Cine

'Moonlight': el reverso de 'La La Land'

Alex Hibbert en una escena de 'Moonlight'.

Hollywood parece haber decidido que La La Land, el largometraje de Damien Chazelle en el que Ryan Gosling y Emma Stone interpretan a dos tortolitos que deben elegir entre el amor y el éxito, es la película del año. Ha igualado las 14 nominaciones a los Oscar logradas por Titanic y tiene todas las papeletas para ganar la estatuilla a mejor filme. Justo detrás de ella en las apuestas está Moonlight, dirigida por Barry Jenkins y única —aunque improbable— competidora del musical: ganó el Globo de Oro a mejor película dramática (La La Land lo hizo en la de comedia) y también el galardón entregado por los críticos cinematográficos de Los Ángeles. La lucha desigual de las dos películas es particularmente reveladora. Si La La Land es una apuesta por la evasión y la magia del cine —aunque también un relato ambiguo sobre la ambición, Moonlight (este viernes en los cines españoles) es un relato comprometido en los márgenes del imaginario de Hollywood

Moonlight sigue a Chiron, un niño afroamericano nacido en un barrio pobre de Miami, a lo largo de tres momentos de su vida. Pero esa descripción aséptica no roza si quiera el núcleo de un trabajo que es, para gran parte de la crítica, la película estadounidense del año. La adaptación de una obra teatral del dramaturgo Tarell Alvin McCraney llamada A la luz de la luna los chicos negros son azules habla, por supuesto, de raza. Pero también, porque ocurre en las calles degradadas de Liberty City, de pobreza y drogas. Y, porque Chiron tendrá que enfrentarse a su homosexualidad, de homofobia y violencia. Esos elementos hacen del filme un testimonio social muy poderoso. Pero la delicadeza del texto original, el buen hacer de la dirección y la fotografía alegre y cruda de James Laxton la convierten también en una narración sutil sobre la masculinidad —y la masculinidad afroamericana—, el peso de la intimidad, las máscaras que se adoptan por supervivencia y la búsqueda de la propia identidad. 

La ciudad de Los Ángeles retratada por Damien Chazelle y la de Miami capturada por Jenkins comparten una cosa: las palmeras. En la primera, cimbrean suavemente por encima de las pool parties en las que ilustres desconocidos buscan desesperadamente convertirse en estrellas. En la segunda, suavizan los rasgos angulosos de un barrio ya pobre en sus inicios que fue arrasado luego por una pésima política urbanística, las revueltas provocadas por la brutalidad policial y la epidemia de crack de los ochenta. La primera está protagonizada por un grupo de jóvenes apuestos de clase media cuya dificultad para llegar a fin de mes es un divertido rasgo de personaje y que son mayoritariamente blancos —hay músicos de jazz negros, afortunadamente, pero siempre en segundo plano—. El elenco de Moonlight está compuesto íntegramente de actores negros —todavía una rareza para Hollywood— que dan vida a personas para las que la pobreza está muy lejos de ser bohemia y que se enfrentan cada día con la posibilidad real de la cárcel y la muerte.

Cuando se comparan ambos filmes nos asalta la inquietante sensación de que las palmeras de Liberty City podrían ser un reverso tenebroso de las de Hollywood Boulevard. Que para que cierta clase media pueda soñar con el glamour y el éxito ese mismo sueño tiene que ser prohibido a muchos otros. Así lo defiende el escritor y periodista afroamericano Ta-Nehisi Coates en Entre el mundo y yo, un libro sobre la raza en Estados Unidos escrito en forma carta a su hijo adolescente. En él que habla de un país perdido en "el Sueño", un sueño dirigido exclusivamente a la gente blanca y que reside en "casas perfectas con bonitas vallas blancas". Un sueño "conjurado por los historiadores" y fortificado por Hollywood. Los personajes de La La Land viven el Sueño, los de Moonlight lo sufren. 

Que La La Land y Moonlight son dos caras del mismo Hollywood se ve también en los detalles de la producción. ​​​Sabiendo que ninguna de las dos está entre las películas estadounidenses más caras del año, hay una diferencia sustancial de presupuesto: Chazelle ha contado con 30 millones de dólares (y recogido 268 millones) y Jenkins con 5 (y recaudado 20). Esto se debe, en parte, a que el primero arrastra el éxito —y los tres Oscar— de su anterior filme, Whiplash, mientras que el anterior largometraje de Jenkins, su opera prima Medicine for melancholy, solo tuvo eco en los Independent Spirit Awards. La La Land tiene como protagonistas a un actor que lleva siendo una estrella desde su entrada en el Mickey Mouse Club en 1993 y una actriz que a sus 29 años acumula dos nominaciones a los Oscar, tres a los Globos de Oro y dos películas con Woody Allen. Dos de los tres actores que interpretan a Chiron en Moonlight —los niños Alex Hibbert y Ashton Sanders— graban aquí su primer filme, y el tercero, Trevante Rhodes, acumula apenas un par de papeles. 

Las trayectorias de sus creadores son también completamente opuestas. Chazelle es hijo de dos profesores universitarios (su padre, en Princeton) y estudió en Princeton High School y en Harvard. Tanto Jenkins como McCraney crecieron en Liberty City, las madres de ambos les tuvieron siendo adolescentes, consumían crack y contrajeron el VIHcrack y  —la del dramaturgo murió cuando él tenía 23 años—, y ellos fueron criados por un amplio grupo de tutores que se iban sucediendo en el tiempo. El cineasta estudió en una universidad pública. El dramaturgo consiguió graduarse en Yale, donde acaba de ser contratado para dirigir la cátedra de teatro. 

La fuerza de La La Land está, sin duda, en la maestría de su construcción como producto de entretenimiento, no en la originalidad de la propuesta. Pero son, precisamente, su autorreferencialidad buscada y sus guiños continuos al cine clásico los que le acercan a los Oscar. Son varios los críticos que han señalado que los filmes que hablan de Hollywood, como Birdman, The Artist o Fargo, están más cerca de las estatuillas doradas. La élite de la industria tiende a votarse a sí misma. La mayor parte de los académicos puede identificarse con la lucha por el triunfo de Gosling y Stone, al tiempo que el público mayoritario puede encontrar un espejo en la diatriba entre el amor y la carrera en un mundo laboral que dificulta cada vez más la relación entre vida y trabajo. Pero ese espacio común para gran parte de los espectadores se puede convertir también en una experiencia alienante para muchos otros, expulsados continuamente de los discursos en favor de una universalidad que no es tal. 

El caso de Moonlight es completamente opuesto. Su realismo lírico no sigue los clichés cinematográficos, sino que los contradice y desafía. Chiron no es un pequeño delincuente, aunque acabe en un centro de menores. Juan, el traficante de drogas que acabará siendo su figura paterna, no tiene ninguna intención de ofrecerle un puesto en el negocio, y sí de enseñarle a nadar y alimentarle. Es también quien le dice que "maricón" es una palabra con la que se ataca a los homosexuales y quien le hace saber desde bien pequeño que no habría nada malo en el caso de que él fuera gay. Cuando Chiron acaba convirtiéndose en una versión más del matón que vende droga, luce una funda dental de oro y teme por su vida, hay en sus ojos un brillo que humaniza a todos los otros matones. O, más bien, que recuerda —como dice A. J. Scott, crítico de cine del New Yok Times"que nunca han sido otra cosa más que humanos". 

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Es cierto que el largometraje de Jenkins refleja una realidad muy concreta, con una geografía muy precisa incluso y a priori ajena no solo a los académicos, sino también a la mayor parte de los espectadores. Hay que citar ahora a A. J. Scott: "Insistir en que las historias de los pobres, de los oprimidos o de los grupos marginales por cualquier otro motivo son realmente sobre cualquier persona es negar su especificidad. (...) [Jenkins] no generaliza. Empatiza. Cada momento está imbuido con lo que el poeta Hart Crane llama 'infinita consanguineidad', ese misterioso lazo que nos une a todos y que solo una imaginación artística atenta y sensible puede hacer visible". 

La La Land, con su renuncia a la realidad, y Moonlight, con su aproximación a ella por otros caminos, son reversos del mismo arte y de la misma industria. Los Oscar, que se celebran en la madrugada del 26 de febrero, tendrán que elegir una de las dos caras. 

 

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