Ideas Propias

Que viene el lobo (de Vox) y la loba (de Ayuso)

Manuel Cruz

Son muchos los que entre nosotros andan últimamente avisando del peligro de banalizar el fascismo. Lo hacen sobre todo frente a quienes intentan transmitir una imagen que, aunque no incurra en un abierto negacionismo de las barbaridades cometidas por aquel, suaviza sus aristas más afiladas y transmite una imagen edulcorada, casi amable, de lo que significó esa específica variante de fascismo que fue el primer franquismo. Otra de las manifestaciones de esta misma banalización vendría representada, según nuestros avisadores, por aquellos que relativizan la importancia del aumento de respaldo electoral y popular en general que están teniendo formaciones políticas con una indisimulada simpatía por el régimen anterior, como es el caso de Vox (que dicha simpatía no constituye, por cierto, una injustificada atribución de intenciones lo prueba claramente el hecho de que el líder de Vox llegó a aludir al actual gobierno de la nación como "el peor en 80 años").

Sin entrar todavía en el fondo de la cuestión, esto es, el de si llevan razón con tales avisos, lo que, en todo caso, parece claro es que las señaladas no constituyen las únicas formas de banalizar el fascismo. También, por sorprendente que a primera vista pueda resultar, lo banalizan quienes, creyendo ser sus más decididos detractores, se dedican a calificar como fascista prácticamente a todo aquel que no piense como ellos. Ejemplos de esta otra variante de banalizadores también abundan. Desde quienes, por un lado, ocultan sus fracasos electorales teatralizando impostadas alertas antifascistas (obviamente para desviar la atención de los suyos y soslayar cualquier amago de autocrítica) pero al mismo tiempo son capaces de banalizar el sufrimiento del exilio republicano estableciendo comparaciones por completo insostenibles, a quienes, por otro, creen que se sitúan automáticamente en la izquierda por el hecho de no estar de acuerdo con la unidad territorial del país, atribuyendo de tal manera a todos los que no la cuestionan, sea cual sea su adscripción política, el calificativo de facha.

Por lo menos a estos dos sectores les viene muy bien disponer del reproche de marras para conseguir que los suyos no reparen en dimensiones de sus propuestas, en el caso del independentismo contradictorias con el resto de su programa (si aceptáramos su imaginativa contabilidad, el noventa por ciento de catalanes sería de izquierdas y no habría más derecha en aquel territorio que la representada por PP, Cs y Vox) y, en el de una cierta izquierda, con sus planteamientos fundacionales. Pero, de creerlos a ambos, nos encontraríamos ante la situación, ciertamente paradójica, de que en España habría más antifascistas que fascistas, más antifranquistas que franquistas. Con el añadido de que esta segunda condición, la de fascista o franquista, no es algo de lo que se reclamen los propios aludidos, sino que les viene atribuido desde fuera por los críticos que estamos mencionando.

Se podrá contraargumentar que semejante resistencia a aceptar la denominación no demuestra nada: sin duda debe de haber franquistas que, por razones de cálculo (la pésima imagen que tiene el franquismo en tantos ambientes), prefieren no reconocer abiertamente sus preferencias políticas. Pero no da la sensación de que este razonamiento sirva para explicar cómo puede ser que en poblaciones de nuestro país que históricamente, y de manera reiterada, habían votado a la izquierda, de golpe hayan pasado a apoyar a la derecha más dura de Vox. La hipótesis de que todos estos vecinos se han convertido súbitamente en franquistas no parece que resulte muy convincente. De la misma manera que, invirtiendo la perspectiva, tampoco me atrevería a considerar razonable la hipótesis de que territorios de Cataluña de arraigada tradición carlista, que habían votado mayoritariamente durante décadas la opción de derechas que encarnaba la pujolista CiU (la "U" correspondía a un partido democratacristiano, Unió Democràtica de Catalunya, no se olvide) hayan caído, cual Saulos redivivos, del caballo conservador y se hayan pasado al progresismo más furibundo.

Cuando Isabel Díaz Ayuso acuñó una nueva modalidad de elecciones anticipadas, la que bien podríamos denominar como elecciones por si acaso (…una moción de censura), no faltaron voces de la izquierda que, contritas, señalaron el error que podía haber constituido convertir a la presidenta de la Comunidad de Madrid en el objetivo permanente de sus inmisericordes ataques (Íñigo Errejón, siempre tan sobrado, le llegó a reprochar que leía mal sus discursos), contribuyendo con tamaña desmesura precisamente a reforzar su figura, que habría acabado por cohesionar alrededor de ella a todos los adversarios del Gobierno central.

Pues bien, lo que vale para Ayuso vale también en gran medida para Vox. No habría que descartar que a lo que hubiéramos empezado a asistir en los últimos tiempos fuera precisamente al segundo acto de esta misma representación. Y si en el primero se trataba, por parte de ciertos sectores políticos, de intentar rentabilizar la amenaza del monstruo (el lobo de nuestro título) a base de anunciar su inminente llegada, ahora se trataría de completar el argumento a base de convertir la defensa frente a sus monstruosas embestidas en el eje de la tarea política por completo. De tal forma que la totalidad del quehacer de tales sectores debería interpretarse en dicha clave defensivo-reactiva, calificada por ellos, de manera ciertamente retórica, como antifascista.

Merecerá la pena recordar de nuevo en este punto la sonrojante alerta antifascista de la comparecencia de Pablo Iglesias en la noche electoral en la que Vox entró en el parlamento andaluz: lejos de funcionar como freno para el avance de esta fuerza política, ayudó a su crecimiento en todas las convocatorias electorales posteriores. Se impone, ciertamente, extraer de este episodio las lecciones pertinentes. Porque si el saldo de la primera fase que comentábamos ha resultado positivo de manera inequívoca tanto para Vox como para Ayuso, que han engordado electoralmente de manera notable, habría que plantearse en serio si empeñarse en proseguir por esa misma senda de exaltada grandilocuencia épica por parte de sus críticos les va a reportar a estos mayores beneficios que hasta el presente.

Conviene destacar esto, teniendo en cuenta además un factor a mi juicio extremadamente relevante y que tal vez nos proporcione una pista acerca de por dónde sería más conveniente proseguir. Porque, haciendo referencia a Vox, la mejoría de sus expectativas electorales se ha producido, no gracias a su líder nacional y a sus líderes territoriales, todos ellos manifiestamente mejorables, sino a pesar de ellos. Lo que invita a pensar que, a diferencia de otras formaciones, que lo fían todo al atractivo mediático de sus cabezas de cartel, en el caso de esta son los propios mensajes, el contenido de las propuestas, lo que mejor da cuenta de su evolución al alza.

Por supuesto que, como señalábamos al principio, puede haber a quienes favorece la perseverancia en unos planteamientos desatadamente alarmistas. En concreto, a los dos sectores mencionados desde el primer momento, pero también, por qué no decirlo, a algunos medios de comunicación. Así, el pasado 22 de marzo, Paul Farhi informaba, en un artículo en el Washington Post, de que, sin Donald Trump en la presidencia, las audiencias de los medios estadounidenses se habían desplomado. Y proporcionaba el dato de que, de enero a febrero, el tráfico del @nytimes había caído un 17% y el del propio @washingtonpost un 26%, caída que también había afectado de manera notable a la CNN, que habría perdido nada menos que el 45% en su horario estelar. Parece razonable preguntarse, a la vista de tales cifras, ¿cómo pedirles a todos estos medios que no alimenten a la bestia (con perdón) cuando tan bien les ha ido mientras gozaba de buena salud, esto es, ocupaba el poder? De idéntica forma que parece razonable afirmar que el ejemplo de lo ocurrido con la victoria de Biden coloca encima de la mesa la cuestión de que lo que puede ser bueno para la sociedad (la victoria de la moderación) no siempre lo es para algunos medios de comunicación.

Pues bien, recuperando el hilo de nuestros argumentos, resulta más que dudoso que los planteamientos polarizadores alentados por los sectores políticos que veníamos comentando puedan favorecer al resto de fuerzas. Pero recuperar la argumentación obliga también a introducir una puntualización que evite confusiones tan innecesarias como enojosas en relación con lo que se está proponiendo y lo que no. Porque el matiz que no cabe echar en saco roto, y que hemos estado dando por supuesto en todo momento, es el de que una cosa es rechazar acuerdos de un determinado tipo con ciertas fuerzas políticas (de coalición de gobierno o de apoyo parlamentario externo, pongamos por caso) y otra, bien distinta, dedicarse a extender cordones sanitarios que en ocasiones pueden resultar, incluso, dudosamente democráticos.

Sé que es una afirmación que puede constituir piedra de escándalo para algunos –especialmente para aquellos que siempre tienen el escándalo a flor de piel– pero, al igual que en los primeros compases de la Transición se consideró que lo mejor que se podía hacer con los nostálgicos del franquismo era atraerles hacia la democracia, no termino de ver la razón por la que ahora no sería lo más conveniente intentar que Vox se integrara plenamente en el juego democrático, en vez de dejarle de manera sistemática al margen de él. Sobre todo, habida cuenta de que, a diferencia de los anteriores, estos, por más nostálgicos del régimen anterior que en el fondo de sus corazoncitos pudieran sentirse, no impugnan, al menos de manera explícita, el orden constitucional vigente, cosa que sí hacen en cambio otros cuya legitimidad democrática se cuestiona muchísimo menos, por no decir nada, por parte de nuestros supuestos antifascistas. Es el caso de Junts, fuerza política que, por si lo anterior no dejara las cosas suficientemente claras, cuenta en sus filas con destacados miembros que no solo se adornan con unos inequívocos ramalazos etnicistas, sino que se han mostrado de manera reiterada proclives a una intolerancia con el discrepante que nada tiene que envidiar a la de los fascistas oficiales y reconocidos.

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Todo lo anterior no excluye, claro está, que se puedan combatir, con toda la firmeza que haga falta, aquellas ideas reaccionarias de las que discrepemos porque implican un retroceso en el camino hacia una sociedad más libre, equitativa y fraterna. Más aún: es lo que se debe hacer. A fin de cuentas, a las malas ideas se les combate con buenas ideas (quien las tenga, claro). Pero no sacando a pasear, por enésima vez, al dóberman. Porque esa puede ser precisamente una de las peores formas de banalizar el fascismo.

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Manuel Cruz es filósofo, expresidente del Senado y autor del libro El virus del miedo (La Caja Books)

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