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Los libros

Del que observa, oye, corta y pega, camina y escribe

Un andar solitario entre la gente, de Antonio Muñoz Molina.

Un andar solitario entre la genteAntonio Muñoz MolinaSeix BarralBarcelona2018Un andar solitario entre la gente

 

Este es un libro distinto de las novelas, ensayos o artículos a los que nos tiene acostumbrados Antonio Muñoz Molina, pero podría relacionarse con El robinsón urbano (1984), su primer libro, compuesto de artículos; con Días de diario (2007) y con las entradas que escribía en su blog, Escrito en un instante o Visto y no visto, cuya escritura abandonó hace unos pocos años. Por lo que se refiere a aquello que pudiera tener de atípico, el mismo autor lo ha relacionado con Ardor guerrero (1995) y con Sefarad (2001), aunque el primero me parezca que estaría más cerca del memorialismo y el segundo, de la novela; no en vano se subtitula Una novela de novelas.

Si nos atenemos a lo que afirma el narrador, los textos provienen de unos cuadernos escritos a lápiz “por un desconocido”, compuestos de “cosas recortadas y pegadas” (pp. 76 y 457) que quizás algún día podamos ver. Acaso quepa la posibilidad de imaginarnos que de la selección y reelaboración de dicho material procede Un andar solitario entre la gente. Y aunque en su origen los textos no se escribieran con la intención de formar el conjunto en que se ha acabado convirtiendo, como se hace –por ejemplo— con la novela, al cabo todo libro en algún momento de su elaboración necesita ser pensado como un conjunto estructurado.

En la contracubierta se le llama “audaz novela”, si bien en las entrevistas que ha concedido, el autor se resiste a tener que definirlo, o confiesa que no le molesta que sea tachado de tal, aunque luego se refiera a él como diario o novela indistintamente, e incluso en el texto prefiera el término collage al de libro (p. 348). El autor, en efecto, no tiene por qué aclararnos a qué género pertenece su obra. Pero sí debería pensar en ello el crítico, e incluso los lectores más curiosos, acaso para entender mejor el libro, para contextualizarlo en una tradición. Los que no se abstienen de catalogarlo son los editores, quienes a poco que puedan se decantan siempre por el término novela. Siendo así que según el editor español de narrativa, apenas hay vida literaria más allá de la novela, no por casualidad. Al reducir la narrativa a ese único género, lo único que se consigue es empobrecerla, mostrar pereza y desconfianza en el lector, y quizá vender algunos ejemplares más.

Muñoz Molina, más que de una tradición genérica, se siente aquí continuador de aquellos autores que recorrieron la ciudad para mostrárnosla, tales como De Quincey, Poe, Baudelaire, Melville, Pessoa o Walter Benjamin, y a todos ellos se acerca proporcionándonos una cierta idea sobre su vida y obra, cayendo a veces en lo archisabido. El autor se mantiene fascinado no solo por la literatura sino también por las diversas artes, bien sea la fotografía (Nadar, Eugène Atget y Gisèle Freund), el dibujo de Giacometti, de quien parece a la vez pasajero y transeúnte, los muñecos y marionetas hechos con materiales reciclados (de Klee o Torres García) o las distintas músicas, del jazz a la clásica. Mitómano empedernido, se refiere a artistas muy diversos, aunque quizás el más singular sea el fotógrafo indigente Miroslav Tichý, quien al no tener nada, ni aspirar a reconocimiento alguno, se libra por ello de ser cuestionado, o despojado de cualquier mérito o logro.

El libro aparece dividido en dos partes: “Oficina de instantes perdidos” (donde instantes sustituye al habitual objetos) y “Don Nadie”, difíciles de apreciar a simple vista porque el volumen carece de índice. Ambas resultan muy desiguales, pues se componen de 342 y 143 páginas, respectivamente, quizá porque en la segunda parte ponga en práctica las teorías enunciadas en la primera. El conjunto se halla encabezado por tres citas: de Camões, Quevedo y Joyce. La del autor del Buscón resulta un préstamo del escritor portugués y la utiliza para titular el volumen; mientras que la cita del irlandés nos dice que los libros no tienen por qué proyectarse de antemano, sino que deben ir tomando forma conforme avanza la escritura, siguiendo los impulsos del escritor, una de las directrices que defiende Muñoz Molina en esta ocasión. La primera parte no lleva cita inicial alguna, mientras que la segunda arranca con dos versos de Emily Dickinson sobre la identidad, que deben estar inspirados en la Odisea, en el diálogo entre el Cíclope y Ulises, al que ya se había referido Muñoz Molina en su libro de 1984. A esas citas podríamos añadirles un par de sentencias que aparecen en el texto: “El gran poema de este siglo solo podrá ser escrito con materiales de desecho”, formulada por un individuo a quien el narrador conoce en el café Comercial de Madrid y al que –como veremos— le concede un cierto protagonismo; y los conocidos versos lapidarios de Celaya: “Podría escribir un poema perfecto/ pero sería indecente hacerlo en estos tiempos”, una variante del conocido dictum de Adorno, que el narrador replica con razón.

Como lector, he tenido la sensación de estar leyendo un diario, a veces con sus componentes narrativos, sus entradas o apuntes, que se inician en negrita con un lema publicitario (en el que las palabras empiezan todas en mayúscula), unos versos (en los que las mayúsculas sobran) que pueden ser de Borges (p. 353) o el titular de una noticia (p. 333). Esas entradas pueden componer un collage (“las palabras que él recorta, las fotos de los anuncios, los eslóganes, los titulares truculentos, mezclados sobre la mesa como fichas de dominó y estableciendo vínculos inesperados y asombrosos como reacciones químicas”, p. 47), aunque también se trate de combinar frases oídas o textos que se acercan al poema en prosa (“recortar frases o titulares o palabras sueltas que al quedarse aisladas cobran un chispazo de belleza, una poesía no inventada ni por mí ni por nadie sino surgida exclusivamente del azar”, p. 76). No creo, por tanto, que estemos ante una novela. Incluso formalmente, en su aspecto físico, por las manchas que genera la tinta sobre el papel produce la impresión de un singular diario, en el que no faltan los poemas.

La acción transcurre durante el verano del 2016, cuando el autor tuvo que cambiar de casa quedándose por un tiempo sin domicilio fijo, mientras recorre París, Nantes, Toulouse, y habita entre Madrid o Nueva York, aquí durante dos meses. El narrador es una voz innominada, trasunto del autor, quien en la segunda parte se dirige a pie a la casa de Poe, atravesando la ciudad de un extremo a otro. Asimismo, se encuentra con interlocutores tan parleros como el individuo que conoce en el Comercial, un misterioso personaje, quizás un desdoblamiento del propio autor, cuyos mayores signos de distinción son su voz y la cartera negra que lleva, con quien apenas dialoga, pues este individuo fantasmal emite más bien sentencias, y opiniones contundentes. Así, defiende “lo inédito, lo póstumo, lo inacabado, lo malogrado, lo medio perdido” (p. 167), pues afirma que el poema propio de este siglo, el siglo de Trump, se parecerá a un vertedero, ya que debe estar compuesto por materiales de acarreo, por versos robados; denuesta lo artístico del arte, lo novelero y lo novelesco de las novelas, lo poético de los poemas, pero sobre todo lo cultural de la cultura (pp. 83, 161-169, 245-249). Se trata, en suma, de una poética del acarreo, de lo inacabado e imperfecto, que parece compartir el autor. El viejo pintor cuyo estudio visita es Juan Genovés (pp. 227-232), admirado también por Rafael Chirbes, a quien Muñoz Molina le dedicó un brillante ensayo, recogido en El atrevimiento de mirar (2012).

Creo que Muñoz Molina se ocupa, en esencia, de los siguientes asuntos: el impacto que nos produce la ciudad, con los anuncios y las voces que ve y oye ese paseante que camina entre la multitud como si fuera una cámara; la condición precaria de escritores tan grandes como De Quincey, Poe, Baudelaire, Melville y Walter Benjamin, el primero influyendo sobre el segundo, y así sucesivamente, quienes recorrieron las ciudades llevando una existencia modesta, colaborando en la prensa, pero sin poder ganarse la vida con lo que escribían, tradición a la que él se acoge; y la propia vida del autor, con sus distintos avatares: el reajuste a la nueva vivienda que van a empezar a ocupar; las depresiones (“el libro es, de una forma pudorosa –le confiesa a Javier Rodríguez Marcos en una entrevista, El País, 13 de febrero del 2018- el relato del tránsito desde la depresión hasta el final del tunel”), la fascinación por su mujer, a la que nunca nombra, auténtico antídoto contra los fantasmas y las voces opresivas que a veces lo acosan, y el recuerdo de la vida nueva que emprendieron juntos; las caminatas por la ciudad, sus intereses culturales, la despedida de Nueva York, o la inquietud ante un mundo en donde algunas cosas a las que más apego tenía, o que más apreciaba, parecen estar empezando a desaparecer, aunque al fin y a la postre los agoreros se equivoquen.

Uno de los problemas más interesantes que se plantea es cómo captar lo inmediato, tal y como lo habían hecho antes otros escritores o músicos (Edgard Varèse, en Amériques; o Bartok, al comienzo de El mandarín maravilloso, donde describe el tumulto urbano como antesala de la pantomima que desarrollará), o los cineastas que se propusieron reproducir el bullir de las ciudades modernas. Para ello, la lucha con el lenguaje, el empeño por vencer “la resistencia de la sintaxis”, resulta capital. Así, “la intensidad de la escritura viene en parte de la tensión a la que ha sido necesario someter al lenguaje para que dé cuenta de un espectáculo nuevo”, buscando atrapar la precisión de esa música dispersa, entrecortada y flexible que pueda haber en las palabras, tal y como hicieron –nos dice— Paul Valéry o Marguerite Duras. Entre los mecanismos retóricos que emplea –solo me ocupo ahora de uno de ellos que utiliza con frecuencia— se encuentra el de la repetición, como si de una letanía se tratara, de palabras o sintagmas con los que le gusta comenzar las frases. Así ocurre, cito unos pocos casos, pero pueden encontrarse otros semejantes (pp. 80, 186, 191, 192, 234, 235, 241, 292-294), en las entradas en las que comenta su afición a recoger expresiones llamativas u octavillas (“Es el arqueólogo... ”, “Es el coleccionista... ”, “Es el archivero... ”, “Es el recolector... ”), los males que acarrea el tabaco (“Fumar puede dañar... ”, “Fumar provoca... ”, “Fumar puede matar... ”, “Fumar obstruye... ”, y de nuevo “Fumar provoca... ”, hasta en cuatro ocasiones más), o la superación de la bilis negra, utilizando una y otra vez el verbo volver, en la primera persona del presente: “Vuelvo... ”  (pp. 60, 61 y 257). A pesar de lo cuidado de su estilo, aunque a veces peque de engolado, se le cuelan en ocasiones algunos anglicismos (por orden de aparición: evento, emocional, motivacional, promocional y policial), sin que falten otros –pocos— deslices.

El texto tiene momentos afortunados, cito solo un par, como cuando se queja de que las cafeterías anodinas, desapacibles, estén sustituyendo a los viejos cafés; o la historia del Ángel Exterminador, el justiciero del autobús, puesta en verso. Otros que podríamos tachar de curiosos, como el encuentro entre el paralítico  y la 'morena explosiva' en el aeropuerto, donde vuelve a jugar con las repeticiones, o bien la mención de la publicidad de una colonia de Dior). Pero también momentos de escaso interés, como cuando se detiene en especular sobre las botas o zapatos que llevaban los escritores paseantes.

No escasea en este diario ni la reflexión metartística y metaliteraria, ni el alegato político, pues como ha afirmado en la entrevista que le hizo Anna Maria Iglesia en El Confidencial: un mundo basado en la novedad permanente no es posible, puesto que solo genera ansiedad, ruido y basura. Por lo que se refiere a lo artístico, Muñoz Molina se acoge a una ideas deudoras del Romanticismo y de las Vanguardias. Así, defiende un arte que tenga una parte de tarea material, de esfuerzo físico y trabajo de las manos; e incluso confiesa qué literatura prefiere: “Me gusta la literatura que me depara una exaltación lúcida, sin desvarío ni resaca y una serenidad sin indiferencia ni frialdad, que me induce a ser plenamente quien soy y al mismo tiempo a ser cualquier otro y a no ser nadie, un don nadie... ”. Se decantaría, en suma, por aquella literatura –confiesa— que lo trastorna y embriaga, la que le explica el mundo (p. 70). Tampoco falta la autocrítica, en el momento en que confiesa que “la misantropía y la pereza, la pereza sobre todo, me han ido dejando sin amigos” (p. 215); ni la defensa de unas fuertes convicciones asentadas con el paso de los años; ni un desenlace melancólico, al despedirse de Nueva York, siendo consciente de que ya no le queda tiempo para otros experimentos vitales, para empezar una nueva vida.

Y, sin embargo, más de un lector acabará pensando que, al fin y a la postre, si lo que uno realmente desea es disfrutar paseando por la ciudad, lo más aconsejable sería despojarse de todo lo superfluo (los auriculares, el móvil, el lápiz y el papel para tomar notas) y caminar ensimismado, pensando quizás en las musarañas o simplemente con la mente en blanco, esquivando los infinitos cantos de sirenas que le salen al paso en forma de letreros, anuncios o ruidos, más o menos emparentados con la música, y puestos a fijar en algo la atención quizá fueran preferibles las personas: las hermosas, las poco agraciadas o las que vayan vestidas de forma extravagante o ridícula, e incluso aquellos que acaben de chocar con una farola por no apartar la vista del móvil, o vayan hablándole a un trozo de silicio.

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Aquello que en su momento nos mostraron sobre la ciudad De Quincey, Poe, Baudelaire, Walter Benjamin o, por salirme de la fila, las crónicas berlinesas de Joseph Roth, la novela de Alfred Döblin o los poemas neoyorkinos de Lorca, la película de Walter Ruttmann sobre la capital alemana, o la música clásica ya citada, hoy parece sin duda más trillado y tiene menos sentido, acaso porque las grandes ciudades se hayan degradado. Llegados a este punto, me sumo a los críticos (Jordi Gracia, José María Pozuelo, Domingo Ródenas o Sanz Villanueva, se trata de algunos de los mejores) que hubieran preferido una mayor brevedad, habida cuenta de que el autor peca de prolijo, le sobra verbosidad y en algunos momentos cae en lo que Valle-Inclán denominó ponerse estupendo. Y, sin embargo, me gustaría concluir reconociendo que he disfrutado con su lectura. Si algo parece anunciar es que la herencia que vamos a dejar estará compuesta de ruido, ensimismamiento, mucho narcisismo e infinitas toneladas de basura de plástico, pero quizá también del deseo y la conciencia de la necesidad que tenemos de preservar esa mezcla de libertad y seguridad que todavía hoy seguimos disfrutando en la vieja Europa occidental.

*Fernando Valls es crítico literario y profesor de Literatura.Fernando Valls

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