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BCE: una política monetaria a destiempo, un riesgo para Europa

El presidente del Banco Central Europeo (BCE), Mario Draghi.

Se acabó. Como había anunciado varios meses antes, Mario Draghi confirmó el jueves 13 de diciembre que el Banco Central Europeo (BCE) pondrá fin a su política de recompra de bonos en el mercado secundario (quantitative easing) en enero de 2019. Este programa, que comenzó en marzo de 2015, tenía una duración inicial de dos años, pero se ha prorrogado durante cuatro años. El BCE tenía previsto dedicar 1 billón de euros para apoyar a la zona euro, pero finalmente invirtió más de 2,6 billones de euros.

El BCE no interrumpe repentinamente su política monetaria no convencional. Mantiene su línea de tipos cero “al menos hasta el verano de 2019”, según Mario Draghi. También asegura que no reducirá de inmediato su balance, que se ha cuadruplicado en diez años, y reinvertirá el producto de los vencimientos de los bonos en otros valores, para no desestabilizar los mercados y especialmente los Gobiernos. Por último, se propone mantener los préstamos a muy largo plazo (OFPML), que sirven de apoyo a todo el sistema financiero europeo.

Todo esto parece lejano y técnico. No obstante, la ruptura iniciada por el BCE es significativa y política: al abandonar la recompra de valores de deuda soberana, el BCE detiene de facto su papel como garante último de los Estados miembro de la zona del euro y, por tanto, de todo el sistema.

En un momento en que la cumbre europea de Bruselas de los días 13 y 14 de diciembre ilustra una vez más la parálisis y la impotencia de los dirigentes europeos, es probable que esta retirada afecte notablemente al futuro de la zona del euro. Porque desde el comienzo de la crisis financiera de 2008, el Banco Central Europeo ha sido la única institución europea presente. La única que intentó dar respuestas a la crisis, incluso limitadas, intentando mantener unidas las piezas de una zona euro que amenazaba con desintegrarse en cualquier momento.

La retirada del BCE es aún más desconcertante por cuanto llega en un momento de tensión poco frecuente en décadas. Deterioro de la economía mundial, guerras comerciales, aumento del proteccionismo, tensiones geopolíticas... En pocos meses, la situación política y económica mundial se ha deteriorado dramáticamente. En particular, China, que durante diez años ha sido el principal motor económico del mundo, está dando importantes señales de desaceleración.

Cuando Europa estaba empezando a sacar la cabeza del agua después de años de crisis, amenaza con volver a hundirse. Uno a uno, todos los indicadores se hunden: producción industrial, ventas para la exportación, cartera de pedidos, consumo. En Italia, la actividad económica ya ha caído a cero en el tercer trimestre. Alemania sólo registró un crecimiento del 0,2%, al igual que Francia. Todo indica que la “desaceleración” continuará en los próximos meses, incluso excluyendo factores excepcionales como una salida no negociada del Reino Unido (Brexit duro) o la continuación del movimiento de los chalecos amarillos.

El presidente del BCE ha terminado por admitir este deterioro. Hace apenas seis semanas, en su última rueda de prensa, Mario Draghi seguía hablando de “un crecimiento sólido, incluso si se ralentiza”, pero hizo comentarios mucho más sombríos en su comparecencia del 13 de diciembre. En respuesta a este cambio, el BCE ha revisado ligeramente sus previsiones. Se espera que el crecimiento en 2019 sea del 1,7% de media en la zona euro en lugar del 1,8%, y que la inflación alcance el 1,6%, en lugar del 1,7%. Dado que el BCE, al igual que el FMI o la Comisión Europea, siempre ha sido optimista en sus previsiones, es probable que se produzcan nuevas revisiones en los próximos meses.

Pero más allá de la situación económica, la retirada del BCE llega en un momento en el que la desunión y el desacuerdo nunca han sido tan grandes en Europa. Las intervenciones del Banco Central Europeo han ayudado a reducir la fiebre durante algún tiempo, pero no han remediado en modo alguno los males y los conceptos erróneos de la zona del euro. En ausencia del pararrayos del BCE, las fuerzas centrífugas que se habían calmado temporalmente podían despertar o incluso aumentar.

Respuestas inadecuadas

Porque lejos de converger, las economías europeas no han dejado de divergir en los últimos años. No era competencia ni facultad del BCE corregir esas divergencias, sino que incumbía a las políticas europeas y a los Estados miembros. Pero su política monetaria también ha contribuido a veces a acentuar las diferencias y a dar respuestas inadecuadas a una serie de países.

Al igual que en Estados Unidos, la política monetaria no convencional del BCE y sus ilimitadas inyecciones de liquidez en el sistema financiero han contribuido a exacerbar las desigualdades: la mayor parte de ellas han sido capturadas por la esfera financiera.

Aprovechando una política de tipos cero y una expansión monetaria sin precedentes, los actores financieros, en particular en Francia, han asumido una deuda cada vez mayor para aprovechar un efecto de apalancamiento gigantesco, hasta el punto de crear burbujas de todo tipo. “Los activos, desde los más seguros hasta los más volátiles, desde los más líquidos hasta los más indefinidos, han estallado, siendo excesivas sus valoraciones ”, recordaba el economista español Daniel Lacalle.

Como resultado de ello, las grandes fortunas, cuyos activos consisten principalmente en activos financieros e inmobiliarios, han visto dispararse su nivel, mientras que los asalariados veían estancarse o caer sus ingresos. En diez años, el número de multimillonarios se ha cuadruplicado en Alemania y Francia, según el informe de Crédit Suisse sobre las grandes fortunas. El 1% más rico posee más del 35% de la riqueza de la zona euro y el 10% más rico acapara más del 60%.

Además de esta distorsión económica, ha habido una distorsión geográfica. Sin un mecanismo de transferencia o compensación, la zona euro ha acelerado la polarización de la riqueza y el trabajo, según señala el economista David Cayla. Pero las decisiones monetarias del BCE han acentuado estos cambios.

Frente a Italia y Portugal, donde la inflación tiende al 1%, en Austria está más bien en el 2,4%; cuando el mercado inmobiliario de los Países Bajos echa humo y la burbuja inmobiliaria amenaza Berlín, ¿qué elegir cuando es imposible hacer una política monetaria a medida? El BCE optó por una media. Pero en el idioma europeo, el promedio tiende invariablemente a confundirse con la situación alemana, reforzando aún más el poder de atracción de la zona central.

Estos movimientos pueden observarse en las cifras del famoso TARGET2, que se supone que sigue el equilibrio entre los activos y los débitos de los bancos centrales de cada Estado miembro de la zona del euro. Contrariamente a lo que sostienen los economistas de derecha alemanes, como Hans-Werner Sinn, los enormes desequilibrios, especialmente entre Italia y Alemania, no reflejan el hecho de que Alemania sería el principal acreedor de Roma, el que financiaría la laxitud del Gobierno italiano a través de sus esfuerzos. Por el contrario, muestran el gran movimiento de capital atraído a Alemania, con grupos y grandes actores financieros que se apresuran a repatriar sus beneficios al centro financiero considerado más seguro.

Fragmentación financiera

Estos desequilibrios ilustran el fracaso del Banco Central Europeo: la institución monetaria europea no ha podido evitar la fragmentación financiera de la zona euro. La idea de una Europa única de capitales y deudas murió con la crisis griega. Y nada ni nadie ha podido reanimarla. Por el contrario, desde la crisis griega, los bancos y los agentes financieros han seguido deshaciéndose de los títulos de deuda de los países que ya no consideran seguros y han vuelto a centrarse en su esfera de influencia.

Ya nada recuerda la pertenencia a una moneda única en los mercados de renta fija de la zona del euro. Los tipos de interés de los préstamos entre los distintos Estados miembros de la zona del euro son muy diferentes. El Bund (el bono del Estado alemán) se ha convertido en la referencia de este nuevo sistema en el que la deuda se utiliza como herramienta de especulación y ajuste, ya que cualquier reajuste monetario entre Estados se ha vuelto imposible debido a la moneda única. Y el diferencial (la diferencia entre el tipo alemán y el tipo de préstamo de otro país miembro) se ha convertido en el índice de tensión, que puede poner en trance a Gobiernos y países.

El quantitative easing practicado por el BCE durante cuatro años contribuyó a calmar la fiebre. Durante ese periodo, el Banco Central Europeo se ha transformado en un comprador de último recurso de valores de los Estados europeos a costa de la crisis: tiene en su balance casi todas las últimas emisiones italianas.

Gracias a estas políticas, dice que ha roto los mecanismos de contagio que aceleraron la crisis del euro en 2012. Durante las últimas tensiones en el mercado de obligaciones italiano el pasado mes de mayo, ni España ni Portugal, que se consideraban vulnerables, fueron alcanzadas, asegura con satisfacción. El efecto de bola de nieve se evitó sin duda alguna en aquel momento, ya que el BCE siempre estuvo dispuesto a intervenir. Pero, ¿qué sucederá a partir de enero de 2019, cuando todos los agentes financieros sepan que el BCE ya no está detrás?

Pero el mayor fracaso del BCE es su incapacidad para reformar y restaurar un sistema bancario y financiero europeo sólido y estable. Y esa es toda su responsabilidad. Su misión es controlar y regular los bancos. Sin embargo, desde la crisis financiera, la institución monetaria ha tratado más de facilitar la vida de los bancos que de imponerles restricciones.

A diferencia de la Reserva Federal, el BCE nunca ha impuesto ninguna contrapartida a los bancos para que acompañen su política de tipos ceros, sus créditos ilimitados, su garantía y la captación de depósitos. Nunca ha pedido grandes recapitalizaciones, cambios de modelo, ni siquiera una limitación de bonos y dividendos, como ha hecho la Reserva Federal. Por el contrario, se ha hecho todo lo posible por eliminar las limitaciones, para darles la máxima libertad. Con el tiempo, todas las vicisitudes y errores del pasado se eliminarían de los balances de los bancos, apuestan los banqueros centrales europeos.

Cálculo incorrecto. Aunque la sombra de una nueva crisis pesa, los bancos aún no han digerido la crisis pasada. Siguen estando infracapitalizados y siguen teniendo en sus balances muchos productos y deudas incobrables, independientemente de lo que digan los stress tests. Los casos más simbólicos son los bancos griegos, totalmente zombies, o los bancos italianos, con mal crédito.

Pero también podríamos mencionar el ejemplo del Deutsche Bank, el principal banco sistémico de Europa. Diez años después del comienzo de la crisis, el banco, que representa casi la mitad del PIB de Alemania, sigue luchando con su pasado. Los escándalos son interminables, siendo el último su papel en el lavado organizado de dinero del Danske Bank. Su situación financiera es otra vez tan tensa que el Gobierno alemán está considerando urgentemente una fusión con el Commerzbank, el segundo banco más grande de Alemania. Como si el matrimonio del ciego y el paralítico pudiera salvar la situación.

En este preocupante entorno es en el que el BCE está volviendo a una política mucho más tradicional. “A destiempo”, dicen algunos observadores y señalan que se podría volver a recurrir a los bancos centrales que han desempeñado un papel decisivo en la última década.

El problema es que el BCE lleva diez años aplicando una política a destiempo, bajo la influencia de un dogmatismo económico ciego y estúpido inspirado en el ordoliberalismo alemán. Así, mientras la Reserva Federal estaba haciendo todo lo posible desde septiembre de 2008 para estabilizar el sistema financiero y la economía mundial, el BCE, bajo el liderazgo de Jean-Claude Trichet, se mantuvo en el Aventino, aduciendo que la institución monetaria no podía ir más allá de su papel tradicional. En 2011, cuando Estados Unidos y China movilizaron todos los recursos presupuestarios de que disponían para reactivar la economía mundial, el BCE decidió endurecer su política monetaria y aumentar sus tipos de interés, y apoyó a Europa en su política de austeridad y consolidación fiscal. Dos meses después de la subida de los tipos, se produjo la crisis del euro.

La llegada de Mario Draghi y, sobre todo, la intervención conjunta y urgente de Barack Obama, la Reserva Federal y China hicieron necesario que el BCE anulara el veto alemán y comenzara a aplicar una política monetaria menos estricta cinco años después del comienzo de la crisis. La institución tardó otros tres años en acordar la recompra de títulos de deuda para estabilizar la zona euro. Cuando la Reserva Federal estaba decidiendo su política de expansión cuantitativa, el BCE estaba empezando. Aunque la Reserva Federal ya ha aumentado sus tipos durante tres años, aunque siguen siendo muy bajos, el BCE todavía no ha dejado de aplicar tipos cero.

El BCE se apresura a poner fin a su política monetaria no convencional con el fin de recuperar la capacidad de actuación en caso de que se produzca una nueva crisis. Pero, ¿de qué armas dispondrá si, una vez más, sólo hay bancos centrales que garanticen un mínimo de estabilidad financiera y económica? Los tipos ya están en cero, el banco ya está apoyando todo el sistema financiero. “El quantitative easing es ahora parte de la caja de herramientas. Es permanente. Esto es algo que se puede considerar útil en situaciones imprevistas que el Consejo de Gobierno evaluará de forma independiente”, insistió Mario Draghi en su comparecencia ante los medios. Pero, ¿será suficiente y se aplicará a tiempo?

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Traducción: Mariola Moreno

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