranacionales a quienes se delegan algunas responsabilidades (como el BCE para la política monetaria). En ese caso, se habla de “diferenciación vertical”. Del mismo modo, las reglas de la UE pueden aplicarse o a todos los Estados miembros a través de Estados exteriores que comparten el acervo comunitario (como Noruega e Islandia en el Espacio Económico Europeo) o sólo a determinados Estados miembros (como en el caso de la moneda única), sea a algunos Estados miembros y a algunos Estados exteriores (como en el caso del espacio Schengen, del que forma parte Suiza, pero no así Reino Unido). Se habla en ese caso de “diferenciación horizontal”.

Esta lectura permite ser consciente de que desde los inicios de la integración europea, y en particular desde la “reactivación” de los 80, el número de ámbitos de acción concernidos y el nivel de centralización comunitaria del proceso de decisión ha aumentado claramente, en paralelo a la cantidad de Estados miembros. Contrariamente a una idea preconcebida, la ampliación no se ha hecho en detrimento de la profundización, al menos no totalmente. Sin embargo, si bien la Unión en expansión se ha integrado más con el paso del tiempo, también se ha diferenciado más. La mayor diversidad de políticas, de actores y de intereses implicados en la UE, debería respaldar esta tendencia futura. Salvo impacto mayor, las dinámicas en curso parecen dar la razón a los partidarios de una Europa por “círculos” claramente delimitados.

Acto seguido, es necesario comprender las causas de la integración y de sus diferencias de grado y de amplitud. Inicialmente, la integración y su magnitud dependen sobre todo de los niveles de interdependencia de los Estados y del nivel de convergencia de sus preferencias respectivas: cuanto más altos son estos niveles, más probable es la integración con alto grado de centralización, sobre todo si el ámbito de actuación suscita poco interés para los ciudadanos y no hay riesgo de que choque con la cultura nacional. Posteriormente, la profundización y la ampliación son más probables en la medida que los actores supranacionales han conseguido, entretanto, recursos dirigidos a avanzar una agenda propia, mientras que los Estados afectados por la integración buscan regular el “suplemento de interdependencia” que emana de él. Ahora bien, cuanto más progresa la integración, más susceptible es de llegar al corazón de los compromisos políticos en el espacio nacional y de generar, por tanto, resistencias y demandas de diferenciación.

Este doble proceso, una integración que tiende a ir a más y una politización del desafío europeo que tiende a crecer, es fundamental a la hora de comprender los sucesivos crujidos en la benevolencia de los pueblos en lo que respecta a la construcción llevada a cabo por sus élites emponderadas, hasta la ruptura como ha sucedido en el caso británico. Más específicamente, esta lectura puede ayudar a comprender mejor por qué el Reino Unido se ha quedado al margen de varias políticas comunes y ha elegido salir de la UE, mientras Grecia adoptaba las grandes políticas comunes y no abandonaba ninguna, pese a la celebración de un referéndum antiausteridad –que no sirvió para nada– y un rechazo a la UE todavía mayor que al otro lado del Canal de la Mancha, a tenor de lo que dicen las encuestas.

Efectivamente, la asimetría es chocante, entre el Estado británico –potencia financiera y militar vinculada a Estados Unidos con una “relación especial”, tradicionalmente reticente a las reglas que pueden mermar de sus actores privados, poco sensible a las presiones de los actores comunes– y, por otro lado, el Estado griego, país recientemente democratizado, que ha adoptado todas las grandes políticas de la UE para aumentar su peso geopolítico y sus posibilidades de prosperidad, de ahí que se encuentre en una situación mucho más vulnerable frente a las autoridades europeas (en particular el BCE). En resumen, según se sea poderoso y autónomo (o no) en el sistema europeo, la voluntad del pueblo se tiene en cuenta de una forma u otra...

Híbrido entre federación e imperio

El caso griego es particularmente simbólico y revelador: a la crisis en la eurozona y la crisis de los refugiados, la suerte reservada al país da fe del carácter incompleto de la construcción europea, ya sea en un sentido federal o... imperial. En el primer caso, una moneda única “políticamente óptima” habría implicado mecanismos perennes y legítimos de transferencias y de redistribución, como lo llama Kathleen McNamara en una magnífica obra en inglés sobre el futuro del euro. Al contrario, las reglas y las instituciones nuevas edificadas a toda prisa durante la crisis llamada de las deudas soberanas son el fruto, en esencia, de negociaciones intergubernamentales, que han consagrado la ley del más fuerte y del más solvente.

En el segundo caso, una potencia federal se habría preocupado de la suerte de uno de sus “escalones” en pleno descenso a los infiernos económicos e incapaz de gestionar un flujo de exiliados procedente de un Oriente Medio en descomposición. Al contrario, Grecia es prisionera de una deuda tanto más insostenible como las políticas que le han sido impuestas, que desalientan la inversión productiva, mientras que la ausencia de solidaridad intraeuropea amenaza con convertir el país en un inmenso campo de refugiados. Y si esta potencia imperial hubiese tenido realmente la ambición de distinguirse por su soft power y su atracción a largo plazo, no habría alcanzado un acuerdo cínico con un régimen turco en plena deriva autoritaria, sin llegar a utilizar sus propias medidas de presión, sin atreverse a reaccionar a sus propias opiniones públicas y sobre todo sin resolver nada a largo plazo.

La constatación del fracaso de la UE como federación es banal. Se advierte sobre todo en la debilidad de los recursos a nivel federal y sobre todo en la ausencia de soberanía de un pueblo europeo como tal. La constatación del fracaso de la UE como imperio puede parecer sorprendente. Sin embargo, a menos que sólo se conciba un imperio como en otros tiempos, el uso del término no es tan descabellado. Hay que citar los trabajos estimulantes de los investigadores Jan Zielonka, quien de manera provocadora califica a la UE de imperio “neomedieval”, y, sobre todo, de Magali Gravier, que ha estudiado con mucho rigor el proceso mixto de federalización y de imperialización de la UE.

En un primer momento, el concepto de imperio permite resituar la construcción contemporánea de la UE en una historia larga donde las tentativas de integración supranacional no han faltado, pero que han fracasado regularmente después de que la caída del Imperio romano diese señales de una diversificación y de un endurecimiento plurisecular de las fronteras territoriales, lingüísticas, jurídicas, religiosas, económicas... internas al continente. Posteriormente, el concepto parece adecuado para referirse a un sistema política europeo compuesto de varias entidades, no estabilizado en el plano territorial, dotado de un centro capaz de influir en el destino de sus periferias (internas o externas) formalmente soberanas, sobre la base de una misión civilizadora” que se ha autoatribuido.

Así, la “reunificación” del continente europeo se ha llevado a cabo en nombre de ideales de prosperidad y de democracia; cada ampliación ha llevado a la UE a abordar la suerte de los nuevos vecinos a cuya estabilización espera contribuir, a cambio de una asociación, incluso de una futura adhesión. Después de las sucesivas ampliaciones, la salida programada del Reino Unido viene a confirmar el carácter cambiante de la dinámica territorial de la UE, que puede ir a más pero también retroceder. Además, está claro que las débiles recursos de los Estados de las periferias meridional y oriental los sitúan en situación de supeditación a los Estados más antiguos y más poderosos, como Grecia ha podido comprobar, lo mismo que Bulgaria o Rumanía, países que vieron cómo se ponía límites a la libre circulación de sus ciudadanos temporalmente tras la adhesión.

Sin embargo, el modelo tiene fallos. Contrariamente a lo que sucede en Estados Unidos, la UE no dispone de una idea común y sustancial de una “razón de Estado europeo” ni de procesos internos para alcanzarla. Es el resultado de la evidente limitación de la UE como imperio, a saber: la debilidad singular de su núcleo dirigente, en particular en lo que concierne a las políticas soberanas (diplomacia, defensa). Esto último se explica por la heterogeneidad de las preferencias y de los intereses de los Estados que la componen, desde el atlantismo de los Estados marcados por la dominación soviética a la diplomacia alemana centrada en las exportaciones, pasando por la evolución “occidentalista” de una Francia que mantiene vínculos privilegiados con sus antiguos territorios africanos.

Desde ese punto de vista, la promoción del multilateralismo en el panorama internacional gira rápidamente cuando los europeos se ven directamente confrontados a las consecuencias del estallido de las fronteras en Oriente Medio, de la fragilidad de los Estados del Sahel o de la voluntad rusa por preservar su influencia en su entorno más próximo.

Además de la falta de legitimidad por los resultados, ya sea en términos geopolíticos o de bienestar social, la construcción híbrida de la UE padece un déficit de legitimidad popular en su pretensión a la hora de tomar decisiones vinculantes para la población. Esto no es nuevo, pero es cada vez más palpable, a pesar de que cada vez se acepta menos, por una razón ya mencionada anteriormente: el proceso de integración posee una lógica endógena a la profundización, siempre más susceptible de desestabilizar los equilibrios sociopolíticos internos a cada Estado.

Ahora bien, como la UE no es una federación, no existe un ejecutivo europeo único, responsable ante el Parlamento y que hace que una mayoría de representantes apruebe sus leyes, se basa en sí mismo en un contrato claro de Gobierno. Y como la UE tampoco es un imperio clásico, su núcleo dirigente se define más bien, parafraseando a Magali Gravier, como un estrato en el que se mezclan los actores supranacionales o nacionales que deciden políticas puestas en común de manera diferenciada. En este modelo, todos los Estados participan en la toma de decisiones comunitarias, debiendo aplicarlas en su propio territorio: son a la vez centros y periferias del sistema político de la UE. Al mismo tiempo, algunos Estados son claramente más poderosos que otros, ya sea en el interior del núcleo dirigente de la UE o en los informes entre periferias estatales sometidas a las reglas comunitarias.

En ese sentido, la crisis de la eurozona constituye de nuevo un caso de estudio. Su integración se persigue desde 2010, pero las posibilidades de intervención popular se han visto mermadas, lo mismo que los márgenes de maniobra concedidos a los Estados más débiles. Presiones para llevar a cabo cambios gubernamentales que incluyen la designación directa de tecnócratas (Monti en Italia, Papademos en Grecia durante un tiempo), desaliento ante las aspiraciónes plebiscitarias o requerimientos dirigidos a los parlamentos, chantaje coercitivo del BCE (por si no bastase). Ya se ha recurrido a una buena gama de técnicas disciplinarias. En lo que respecta a la moneda única, el “método del pasito a paso” sigue, pero a marchas forzadas.

En esta perspectiva, para que se dan todos los ingredientes para la politización de los desafíos europeos haga que los pueblos se enfrente entre sí, en lugar de fundar coaliciones partidarias, con las políticas públicas como trasfondo.

¿Sistema político a-democrático... destinado a seguir siéndolo?

A los que lamentan la falta de legitimidad democrática de la Unión se les presentan dos tipos de contradicciones. Por un lado, algunos destacan los mecanismos de representación, incluso indirectos, que no son decisiones europeas, imposiciones caídas del cielo, sino que son fruto de las negociaciones entre los representantes elegidos o nombrados por los Estados miembros. Por otro lado, hay quien considera que no es pertinente querer calcar para la UE un tipo de democracia propia a un Estado nación y subrayan que las instituciones de la Unión tienen el mérito de limitar un poder de Estado potencialmente devastador, al dispersarlo sobre varios niveles y forzándolo al compromiso. Sin embargo, estos argumentos no convencen.

En primer lugar, aunque los Estados miembros estén bien representados a nivel comunitario, la “cadena de delegación” del poder entre el pueblo supuestamente soberano y los responsables que lo gobiernan se ha ampliado notablemente. Esto ha aumentado considerablemente la autonomía de esos mismos responsables y las posibilidades de interferencia de otros actores no representativos. Más aún sobre todo porque, por definición, los diferentes pueblos sólo pueden sancionar o recompensar a sus propios representantes, y nunca a las coaliciones ad hoc que se han constituido para hacer avanzar la integración.

En segundo lugar, la separación y el equilibrio de los poderes no bastan para fundar una legitimidad democrática. Como recuerda Christopher Bickerton, en una democracia moderna, estos elementos sólo son autolimitaciones de un poder soberano, que reposa sobre el pueblo, él mismo representado sobre la base de la “igualdad política de cada individuo”, es decir el voto popular. Ahora bien, más allá de lase elecciones al Parlamento Europeo que sólo determinan la composición de un eslabón del proceso de toma de decisiones de la UE (no el más poderoso), se desdeña a las sociedades europeas a la hora de levantar la construcción de un edificio sobre el que, de vez en cuanto, tienen que pronunciarse en referéndum, con el riesgo de que la respuesta no sea la deseada por aquellos que habían decidido plantear la pregunta. De ahí la tentación de reformular la cuestión para obtener una respuesta más satisfactoria (como ha pasado en Irlanda) o para invalidar la respuesta mediante otro proceso (como ha sucedido en Francia).

En tercer lugar, las dos contraargumentaciones citadas no resuelven en modo alguno un problema mayor en democracia, a saber, la casi irreversibilidad de algunas decisiones políticas incluidas en los tratados, ya sean disposiciones que favorecen las variantes más competitivas del capitalismo y obligan a todas las economías a tender hacia ese modelo o disposiciones que perpetúan algunos privilegios institucionales, como sucede con el estatus del BCE. Dada la desincronización de los ritmos políticos y sociales y la debilidad notoria de una izquierda de transformación en buen número de Estados de la UE de 27, la perspectiva de una oleada de victorias bastante próximas en el tiempo, en bastantes Estados miembros susceptibles de reclamar una revisión de los tratados en un sentido más democrático, es más que dudosa (he aquí una lítote).

La hipótesis es más arriesgada por cuanto los acuerdos pasados tiene mucho peso en la inercia institucional, frente al déficit de legimidad democrática. Es divertido (o desesperante) ver cómo el economista Nicholas Kaldor anuncio en 1971, en un texto titulado The Dynamic Effects of the Common Market, las razones por las que una unión económica y monetaria no podría preceder a una unión política, sino que debería proceder de ella. Una unión así efectivamente tiende a ahondar en las divergencias entre las regiones más competitivas y las otras, de modo que sólo una integración fiscal, que requiere de una legitimidad democrática, sería capaz de corregir estos desequilibrios. Ahora bien, una vez que han aumentado dichos desequilibrios sin mecanismo de transmisión, su existencia desalienta cualquier consentimiento público: el de los pueblos más ricos que han de pagar o el de los pueblos receptores si estos pagos van acompañados de condiciones draconianas.

Y lo que es más, la manera en que la UE se ha construido hace complicada una unión política basada en la integración cívica de los pueblos europeos. Así lo pone de manifiesto magistralmente Stefano Bartolini, en Restructuring Europe. Observa que la democracia moderna sólo ha arraigado en un contexto histórico singular: ése en el que la monopolización de la autoridad política por un “centro” (el Estado nación) ha coincidido con una superposición inédita de fronteras militares, juridico-administrativas, económicas y culturales en el seno de las cuales la lealtad de los sujetos se ha transformado en una lealtad de ciudadanos equipados de derechos cívicos, políticos y sociales.

En suma, la confrontación pacífica y democrática de los intereses ha sido viable gracias a un largo proceso de construcción estatal, después nacional, más tarde democrático, donde no han faltado los conflictos e incluso la represión de algunas identidades. Bartolini señala que en las configuraciones donde aparecen los tres tipos de construcciones, el nacionalismo ha sido una arma política particularmente poderosa, por no decir destructora. Cómo calmar las ansias de querer construir a la fuerza un pueblo europeo para realizar el sueño federal. Porque la construcción europea ha consistido en desmantelar parcialmente todas las fronteras superpuestas a nivel nacional, sin reconstruirlas a nivel de la UE.

En efecto, el territorio físico de la UE es cambiante y tiende a la expansión, el mercado común está particularmente abierto al a globalización productiva y financiera, los sistemas legales públicos de la UE ya no son considerados los únicos productores de derecho (como demuestra el reconocimiento creciente de normas globales o de origen privado) y esto sin crear un sentimiento significativo de pertenencia común. La consolidación del centro europeo, por parte de las élites dirigentes en una comunidad política previamente estructurada en los planos territorial, jurídico, económico y cultural, alimenta la impotencia de los electorados nacionales. No es sorprendente la cada vez menor lealtad hacia sus sistemas representativos y hacia los partidos tradicionales de gobierno, como tampoco lo son sus respuestas desagradables cuando se les invita a expresarse sobre desafíos propiamente europeos.

¿Cómo escapar al statu quo?

En ese caso, ¿qué se puede hacer? Desde la celebración del referéndum sobre el Brexit, los dirigentes europeos parecen especialmente desorientados. Antes, los proyectos de evolución institucional que han circulado en la esfera europea, en particular en la eurozona, no invitan al optimismo. El informe de los cinco presidentes (de la Unión, de la Comisión, del BCE, del Eurogrupo, del Parlamento) proponía grosso modo seguir en la vía de las “reformas estructurales”, en el marco de una competición interna inalterable y de una Unión de los mercados y de los capitales que no organizan en modo alguno un mejor reparto de los salarios y de las inversiones. En cuanto a Alemania, es poco probable que acepte una unión política sin reglas adicionales, en el sentido de una disciplina presupuestaria y monetaria.

Ciertamente estamos en un punto en que la tensión entre la persecución de la integración europea y el consentimiento de la población se ha agudizado. Los dirigentes europeos, que han debido hacer frente a crisis para cuya resolución no tienen instrumentos, están condenados a sufrir las consecuencias: ya sea asumir cooperaciones más débiles y diferenciadas, por no decir a “desintegrar” algunas políticas comunes, ya sea proceder a mayor integración uniforme, pero recurriendo de manera más intensa a medios coercitivos para con los Estados o su gente reticente.

Lo que es seguro es que el principio “un hombre, un voto” no puede bastar en una democracia europea, ante el riesgo de que el gobierno de la mayoría condene a las naciones más pequeñas a una minoría perpetua y a reglas eventualmente contradictorias con sus acuerdos socioeconómicos, que no podrán ser barridos en unos años. El riesgo es encontrarse en una parálisis institucional, dada la extrema dificultad de obtener “supermayorías” para superar el statu qupo. Ahora bien, a día de hoy, la Unión y sobre todo la eurozona atraviesan por, simultáneamente, una tendencia a la inercia y un sesgo institucional favorable a políticas neoliberales que no convienen a todos los países.

Para escapar a este dilema, el investigador Fritz Scharpf ha propuesto en un artículo para el Instituto Max Planck  liberar “la autonomía de las decisiones políticas”: eliminación de los tratados las reglas económicas, que se deben debatir regularmente; confiar la iniciativa de presentar las leyes a otros actores que no sea la Comisión, más representativos; adoptar la regla de la mayoría en el Parlamento y en Consejo para las decisiones ordinarias, pero prever condiciones para que Estados miembros pueden evitar determinada legislación, en caso de que vaya en contra de decisiones o de intereses nacionales fundamentales. En suma, se trataría de organizar de manera más democrática la integración diferenciada que ya existe. Scharpf reconoce sin embargo que haría falta una crisis violenta para alcanzar semejantes acuerdos.

En todo caso, es evidente que la transformación del sistema europeo se hará en un contexto caótico y conflictual, o bien porque la amplitud de los choques económicos o geopolíticos obligue a las élites europeas a abandonar sus antiguas preferencias, o porque uno o varios Estados contravengan las reglas impuestas (según el modelo de salida de los tratados defendido por el candidato Mélenchon en Francia), o porque elegirán dejar la UE (como Reino Unido). En cuanto al desarrollo del statu quo, de momento sólo promete una desestabilización más lenta, principalmente a través de los espacios políticos nacionales...

Fabien Escolona es investigador y profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Grenoble, colaborador científico en Cevipol (Universidad Libre de Bruselas) y especialista en la socialdemocracia europea. Colabora regularmente con Mediapart. 

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Traducción: Mariola Moreno

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